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Pongamos que hablo de poder

Felipe VI, en la apertura del año judicial 2018.

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La debilidad del argumento en el que pretende apoyarse el autogobierno judicial salta a la vista. La apelación a la despolitización podría ser invocada también por el sector sanitario o el universitario

Fernando Santaolalla

El incumplimiento del mandato constitucional de proceder a la renovación del Consejo General del Poder Judicial cada cinco años no es sino una lucha abierta de poder. Escolar resumía muy bien por qué Casado ha encontrado en esa anomalía constitucional un elemento de presión que le permite conseguir lo que desea –mantener el control conservador sobre el órgano y proseguir con los nombramientos de jueces conservadores para copar el Tribunal Supremo– y a la par convertirse en una especie de virgen vestal de la independencia judicial, al volver por enésima vez a esa reivindicación de vuelta al nombramiento de 12 vocales judiciales por los propios jueces, con la que se comporta más bien como la ramera de Babilonia.

No voy a insistir en la espuria postura de un político con cara de cemento asesorado de cerca por quienes, en esta materia, la tienen de hormigón armado. Voy a centrarme en el conjuro de poder que se repite una y otra vez por parte de algunos sectores de jueces, algunos sectores de juristas y algunos políticos y que consiste en afirmar que esa vuelta a la elección de los 12 vocales judiciales por sus propios pares solucionaría de golpe la obscena promiscuidad con los partidos y las ideologías en que viven actualmente las cúpulas judiciales. La actual situación de pornográfica exhibición de plena dependencia precisa de una urgente solución, así lo recomiendan incluso desde la Comisión Europea, lo que cuestiono es que la solución sea la que se nos presenta como una revelación incuestionable. Estamos ante un problema complejo y que admite medidas diferentes a que sean los propios jueces los que se constituyan en un poder tan separado y tan independiente que sea capaz de ponerse frente a los emanados directamente del pueblo.

Lo cierto es que esa orgiástica componenda entre políticos y magistrados suele imputarse desde las togas a un maquiavélico designio de los políticos, pero casi siempre olvidan relatarnos que no hay corruptor sin corrompido y que ese sistema del que abominan no sería posible sin que centenares de jueces hayan participado incluso muy activamente en él. Créanme, para conseguir un nombramiento hay que hacer más pasillo y más capilla y más genuflexión ante los propios pares que ante ningún representante político. Una cruz y una raya de los que controlan la carrera judicial te manda al averno tanto o más que el veto de un político. Aquí no hay santos y demonios, sino una abigarrada red de gentes que ansían poder y, por qué no decirlo, mejores condiciones económicas y materiales. Algunos de ellos, además, acunan en su interior cierto afán de servir.

Llegados aquí voy a revelarles algo que casi siempre se olvidan de advertir: los doce vocales que reclaman elegir los jueces por su cuenta constituyen la mayoría absoluta del CGPJ. Con doce miembros de veinte, decides siempre. Eso significa que si se produjera una alineación no ideológica sino corporativa de los electos, esos jueces controlarían todas las competencias estatutarias y políticas del Consejo sin que los ocho miembros nombrados por el Parlamento pudieran oponerse. Para pensar que no podría darse nunca ese enquistamiento corporativista hay que ser un creyente nato en la bondad natural de los miembros de la judicatura y un desconocedor de la historia. Ambas cosas era yo, en cierta medida, hace un par de años cuando escribí un artículo defendiendo tal solución. En medio han pasado muchas cosas, que me han demostrado el tremendo poder que tienen los ropones cuando se enrocan (y solo les mencionaré el caso de nepotismo de la hija de Marchena y las irregularidades del procés).

Como les decía, el primer CGPJ de la historia de España (1980-1985), presidido por Sainz Robles, fue elegido como proponen ahora algunos jueces que se muestran empecinados, y no fue sino “un modelo que falló estrepitosamente y desbordó el sentido natural de la independencia judicial”, en el que la idea de cualquier control “se diluye hasta casi desaparecer (…) a favor de los magistrados que el servicio público de la Justicia se hace opaco e infiscalizable”, según escribía Santaolalla. Aquel Consejo no dudó en echarles pulsos directos a los dos gobiernos con los que convivió, el de Adolfo Suárez y el de Felipe González.

El pulso por mostrarse como un poder independiente que se codeara en igualdad con los otros dos se llevó a todos los campos. Algún resultado podrá todavía verse este lunes en el Tribunal Supremo cuando Felipe VI presida la solemne apertura de tribunales en un gesto que tuvo precisamente como origen la pugna de Sainz Robles con el ministro Pío Cabanillas por presidir ese acto en 1980. Dado que el ministro no quería cederle la presidencia al presidente del Consejo, este maniobró y envió al entonces presidente de la Audiencia Nacional, Rafael de Mendizábal, a ver al joven Rey, del que era amigo. Tras una breve conversación, Juan Carlos I comunicó que iba a acudir al acto y, por tanto, tenía que presidirlo. Esa fue la primera vez que el Rey se colocó la toga y el collar de la Justicia y por ese motivo su hijo sigue haciéndolo. Nada más prosaico que una lucha de poder.

Posteriormente, en aquel Consejo en el que los jueces conservadores consiguieron una mayoría absoluta “hizo lo posible por obstaculizar las políticas de los cada vez más débiles gobiernos de la UCD y de los más fuertes del PSOE a partir de 1982”, explica Diego Íñiguez. Así fue como los sucesivos consejos pagaron los pecados del primero y la enmienda Bandrés, acogida por los socialistas, acabó por restarles competencias y llevó a la elección mixta a través de las Cámaras. “Esa opción de elección judicial supone otra politización, la que va de mano de los intereses de las asociaciones de jueces, legítimos pero igualmente políticos”, decía Díaz-Picazo. Y sería bueno convenir que “no hay soluciones asépticas que eviten esa politización, solo hay soluciones políticas”, en palabras de Murillo de la Cueva. Para creer en esa asepsia que proclaman sectores de la judicatura habría que creer que todos ellos meditarían su voto en función de los intereses de la ciudadanía española y no en los suyos propios. Me parece ahora de una candidez tremenda tal consideración.

Alegarán algunos que aquellos problemas se produjeron cuando el cuerpo electoral lo constituían jueces emanados del franquismo y que la situación actual es diferente. Lo cierto es que vivimos en un momento de polarización absoluta de todos los estamentos sociales y es absurdo pretender que esto no sucede dentro de la judicatura, aunque sí intuimos hacia qué lado bascula.

La ciudadanía tiene ciertamente un problema con la deriva del control de la Justicia y es obligado buscar soluciones. Propuestas hay muchas, no solo el trágala de volver a la casilla de salida: modular las competencias, más transparencia y control (en Italia sus sesiones son tan públicas como las del Parlamento), revisar el papel de las asociaciones, establecer estándares previos, nombrar al presidente en votación secreta u otras muchas, sin obviar el factor humano, es decir, que la independencia y la dignidad se conviertan en divisa de sus miembros.

Volver a la elección judicial es solo una opción de poder, la que más interesa a algunos, pero no cuenta con consenso ni parlamentario ni profesional ni social y ni siquiera tiene que ser la que más interese a la sociedad española.

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