No digas “boomer”
En el principio de nuestra civilización se produjo un gran debate. Heráclito, uno de los primeros pensadores griegos, afirmaba que la aparente estabilidad de la realidad no era más que una ilusión. La naturaleza era un flujo constante de cambio y transformación y solo nuestra percepción limitada de las cosas nos hacía ver el mundo como un lugar inmutable. Miramos un río, decía, y lo percibimos como una única masa cuando, en realidad, el agua que vemos pasar nunca es la misma, siempre es distinta.
Al otro lado del cuadrilátero otro filósofo, Parménides de Elea, afirmaba lo contrario: lo que era ilusorio era el cambio. Para que las cosas fueran comprensibles debían existir como una entidad fuera del tiempo y de sus transformaciones. Incluso si los humanos no éramos capaces de percibirla, debía existir una forma pura en la que la materia existía con unos contornos estáticos, perfectos y bien definidos.
Hoy sabemos que era Heráclito quien tenía razón. Todo en la realidad es cambio y no existe ningún plano místico en el que las cosas se manifiesten como entidades perfectas. Incluso aquello que percibimos como obstinadamente sólido es, en esencia, un conjunto de partículas en movimiento. Pero, mientras llegábamos a esta conclusión, el corpus intelectual completo de nuestra sociedad tomó la vía parménides y se entregó a la tarea de buscar esa forma modélica y comprensible de las cosas.
De ese tránsito nos ha quedado en herencia la noción de que lo científico, lo real y lo relevante de las sociedades es lo que podemos percibir como inmutable, mientras hemos relegado el estudio del cambio a la historia, a la antropología y a la filosofía, casi como si fueran una forma de ficción.
Y, sin embargo, por más que nos empeñemos, la percepción humana de la realidad tiene mucho más que ver con esa ficción que con la ciencia. Las personas no sentimos nuestra experiencia como una sucesión de formas estáticas perfectas, sino como una historia. Somos individuos que se mueven en el tiempo y vemos el mundo desde ese lenguaje del cambio y la transformación. El resultado es que nos hemos hecho expertos en reducir la realidad a modelos que somos capaces de definir con mucha precisión, pero a un precio altísimo: el de una profunda incapacidad para entender la experiencia humana.
Así, muchas personas sienten que los datos, las grandes teorías y los gráficos no les sirven para entender lo que les ocurre. Surgen entonces algunas piruetas argumentales: La realidad estática sí puede explicar el cambio porque “la historia se repite” o “la utopía está en el horizonte”, o hay un “eterno retorno de lo mismo”. Por lo tanto, analizar lo que el momento presente tiene de diferente de ese modelo teórico no tiene valor.
Cada vez que vuelve a surgir, como está ocurriendo en estos días, el debate sobre la brecha generacional vemos repetirse este patrón. Resurge la idea de que el momento de cambio que vivimos es una cuestión temporal –y, por tanto, irrelevante–, que será reemplazada en el futuro por algo que se parecerá mucho más a una dinámica de clase (que es la que, dicen, siempre se repite). Si esperamos lo suficiente, veremos emerger el verdadero fenómeno subyacente.
Pero, ¿qué sentido tiene esperar? Esa forma de ver las cosas no soluciona ningún problema. Lo que necesitamos son respuestas para quienes, en el mientras tanto, sienten que hay algo en el mundo que no funciona de acuerdo con las categorías que nos habíamos dado. Más aún, es que la realidad del siglo XXI es puro cambio. La mayoría de las cosas que hoy damos por sentadas –como las grandes ciudades, o los vuelos comerciales, o la educación secundaria, o las vacunas— ni siquiera existían hace 100 años. No podemos comprender el mundo actual, salvo como un proceso de transformación constante.
El problema es que, siendo como somos protagonistas de esas transformaciones, es muy difícil evitar que algunas personas se sientan señaladas y juzgadas cuando se habla de fenómenos sociológicos. Ocurría lo mismo cuando el feminismo apuntaba a los hombres como los causantes de la violencia: “Not all men”, decían muchos, enfadados.
Pero vamos a intentarlo. Para evitar tropezar con esa misma piedra, vamos a probar a explicar la brecha generacional sin ponerle ni cara, ni cuerpo: sin decir “boomer”. Con suerte, así, podremos tener una conversación sin buscar culpables:
Otra cosa fundamental de nuestro tiempo que tampoco existía hace 100 o, incluso, 75 años, es el ahorro. En 1950 la idea de tener “ahorros” era una quimera para la mayoría. Si alguien tenía algo de dinero extra, era para unas pocas semanas o para una emergencia; y seguramente lo guardaba debajo del colchón. Toda la infraestructura de los ahorros personales, los bancos, los fondos de pensiones y la idea de guardar dinero con regularidad simplemente no formaba parte de la vida cotidiana hasta hace unas pocas décadas. Como consecuencia, uno de los dramas más acuciantes del siglo XIX y de la primera mitad del siglo XX fue, en efecto, la pobreza en la vejez (o en la invalidez).
Tras la Segunda Guerra Mundial, las sociedades occidentales reconocieron que, si el trabajo iba a ser la manera en que se distribuía la riqueza, debía existir también un plan para cuando las personas ya no pudieran trabajar. Más aún, nació una ambición colectiva por transformar las clases trabajadoras en unas nuevas clases medias, con un patrimonio y una riqueza acumulada. Se popularizó aquella idea de pasar de “una sociedad de proletarios a otra de propietarios” y el ahorro se volvió una cuestión central de la vida de la gente. Así fue como surgieron y se extendieron a toda velocidad tres instrumentos al alcance de toda la población: los planes de pensiones, la vivienda y los mercados bursátiles.
