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La luz y su veneno

Hacen falta buenas ideas para restaurar un planeta maltratado

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Cuentan que a un estudiante de filología inglesa le ofrecieron traducir al español “Dos conceptos de libertad”, la célebre conferencia de Isaías Berlín que pasa por ser uno de los más influyentes ensayos del siglo XX. El joven, que sabía mucho inglés pero poca filosofía, no tuvo mejor idea que traducir power no como “poder” (en el sentido de “poder político”, que es el que Berlín le da), sino como “energía” (en el sentido de electricidad o de energía nuclear, algo que a Berlín ni se le pasó por la cabeza). La traducción nunca llegó a ver la luz, pero ilumina bien la situación en la que estamos: traducimos “medio ambiente” como “problema”, pero es otra cosa, es una esencia, una naturaleza.

El modelo de producción que surge con la revolución científica no es un acontecimiento puntual, es la raíz misma de la civilización actual. El conocimiento profundo, no circunstancial, del funcionamiento de la naturaleza nos ha otorgado un poder sobre ella desconocido antes. Epicuro, en la antigüedad, intentó elaborar una física que nos librara del miedo, que eliminara la superstición y que posibilitara la felicidad en esta vida. Ese sueño lo recuperaron, siglos después, Copérnico, Galileo, Newton y sus seguidores. Lo que nos legaron fue – como en el mito de Prometeo- un fuego, una luz. Un destello fulgurante que ilumina pero que también puede cegar. 

La imagen habitual que desprenden expresiones como “desastre” o “catástrofe” es fugaz, pasajera, casi instantánea. Un acontecimiento súbito que arrolla a su paso la normalidad y la desangra. Las cosas, pasado un tiempo, vuelven a su ser. Pero lo característico del modo de vida de la modernidad, su relación con la naturaleza, es su permanencia. Y esa permanencia en el tiempo, refractaria a la categoría de “accidente”, aletarga nuestra visión y termina nublándola. No sabemos mirar. Y por eso, porque no vemos, tampoco podemos escuchar. La ciencia sí que ve. La ciencia mira con longitud: tiene una mirada distinta a la nuestra, no solo más profunda, sino sobre todo más volcada hacia el futuro, pues su misma esencia consiste en predecir. Y nos avisa, continuamente. Pero nosotros, siervos de una mirada anclada al presente, de escala biográfica e impulsos inmediatos, ni vemos ni escuchamos. Sólo vemos catástrofes, no esencias. Y desde esa tara perceptiva es imposible actuar. 

Aquí también el mismo término “medio ambiente” juega en buena medida en nuestra contra. Se trata de una palabra reciente en nuestro castellano, un vocablo que se puede decir que nació hace medio siglo, sin duda a partir del “environment” inglés. Tanto uno como otro término remiten a una atmósfera, a un entorno, a una realidad inmaterial que nos rodea. Pero la esencia de lo que llamamos “medio ambiente” no es un espacio, un éter o un contexto sobre nuestras cabezas. Es una raíz, un cimiento, una sima. Es algo que nos clava al suelo y al planeta, porque señala el modo mismo en el que estamos en él, en el que lo habitamos. El clima y sus enfermedades no son la esencia del problema, son la consecuencia de la Modernidad, su epifenómeno más característico. La sustancia misma de nuestro estar en el mundo, de nuestro anidar en la naturaleza, es su manipulación, su transformación, su metamorfosis. 

Dos cosmovisiones políticas lucharon entre sí, durante el siglo XX, para imponerse. Pero, venciera la que venciera, ambas eran, en lo productivo, hijas de la luz, de la ciencia y del saber. Y también lo eran, por tanto, de su veneno: el uso casi agónico de la naturaleza que impone la industrialización y que extiende el comercio. Desde ese punto de vista, daba igual quien ganara esa batalla, ambos sistemas eran esclavos de algo anterior, mucho más poderoso. Y, tras el enfrentamiento, lo que el siglo XXI ha supuesto ya de facto ha sido la mundialización del modelo, su extensión al orbe en su conjunto. Con excepción de los pueblos no contactados, no existen ya comunidades humanas ajenas a eso que denominamos globalización. La raíz de nuestro modo de vida es común a toda la humanidad. 

Y es en esa expresión, “común”, donde sin duda late el antídoto del veneno. Hay algo que el medio ambiente no tiene: fronteras. Como tampoco las tiene la frenética actividad de manipulación que, en la superficie del planeta, se activó hace tres siglos en ciertas zonas de Europa y se ha extendido por todos los confines del mundo. La contaminación es su efecto más pernicioso, cierto. Pero a esa actividad la acompañan inmensos logros: la prolongación de la esperanza de vida, la extensión de la alfabetización, la creciente pero inacabada erradicación de la pobreza… la lucha, en suma, por la dignidad. El cambio climático constituye ahora mismo el mayor problema que la humanidad tiene planteado, pero puede ser también el acicate para encontrar la solución. Porque esa solución solo podrá existir si la adoptamos juntos, y porque entonces, para encontrarla, tendremos que derribar fronteras y encontrarnos en lo que nos une. 

Los problemas son ahora globales, quizás el desafío consista entonces en articular un sujeto común que pueda hacerles frente. Una humanidad sin fronteras no solo es un anhelo político y moral a la altura del desafío que nosotros mismos hemos plantado en la tierra que habitamos, sino, además, la única manera de superarlo. 

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