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Por qué ya no defendemos la educación pública

Clase en el IES Simone Veil de Paracuellos del Jarama, Madrid. EFE/Mariscal/Archivo

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Los ataques de los gobiernos a la sanidad pública suelen contar con una contestación mayoritaria de la sociedad española, que considera el sistema sanitario gratuito como un bien esencial, hasta el punto de que la mayoría pagaría más impuestos para mejorarlo. Sin embargo, no se advierte una defensa tan encendida de la educación pública, ni siquiera desde los sectores más progresistas. El clima de fuerte competitividad escolar y el elitismo calan en los padres y las madres, aunque voten a la izquierda. Prima el deseo de mejorar la trayectoria educativa y las expectativas laborales de los hijos aunque eso suponga dejar a otros niños en la cuneta y termine de averiar el castigado motor del ascensor social. No hay nada más antipedagógico que basar la escuela en la cultura del esfuerzo y la meritocracia, como si fuera una empresa, y considerar la educación como una carrera que solo ganarán los mejores o los que se lo puedan pagar. Sin embargo, este modelo neoliberal se ha impuesto y cuenta con la aprobación de padres de toda ideología que conciben la educación como un sistema construido para dar a sus vástagos ventajas competitivas sobre otros.

La educación es un derecho de todos, la escuela pública su garante y en su esencia debe estar la igualdad de oportunidades. Olvidar este concepto y otros como capital cultural y social, desigualdad de partida, inclusión o cohesión social es seguir el juego a gobiernos como el de la Comunidad de Madrid, que defienden que se puede recortar inversión económica y suplirla con una gestión eficaz privatizada. Este modelo, que desprecia lo público y considera a los niños como futuros trabajadores y no como alumnos, blinda los privilegios de las familias pudientes, penaliza a las pobres y castiga a los docentes. Un dato muy revelador es que Madrid es la comunidad autónoma española que menos gasta por alumno y, al mismo tiempo, sus padres son los que más gastan en la educación de sus hijos. Los que pueden, evidentemente. En la región presidida por Isabel Díaz Ayuso, el 47,34% de los alumnos con una beca estudia en centros privados, casi el doble que la media nacional, situada en el 24,71%. Así llegamos a situaciones paradójicas: según Unicef, en España se gasta más dinero público en el alumnado rico que en el pobre, un 26% frente a un 15,8%.

En este contexto, la escuela pública pierde legitimidad y no corrige la desigualdad de origen, sino que la refuerza. Se debilita el compromiso social para exigir que se solucionen sus problemas: la elevada ratio de estudiantes por profesor, el exceso de interinidad, la burocratización continua, el cambio de leyes con cada gobierno (ahora la LOMLOE), las infraestructuras obsoletas y el desvío de recursos a la concertada. Se cae en la perversión de la cultura del esfuerzo cuando es imposible que un niño que vive en 30 metros cuadrados sin acceso a tecnologías consiga los mismos resultados con similar esfuerzo que otro que cuenta con habitación propia, ordenador, tablet y clases particulares. Un dato: en España el 29% de los alumnos ha repetido curso al menos una vez. Este porcentaje triplica la media del 11% de la Unión Europea. Y es cuatro veces más probable que los repetidores sean hijos de familias pobres. Aunque está demostrado que repetir curso no mejora los resultados educativos, se exige que estos niños lo hagan como parte de la cultura del esfuerzo en la escuela, una idea contraria a toda pedagogía que, sin embargo, ha triunfado socialmente. 

La escuela pública y sus docentes también se desgastan con otros debates neoliberales, como la ideologización y el adoctrinamiento, cuando se cuestiona desde las instituciones que también son conocimientos los relativos a la ciudadanía, como el derecho a la participación democrática o la manifestación, el pensamiento crítico, la educación sexual, la perspectiva histórica y de género, la diversidad, la tolerancia, la empatía. Conocimientos a los que los niños también tienen derecho y que no caben en una escuela que solo prepara para competir y responde a la lógica de los mercados.

La educación debe enfocarse siempre al bien común, no a intereses particulares, y las escuelas deben ser comunidades solidarias que ayuden a corregir las desigualdades, no solo centros para traspasar conocimientos académicos. Que tengamos una escuela pública y universal de calidad garantiza una sociedad más rica, cohesionada y preparada, y protegerla y defenderla no es solo labor de los gobiernos, es una responsabilidad de toda la sociedad. 

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