Linchar en nombre de la moral
En la serie alemana La acusación, basada en unos hechos reales sucedidos en los años 90, se relata el desarrollo de un juicio a una supuesta red de pederastas y pornografía infantil en una pequeña ciudad alemana y la influencia que tiene, no solo entre la población, sino también entre los fiscales y los peritos, la repulsa ante ese delito. Una influencia y una indignación que no les deja ningún lugar a la duda sobre la culpabilidad de los sospechosos antes del juicio.
Lo vimos también en la película La caza, donde un cuarentón que intenta rehacer su vida en una pequeña localidad se convierte en sospechoso de abusar sexualmente de una niña en el centro educativo donde trabaja. La necesidad de canalizar la ira ante tamaño delito impide dudar de la culpabilidad del sospechoso a todo su entorno.
Nuestra sociedad, siempre con la connivencia de medios y discursos políticos, vive determinados delitos con tanto pavor y repulsa, que todos nos consideramos mejor si nos indignamos mucho contra ellos, y qué mejor forma de expresar esa indignación que contra un presunto culpable.
Parece que el intento loable de sembrar el rechazo hacia un delito lleva de forma inevitable la obsesión por tener un culpable al que linchar sin pararnos a pensar que quizás pueda ser inocente. De modo que el odio al crimen puede desencadenar también barbaridades terribles como acusadores.
Es comprensible que en los casos en los que la ciudadanía puede dudar de que el sistema de justicia funciona, como en los delitos de la monarquía, con su inmunidad, o los de la Iglesia, en la que la mayoría de los casos no son juzgados, se despierte un clamor de indignación. Sin embargo, no hay razón para pensar que los jueces no vayan a actuar con contundencia contra un pedófilo o un agresor sexual. Pero eso no nos basta, vivimos tiempos de tanta moralidad que nos obliga a convertirla en odio y castigo justiciero contra el sospechoso. Los ciudadanos creen demostrar su moralidad con linchamientos en las redes y en su discurso cotidiano, los políticos en sus arengas y movilizaciones, y los medios en su constante agenda de indignación y priorizando las reacciones de odio y cabreo. Todos acaban retroalimentándose. El efecto jauría provoca que nadie se atreva a mostrar dudas por miedo a ser señalado por connivencia o benevolencia con el delito o el “delincuente”. De hecho, yo en esta columna estoy evitando concretar casos reales actuales y me limito a exponer dos ejemplos audiovisuales ficcionados.
Al igual que sucede en muchos entornos laborales, en los que la miseria de algunos les lleva a señalar los errores o deficiencias profesionales de los otros como forma de promoción personal, en nuestra sociedad algunos promueven los linchamientos como modo de cultivarse una imagen de propia moralidad ante el resto.
Quizá va siendo hora de que, al menos en público, estemos más callados y respetemos a los presuntos, los sospechosos y los supuestos. Que tengamos la humildad de decir algo tan obvio como que no sabemos si los acusados son culpables o inocentes, y no por eso nos parece menos depravado el delito, y que les digamos a los demás que por mucho que linchen a los detenidos, ellos no van a ser mejor personas.
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