El voto de mi tía
Este viernes fui a comer a casa de mi tía. Me acerqué hasta Barajas, cerca del aeropuerto, distrito de Madrid en el que yo viví buena parte de mi adolescencia. Lo que pasa con Barajas es curioso: el distrito reagrupa barrios dispares, como la Alameda de Osuna y el Casco Histórico, Canillejas o Aeropuerto. Alameda de Osuna es una zona residencial de rentas altas, a Canillejas aún llega la línea 5 de metro; el Casco Histórico de Barajas, donde vive mi tía, es otra cosa, más lejana y desconectada, de renta inferior, peores infraestructuras y, en palabras de los portales inmobiliarios, “viviendas antiguas y con encanto”. “Viviendas antiguas y con encanto”, si lo analizamos bien, suena a esos suculentos eufemismos que la jerga consultora emplea para describir con brocha gruesa la dejadez y el abandono. Ese patrimonio histórico ahora está siendo destruido. Y los edificios derrumbados para dar alimento al monstruo del sector servicios, al monstruo turístico y hotelero al cual está condenada toda zona cercana al titánico aeropuerto.
La conversación con ella y con mi madre discurrió sobre otros asuntos, temas familiares, y todo apuntaba a que iba a quedarse ahí. Fue ya al final, en el momento en que yo me preparaba para ir a coger el metro, cuando mi tía sacó el tema de la política y los políticos, porque alguien había dicho algo sobre las elecciones de este domingo. Se desplegó entonces delante de mí un ejemplo perfectamente paradigmático de la tendencia de cierto votante desafecto, despolitizado, y del todo comprensible en su despolitización. Dijo mi tía que a lo mejor votaba a Vox en las próximas elecciones. Mi madre se escandalizó un poco. Pero mi tía afirmó ese voto posible sin que contradijera otras verdades: cosas que sé que son tan verdad, por ejemplo, como que mi tía me trata a mí de forma afectuosa, que no contiene su cerebro más retazos de transfobia, homofobia o racismo que la media, y que ese voto sugerido no era la expresión de una radicalización repentina, sobrevenida de la noche a la mañana.
¿Por qué se planteaba votar a Vox? No iba a votar al PSOE, porque Sánchez lo estaba haciendo fatal, aunque no supiera tampoco explicar con demasiado detalle qué era exactamente lo que el actual Gobierno había hecho fatal, pandemia, crisis y guerra mediante: sí sabía, con exactitud de tesis mediática, que «lo estaba haciendo fatal». No pensaba votar al PP, porque ella, camarera en un bar de ese extrarradio, de clase trabajadora, tampoco guardaba del PP un particular buen recuerdo. Ni le parecía Feijóo demasiado avispado. El voto posible a Vox era un voto de descontento general; y porque parecían los únicos que decían la verdad, o los únicos que quedaban oponiéndose firmemente a un Gobierno al que tampoco se sabe muy bien por qué se oponen más allá de los espantapájaros, o afirmando una verdad que ni ellos creen. Le conté la ausencia total de un programa municipal o autonómico de Vox, pensando que ya daría la batalla de las generales más tarde. Compró mis argumentos. Y entonces llegó la parte más curiosa.
Cuando le hablé de Yolanda Díaz, la reforma laboral, los ERTE o las subidas del salario mínimo interprofesional, mi tía reaccionaba positivamente, y valoraba todas esas medidas como aciertos que, a ella, francamente, le habían venido bien. Sólo le asustaba, y me preguntaba por ello, la posibilidad de que la ministra fuera comunista. Yo intenté desmentirlo invocando el sacrosanto diálogo social mientras pensaba en el miedo infinito a los rojos que los años habían sedimentado en tantas casas trabajadoras. Cuando le enseñé un vídeo de Rita Maestre hablando del plan de reindustrialización de su candidatura, o tratando cuestiones relacionadas con el transporte, ella le pareció solvente y todas sus propuestas perfectamente razonables. Mónica le gustaba menos. Mi tía confiaba en mi palabra y en la autoridad de los razonamientos que le proporcionaba. Y tuve la sensación, al final, de salir de esa casa habiendo cambiado el sentido de un voto que iba a ir a Vox.
No sé si fue así. Quién sabe lo que votará mi tía en las urnas este domingo. Bien puede votar lo que le dé la gana. Pero hablar con ella me hizo reflexionar sobre todos los votos de quienes no votan, los votos que otrora habían sido canalizados con ilusión de cambio en un sentido o en el otro, que se decantaban por la protesta; que piensan, en ocasiones con razón, que todos los políticos son iguales; que no están tan ideologizados como nuestra conversación pública o twittera. Salí de su casa con la sensación de que el mundo se parecía mucho más a mi tía que a nuestro infernal griterío público y sin remedio. Y deseé, ojalá, la existencia de personas suficientes como para mantener todas las conversaciones necesarias, de manos suficientes como para girar orientaciones. Desde el Casco Histórico se veían descampados, obras y aeropuerto; quién sabe si, también, el anhelo de una política que no dé por perdido el voto (o la vida) de personas como mi tía.
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