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La proeza de Feijóo

Alberto Núñez Feijóo, durante el debate de investidura.

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He leído y escuchado en las últimas horas diversos análisis que pretenden menospreciar o ridiculizar el hecho de que ocho formaciones se hayan unido para facilitar la investidura de Pedro Sánchez. El argumento más socorrido de dichos análisis es que lo único que amalgama a esas formaciones es la demonización del PP; que, debajo de esa alianza circunstancial contra el enemigo común, no hay nada salvo el vacío. ¿Es que les parece poco? ¿Les parece una banalidad que todos, absolutamente todos, los partidos de España, con la excepción de la derecha españolista, se hayan unido frente a la alternativa reaccionaria que encarna hoy el PP?

Prueben si no a meter en un mismo barco a un PSOE de sensibilidades varias, a un proyecto como Sumar que surge de la complicada confluencia de más de una docena de organizaciones, a nacionalistas/independentistas catalanes y vascos de izquierdas y derechas, al nacionalismo gallego e incluso al regionalismo canario, tan pragmático que previamente había votado en favor de la investidura del líder del PP. Algo habrá que reconocer a los negociadores –en particular a las filigranas del socialista Santos Cerdán– que armaron tan endiablado puzzle, pero sin duda el gran artífice de la proeza ha sido Alberto Núñez Feijóo. Sin su liderazgo errático, sin su decisión de abrir por primera vez a la extrema derecha las puertas de la gobernabilidad en España, sin su propio viaje al radicalismo más belicoso y sin su incapacidad para aceptar la nueva realidad de España habría sido mucho más difícil, por no decir imposible, reunir a socios tan variopintos en un bloque. Y conseguir, además, que Sánchez sacara adelante la investidura en la primera ronda de votación, sin escenificaciones de tensiones o discrepancias insalvables por parte de sus aliados.

El líder del PP parece decidido a mantener su cantinela de que fue el ganador de las elecciones y a seguir con docilidad la estrategia marcada por Aznar y Ayuso de movilizar todos los resortes –jueces, medios de comunicación, obispos y sindicatos policiales amigos, además de las consabidas manifestaciones callejeras– con el fin de crear una atmósfera social irrespirable y forzar una nueva convocatoria electoral. Esta reacción desaforada de la derecha no es nueva: la hemos visto cada vez que los progresistas llegan al gobierno. La vimos en los dos últimos mandatos de González, durante los siete años de gobierno de Zapatero y a lo largo de toda la presidencia de Sánchez. Si este no hubiera necesitado los votos de los independentistas catalanes y vascos, si la amnistía no estuviera en la agenda, el PP habría centrado su ofensiva en los castrochavistas de Sumar que quieren guillotinar al Rey, hundir la economía, acabar con las libertades y dinamitar la convivencia entre los españoles. Lo de la ley de amnistía no es más que un pretexto. Como lo podría ser la ley de Memoria Democrática o la inundación de las calles por los violadores, temas que han pasado a un segundo plano en la artillería de prioridades.

La ley de amnistía no va a romper España. Más allá de si pasa o no el examen de constitucionalidad al que seguramente será sometida, lo que ha conseguido de momento es que los independentistas reconozcan de manera explícita el marco de la Constitución para plantear sus reivindicaciones. ¿Recuerdan cuando Aznar defendía en el 2000 que “tienen todo el derecho a defender el independentismo” dentro del cauce constitucional? Pues eso. Más capacidad para destruir España tienen mensajes como el inquietante “el que pueda hacer, que haga” que lanzó el expresidente en vísperas de la investidura de Sánchez. Bramar que la amnistía rompe el principio de igualdad ante la ley, como hace con impostada indignación la derecha, es tan obvio como afirmar que los indultos rompen la igualdad ante la ley. Se trata de medidas de gracia y como tales son de naturaleza excepcional; si lo que se quiere es prohibirlas, pues refórmese la Constitución. En los ocho años del Gobierno de Aznar se concedieron casi 6.000 indultos, entre ellos a 15 terroristas condenados de Terra Lliure y a más de un narcotraficante gallego, y no se recuerda ni una sola protesta en la calle Génova. 

Acusar a Sánchez de “fraude electoral” porque no llevaba la ley de amnistía en su programa electoral es una bobada, por rotunda que suene. En cualquier caso, quienes podrían acusarlo de engaño son los votantes socialistas. Lo que ha sucedido es habitual en las negociaciones poselectorales, cuando un partido necesita los votos de otros para gobernar. Pregúntenselo si no a Aznar, que para llegar a la Moncloa en 1996 firmó con Pujol un pacto mediante el cual quitó a la Guardia Civil las competencias sobre Tráfico en Catalunya (“¡Intolerable humillación a la Benemérita!”, habría clamado el PP si fuese el PSOE quien lo hubiera hecho), suprimió la figura de los gobernadores civiles (“¡Traidor! ¡Se ha cargado el poder provincial para que Pujol pueda consolidar su dictadura autonómica!”), puso fin al servicio militar obligatorio (“¡Ha roto la columna vertebral que une a los españoles con la Patria! ¡El que pueda hacer, que haga!”) y cedió a las autonomías el 30% del IRPF (“¡Esto es el fin, reventar la Hacienda de todos para que se forren los que odian a España! ¡A las barricadas!”). Y, cuando el entonces líder del PP catalán, Alejo Vidal-Quadras, expresó su rechazo al pacto, se lo quitó de en medio desterrándolo a Bruselas (“¡Ese malvado es capaz de vender hasta a su progenitora por su insaciable sed de poder!”).

Feijóo está en un lío bien grande. Ha hecho una apuesta que difícilmente tiene marcha atrás. Su dependencia de Aznar y Ayuso lo tienen de manos atadas. Su matrimonio con Vox, cuya disolución exigiría mucho más que una dispensa papal, le ha cerrado las posibilidades de diálogo con otros partidos. Y para más inri, Vox, en lugar de presentarse como un actor de la política mainstream, está recurriendo de manera cada vez más descarada a discursos y métodos propios de las organizaciones fascistas, como se ha evidenciado con su participación en los aquelarres nacional-católicos frente a las sedes del PSOE –con Abascal paséandose junto al ultra antisemita Tucker Carlson– y en las soflamas de resonancias golpistas que soltó el líder de Vox en la sesión de investidura. El PP, tan pródigo a la hora de exigir a los demás condenas, no ha condenado los disturbios frente a las instalaciones socialistas. No sorprende: ya antes había justificado el acoso de un delincuente contra el socialista Óscar Puente, con el argumento de que este es un “político faltón”.

En las actuales circunstancias, la única posibilidad que tiene Feijóo de llegar a la Moncloa es continuar su frenética e irresponsable huida hacia delante, de la mano de Vox y bajo la tutela de Aznar, y cruzar los dedos para que en las próximas elecciones se cumplan los augurios de Michavila. Eso si antes los suyos no lo suben a un tren y lo despachan para Galicia.

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