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Vengo a hablar de mi libro

Rosa María Artal

Estamos en época de ver a diversos personajes –cotizados en el ámbito de las declaraciones– ir a los medios a “hablar de su libro”. Se acerca la Navidad y, por tanto, el tiempo de las presumibles ventas para regalos. Un saco bien dispar el “hablar de nuestro libro”. Cuando la semana pasada comenté la aparición de uno de eldiario.es en el que participo, un comentario me afeó mi conducta: “estás publicitando un libro”. En ese momento pensé que si vendiera cocaína, armas, o globos inflados de mentiras que dañan gravemente a muchas personas, tendría mejor consideración social que si oso informar sobre un libro. Por tomar parte en él tan solo, escribirlo completo es todavía más punible y ya procuro cortarme cuanto puedo. Me atengo a las evidencias, y al doble rasero empleado. Escuchar las decisivas revelaciones de Aznar, Zapatero o algún novelista de bestsellers que se aviene a dar entrevistas como excepción copa titulares, aunque vayan a “hablar de su libro”.

Vamos a ser claros: en España apenas nadie vive de la literatura –y hablo de literatura, no de palabras escritas en formato libro–. José Sanclemente escribió hace tiempo un revelador artículo donde explicaba las penurias que ha de arrostrar quien se atreve a volcar sus ideas en un texto publicable. Ahora las cosas todavía han empeorado más. “Por la crisis”, ya se sabe. El caso es que, si el autor es “famoso”, cobra un anticipo sustancial, y ahí suele quedar todo. A menos interés mediático, menos anticipo o nada de anticipo. De las ventas se lleva como mucho un 10%... antes de impuestos. Como para comprarse una participación en FCC.

Y, sin embargo, muchas personas se sienten impelidas a volcar en palabras sus ideas y darles forma. Una sociedad –una parte de ella– que hace gala de su incultura y, con grandes dosis de mezquindad, no lo valora. Lo castiga. Salvo… que el autor salga en la tele. O sea susceptible de salir en la tele. O de llenar titulares con mayor o menor afán de distracción.

Andaba yo en esas disquisiciones cuando –casi por casualidad, puede que por intuición– he estado releyendo y redescubriendo espacios recónditos de José Luis Sampedro. Y he constatado que, a través de las páginas escritas, se puede seguir emanando sabiduría, serenidad, criterio, aunque el autor no esté ya en el mundo de los vivos. En Escribir es vivir –en colaboración con Olga Lucas– explica por qué escribía: para vivir. “Descubrirme a mí mismo para descubrir a otros y para encontrarnos todos, para vivir más”, argumentaba. Compara al escritor con una vaca. En un pasaje delicioso, cuenta cómo es la que todo lo ve, lo absorbe y lo rumia, digiriéndolo varias veces. “El escritor auténtico escribe con su carne, su sangre, su médula, lo mismo que la araña teje su tela con su propio cuerpo”. Es decir, como Aznar o Zapatero recreando la versión de su vida una vez al año en alguno de los casos, ¿no?

La idea clave que, sin embargo, Sampedro ha tenido a bien dejarme para este momento ha sido la que, a preguntas de un periodista, comienza relatando el consejo que el mítico bailarín Nureyev dio a quien quisiera dedicarse al ballet: “Que si puede, lo deje”, contestó el artista. “De lo que se deduce –concluye Sampedro– que para Nureyev la única razón seria para dedicarse al ballet era no poder evitarlo”. Es decir, su caso. “Para mí, escribir no es un trabajo; es una necesidad vital. Escribir es un esfuerzo, un esfuerzo tremendo”, resumía definiendo exactamente lo que es… la vocación.

José Luis Sampedro escribió Octubre, Octubre durante 19 años. En pocos de sus libros invirtió menos de 4. Y mientras escribía –levantándose a las 4 de la madrugada para ello–, estudió una carrera, trabajó en un banco, ganó oposiciones a cátedra, dio clases, organizó seminarios, estimuló la conciencia de sus alumnos, se casó, tuvo una hija, un nieto. Y sin publicar durante décadas. Es que… no podía evitarlo. No importaba qué fuera a pasar luego con aquellas páginas que tanto habían costado. Y enviudó. Y se casó de nuevo. Y siguió escribiendo irremisiblemente.

A muchos escritores y periodistas vocacionales nos sucede lo mismo: no podemos evitar contar lo que hemos descubierto. Por el medio que sea. Ambas actividades, si son profundas y verdaderas, se asemejan a la pasión amorosa. A la auténtica también, a la que lleva a decir con absoluta determinación: yo lo hago aunque después se hunda el mundo. Y así ocurre o debería ocurrir con las profesiones de servicio público, política incluida.

El desprecio de la cultura, de las ideas, de lo que importa, inmolado lo fundamental en el altar ultraortodoxo del lucro, termina por descomponer a la propia sociedad. Tantas confusiones sobre el valor y los valores no son inocuas. Así que, aquí seguimos. Pasando como importante cualquier transacción de dinero o poder. O como autobombo, la satisfacción de una necesidad que se cree puede servir a alguien más. Nos lo tenemos bien merecido… por no poder evitarlo.

Lo maravilloso es que, en todos los órdenes de la vida, en todos nuestros empeños, esa grandiosa trampa –creer en lo que se hace al punto de que entregarse a ello nos resulte irremediable– es la que termina por acudir a levantarnos cuando cunde el desánimo. En lo que para cada uno sean sus 4 de la madrugada.

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