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El “tío Tom” en Jerusalén

Manifestación en Jerusalén por la igualdad en el servicio militar.

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Quizá hayan leído ustedes a Amos Oz, David Grossmann o Abraham Yehoshúa. Los tres son (en el caso de Oz y Yehoshúa, eran, porque fallecieron en 2018 y 2022) extraordinarios escritores israelíes. Se les considera los mejores de la literatura hebrea contemporánea. Conocí personalmente a Oz y Grossmann y ambos me parecieron, además, buenas personas. En mi opinión, sin embargo, el mejor escritor en lengua hebrea es hoy Sayed Kashúa: un árabe, o palestino, con ciudadanía israelí.

No se sorprenderán si les digo que, pese a su éxito, Kashúa no cae bien ni a judíos ni a musulmanes. Para los primeros es un quintacolumnista, un enemigo camuflado. Para los segundos es un “tío Tom”, un colaboracionista con los opresores. La ambigüedad de su condición constituye el tema central de sus novelas, guiones televisivos y artículos de prensa. Desde esa ambigüedad, ajena al sentimentalismo patriótico de Oz, Grossmann o Yehoshúa, ajena también al Holocausto y a la tradición del pueblo errante, Kashúa describe como nadie el Israel real. Ese Israel que, oculto bajo el amor de unos y el odio de otros, pocos se atreven a mirar.

Kashúa nació en 1975 en una familia de los llamados “árabes del 48”: los palestinos que lograron resistirse a las expulsiones masivas tras la creación de Israel, en 1948. (Más del 20% de la población israelí es árabe). Fue educado en buenas escuelas y universidades israelíes y adoptó un estricto bilingüismo: árabe para la expresión oral, hebreo para la expresión escrita.

Mientras viví en Israel (entre 2009 y 2013), la lectura de su columna de fin de semana en Haaretz (más que un diario israelí, un valioso patrimonio de la Humanidad) fue obligatoria. Por su afilado sentido del humor, por su sarcasmo amargo, por la evidente incomodidad con que vivía entre dos mundos enfrentados.

Fumador y bebedor hasta extremos agónicos, Keshúa se veía obligado a lidiar con el viejo argumento judío (“no te quejes, los árabes de Israel disfrutáis de más libertades que los árabes de cualquier país árabe”) y con el viejo argumento árabe (“si cooperas con los israelíes eres un colaboracionista, un tío Tom que encuentra bondad en algunos de sus amos esclavistas”). Tenía una columna de éxito, una serie televisiva popular ('Avoda aravit', o 'Trabajo árabe'), un buen apartamento en un barrio judío de Jerusalén y unos ingresos muy por encima de la media.

Pero el 4 de julio de 2014, hace casi diez años, Sayed Kashúa publicó en Haaretz un último artículo con un título muy largo: “Por qué Sayed Kashúa se va de Jerusalén para no volver jamás: todo lo que la gente le había dicho desde que era adolescente ha resultado cierto. La coexistencia entre árabes y judíos es un fracaso”. Y Kashúa se fue con su familia a Estados Unidos, donde utiliza un tercer idioma, el inglés, aunque su novela más reciente, traducida al inglés como “Track changes” (“Cambios de vía”, 2020), fue escrita en hebreo.

Creo que ahora vive en Saint Louis, Missouri. Publica artículos en medios como The New York Times, The New Yorker y The Guardian, pero permanece atrapado en la paradoja: enseña en distintas universidades estadounidenses gracias a un programa de ayuda a escritores judíos y da clases de literatura hebrea.

Quizá Kashúa tuvo un arrebato de sinceridad en el capítulo final de la serie 'Avoda aravit'. Su alter ego de ficción, Amjad, un personaje árabe que convive con los judíos y a fuerza de mimetizarse se hace pasar a veces por judío, se encuentra encerrado en un refugio con sus vecinos, todos judíos. No se especifica quién está bombardeando. Pasan las horas y, para entretenerse, los encerrados juegan al juego de la verdad. Cuando le llega el turno a Amjad, le preguntan dónde preferiría vivir, si en Israel o en un país árabe. Amjad duda. Finalmente responde: en cualquier país árabe, aunque estuviera sometido a la peor de las tiranías.

Eso lo dice Amjad. Kashúa nunca ha dicho algo tan tajante.

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