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Los rituales también ayudan en pandemia

Un niño se asoma a la ventana de su casa durante el confinamiento. / Europa Press

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A nadie se le escapa que estas navidades son extrañas, no solo diferentes. Casi cincuenta mil personas han muerto desde el mes de marzo tan solo en España y vamos camino de los dos millones en todo el mundo.

Da pudor felicitar las fiestas a quienes se sabe que han perdido a algún familiar o ser querido en estos meses o a quienes están día a día, en los centros de salud y hospitales, trabajando en modo supervivencia por atender, cuidar y acompañar a las más de once mil personas que están ingresadas con COVID19 y a todas aquellas otras que con otras patologías también necesitan de todo ese personal sanitario del que depende nuestra salud.

Este año, más que nunca, la frase hecha de “te mando mis mejores deseos” cobra especial sentido, porque al decirla se toma conciencia de la fragilidad que tiene, en este momento, todo eso que hasta hace diez meses nos sostenía y damos por hecho: abrazarse, respirar sin mascarilla, rozar con las manos aquello que nos rodea, susurrarnos al oído, la familia, el trabajo, la salud, el dinero, la libertad de movernos sin hora y sin justificar a dónde vamos... La lista de pequeñas cosas y detalles que han quedado “suspendidos” con la pandemia puede ser demasiado larga...

No solo los derechos civiles, políticos, económicos, sociales y culturales se están viendo afectados por esta crisis poliédrica de secuelas impredecibles. También el derecho a sentir y el derecho a mantenernos humanos se ven afectados por la ausencia de pautas y costumbres sociales sobre cómo canalizar colectiva e individualmente el dolor, el miedo, la incertidumbre, la adversidad...

Por eso, la retórica de enemigos y odios cala tan bien entre la población en estos tiempos de crisis. Por eso, el fascismo es la otra amenaza vírica a la que nos enfrentamos, especialmente si tenemos en cuenta el pulso que está echando el neoliberalismo a los sistemas democráticos. El primero, sistema pro-narcisismo, prima, por encima de todo y de todos, al individuo y su libertad, aunque esta implique la vulneración de derechos de otros seres que considera (erróneamente) “inferiores y ajenos”, justificándolo como efectos colaterales. Una hedonista y egoísta del propio bienestar. Los segundos, los sistemas democráticos, busca garantizar el bien común y colectivo armonizando derechos y libertades ciudadanas desde principios éticos universales que potencian las relaciones entre nosotros y también con el mundo que nos rodea.

El reconocimiento y respeto a los demás desde su dignidad, la solidaridad y el apoyo mutuo, el trato en igualdad para convivir en comunidades plurales y diversas, favorecer el acceso a la educación/cultura y la justicia restaurativa como formas de transformar los conflictos en aprendizajes... son principios éticos nada nuevos. Valores universales que culturas y civilizaciones ancestrales han celebrado mediante multitud de rituales y celebraciones paganas hasta que la Iglesia Católica Romana, muchos siglos después del nacimiento de Jesús de Nazaret, se los apropió para hacer un borrado completo de aquellas festividades místicas y misteriosas e instaurar la iconografía de Navidad del cristianismo occidental (muy propio del nacional catolicismo franquista).

Dice el filósofo Byung-Chul Han (en su reciente libro 'La desaparición de los rituales') que las formas simbólicas cohesionan la sociedad siempre que sean capaces de liberarla de su narcisismo colectivo y no se utilicen para mercantilizar las emociones como se hace con las cosas. “Hoy consumimos no solo las cosas, sino también las emociones de las que ellas se revisten. No se puede consumir indefinidamente las cosas, pero sí las emociones. Así es como nos abren un nuevo e infinito campo de consumo. Revestir de emociones la mercancía y –lo que guarda relación con ello– su estetización están sometidos a la presión para producir. Su función es incrementar el consumo y la producción. Así es como lo económico coloniza lo estético”. Cosas, emociones, tradiciones y valores, viene a decir el filósofo, que se mercantilizan en este modelo neoliberal para avivar esa autoestima narcisista que, si entra en relación con la comunidad, es solo para alimentar su propio ego e incrementar el consumo.

En este sentido, Byung-Chul Han invita a que se recuperen los rituales y lo simbólico que generan alianzas de y como comunidad. Rituales sin copyright (ni religioso ni político ni comercial) que, precisamente en este momento de pandemia y medidas de distanciamiento, nos sirvan para re-conocernos y crear nexos cercanos y sinceros entre nosotros ante el riesgo de aislarnos cada vez más en nuestra propia burbuja. “Los ritos hacen posible que el tiempo sea habitable, que no todo se escape de entre las manos como arena de playa, y transforman el aséptico 'estar en el mundo' en un cómodo y enriquecedor 'estar en casa': es así como la existencia se convierte en vida”. Imagino que algo así es lo que debió sentir mi prima cuando, hace unos días, esparció las cenizas de su padre en el pico de la Maliciosa junto a las de su madre en un acto simbólico que, cuando me lo mencionó, me hizo recordar como los rituales también pueden llegar a unirnos sin necesidad de mediar palabra, cuando dan sentido a la vida.

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