Con el tiempo —o sea, con el cambio—, esa riqueza se fue acumulando. En 1950 ascendía quizás a un par de billones, en el año 2000 representaba unos 117 y en 2024 eran más de 600 billones de dólares, 300 veces más que hace 75 años.
Mientras tanto, lo que no ha cambiado nada es la expectativa de que ese patrimonio produzca una rentabilidad: por eso sigue creciendo. El problema es que esa retribución tiene que salir del único sitio que produce valor, que es la economía real. Y mientras que en el año 2000 la riqueza era solo el doble que el PIB mundial, el patrimonio total que reconocemos en el mundo hoy equivale a unas seis veces el tamaño de la economía global.
Así que, a medida que pasa el tiempo, sobre una economía que apenas crece se coloca una masa de riqueza cada vez más grande que sigue exigiendo una rentabilidad constante, si no creciente. De esto, no de ninguna otra cosa, es de lo que hablan expertos como Piketty cuando plantean que las rentas del capital están disparadas mientras las del trabajo se hunden. Dicho de otro modo, cuando decimos que los ingresos del capital crecen cada año, no estamos hablando de una entidad separada y sombría que nada tiene que ver con la vida de las personas. Lo que realmente ocurre es que esta enorme masa de ahorros del siglo XX —algo que jamás existió a esta escala antes— reclama una porción cada vez mayor de los beneficios que produce la sociedad.
Es muy tentador pensar que todo esto es el trabajo de un puñado de empresarios despiadados tratando de exprimir el valor de la clase trabajadora. Pero, en conjunto, no se trata solo de unos pocos individuos. Hoy, alrededor de dos tercios de la riqueza global son bienes inmuebles y aproximadamente la mitad de todo el patrimonio mundial son viviendas. A eso hay que sumarle otra gran parte que son fondos de pensiones (públicos y privados) que hoy representan 58 billones de dólares, casi el 60% de la cotización de todos los grandes mercados bursátiles.
No sería ninguna tontería pensar que un mundo en el que la riqueza representa seis veces el tamaño de la economía, y donde una parte importante de la población tiene participación, merecería unas categorías distintas de las que usaban para entender la sociedad de las primeras décadas del mundo industrial. Pero ese sería otro debate. La pregunta que nos hacemos hoy es ¿Cómo hemos llegado hasta aquí?
Como le pasó a Ignacio Escolar con su blog, en aquel momento, parecía una buena idea ;-). La creencia en aquellos años era que ese ahorro iba a servir para estimular la economía: los países que más ahorraran podrían poner en marcha más y mejores empresas que crearían más puestos de trabajo, habría más crecimiento y se produciría un círculo virtuoso en el que todo el mundo iba a salir ganando: rentaba retribuir esas inversiones.
Pero eso también ha cambiado. Ni la vivienda, ni los fondos de pensiones, ni los ahorradores que buscan seguridad en su jubilación arriesgan. Al contrario, buscan cada vez canales más seguros de ingresos y flujos de caja estables que no crean nada nuevo.
Lo vemos en el mercado de la vivienda, donde la inversión se dirige a propiedades ya existentes en lugar de construir nuevas, o en los fondos de pensiones que invierten a menudo en las empresas que tienen grandes contratos de infraestructuras públicas (como las eléctricas, las telefónicas o las constructoras). Lo que tienen en común todas estas “fuentes de ingresos” es que dependen de licencias o de monopolios públicos para extraer rentas de los ciudadanos sin arriesgar casi nada. En esencia, el capital ha pasado de ser —si podemos coincidir en que alguna vez lo fue realmente— una fuerza de creación y de progreso, a convertirse en una fuerza extractiva de la economía real.
He aquí la brecha generacional: de un mundo donde la riqueza era, por ejemplo, el 20% del valor total de la economía, hemos pasado a otro donde es el 600%. Y hemos colocado sobre los hombros de quienes están hoy en activo la responsabilidad de producir una rentabilidad para todo ese “patrimonio”. Esta es la razón por la que las generaciones que están trabajando hoy, a pesar de la incorporación de las mujeres al mercado laboral, a pesar de que seguimos trabajando las mismas horas, a pesar de los incrementos de la productividad y del salto cualitativo en la formación de los trabajadores, sienten que se ahogan en la economía. Y que cada año es más difícil que el anterior: porque lo es.
Las mejores intenciones, los mejores sueños de la humanidad, esos que hablaban del fin de las clases trabajadoras, nos están conduciendo, en su lugar, hacia una sociedad feudal donde la mayoría se desloma para pagar una leva a los propietarios de las cosas (con independencia de la edad que tengan).
Por más que nos empeñemos, esta tendencia no se va a revertir sola. No hay herencia de una generación a otra que ponga freno a la reproducción exponencial del capital. Al contrario, cuanto más dejemos correr el tiempo –y el cambio— más se concentrará la riqueza en menos manos, quizás hasta que sean tan pocas que salga a cuenta tomar decisiones políticas al respecto, quizás hasta que nos encontremos una sociedad completamente partida por la mitad y enfrentada hasta la guerra.
Pero es que, además, da igual. Lo que necesitamos es una respuesta para el día de hoy y el momento presente; para el mientras tanto. No para un futuro a 30 o 40 años cuando terminen de construirse los millones de viviendas públicas que todos queremos proyectar y los millennials, con 60 años, hereden de sus padres.
¿Quién merece ser retribuido? ¿La riqueza o el trabajo? ¿El ahorro o el emprendimiento? ¿La posesión de cosas o la creación de cosas nuevas? La pregunta que tenemos delante es, en esencia, esta.
Para contestarla, no hace falta decir “boomer”.
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