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Adelanto editorial

'Estado de alarma': la entrevista que no fue y los primeros pasos en la pelea contra la pandemia

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El 20 de octubre sale a la venta Estado de Alarma (editorial Península), una crónica sobre los “cien días que pusieron a España en jaque”, en el que cinco periodistas relatan desde el punto de vista sanitario, político y económico cómo afrontó el país el golpe inédito de la pandemia de COVID-19. Desde los días previos en los que se incubó el estallido infeccioso hasta la salida a la nueva normalidad que ahora ha vuelto a verse alterada por la llegada de la segunda ola de la enfermedad. Firmado por Pablo Linde, Carlos Sánchez, Elena Sevillano, Lucía Méndez y el redactor de elDiario.es, Raúl Rejón, adelantamos el capítulo 'Contención ampliada', que aborda cómo la multiplicación de contagios desembocó en la declaración del estado de alarma por segunda vez en la historia democrática de España.

Contención ampliada

Dos periodistas esperaban el 13 de marzo en la sede del Minis­terio de Sanidad para hacerle a Salvador Illa su primera entrevista en un medio escrito desde que tomó posesión de su cartera. A la hora de cerrar los detalles, solo unos días antes, sus asesores de comunicación acordaban los términos: «¿Será todo sobre el co­ronavirus o vais a tratar otros temas? No vais a preguntar por la mesa del procés, ¿verdad? Creemos que no es pertinente hablar de eso ahora».

La cita era a la una, tras una comparecencia junto a Fernando Simón. Pero pasaban diez, quince, treinta minutos de esa hora y ni siquiera habían salido todavía ante las cámaras. Eran cerca de las dos de la tarde cuando Miriam Lorenzo, la directora de comu­nicación del Ministerio, les anunciaba que la entrevista no se ce­lebraría: «Va a hablar el presidente del Gobierno». Como gesto de cortesía tras el plantón, el ministro recibió a los periodistas en su despacho durante unos minutos bajo la premisa de respetar el off the record. «Todavía no me acostumbro», se disculpaba Illa tras un espontáneo apretón de manos. No había grandes secretos que ocultar de aquella conversación; el ministro no soltaba prenda de lo que estaba a punto de anunciar Pedro Sánchez, aunque Mon­cloa ya había filtrado —una práctica que se convirtió en habitual durante toda la crisis sanitaria— que se había decidido declarar el segundo estado de alarma de la democracia española, y los me­dios lo estaban publicando.

Para ese momento, las calles del país ya presentaban un am­biente enrarecido. Había comenzado la recomendación del tele­trabajo, el cierre de las escuelas, así como la restricción de actos multitudinarios por culpa del coronavirus. El rumor persistente de toda la semana era que se iba a confinar Madrid, que ya se había convertido claramente en la zona cero de la epidemia en España, y la delegación del Gobierno incluso tenía preparado un plan para hacerlo en caso de que esta fuera la decisión final. Aunque la Co­munidad de Madrid insistía en que la medida no se contemplaba y que los madrileños estaban «en las mejores manos», la Guardia Civil y la Policía estaban listas para intervenir en aeropuertos, es­taciones de ferrocarril y carreteras si el Ejecutivo daba la orden.

Los periodistas se volvieron a sus casas —habían comenza­do el teletrabajo esa semana— sin entrevista y preguntándose en qué consistiría exactamente el estado de alarma. Se sabía que se decretaría, pero no cómo se iba a articular. Pocos apos­taban por que la decisión sería un confinamiento domiciliario para todo el país solo unos minutos antes de la comparecencia de Pedro Sánchez, que salió a anunciarlo pasadas las tres de la tarde, tras detectar 4.209 casos de coronavirus desde el comien­zo de la crisis, 1.259 ese mismo día. Habían muerto 120 perso­nas por la COVID-19.

Todo era consecuencia de un gran salto de diagnósticos que se produjo el domingo anterior, el 8 de marzo. Esa tarde, mien­tras miles de personas se manifestaban por las calles de la capital, los técnicos de la Comunidad Madrid llamaron a sus colegas del CCAES para confesarles que la epidemia se había descontrolado por completo. En la semana previa los positivos iban subiendo a un ritmo más o menos constante en la región, con unas decenas de casos cada día: 13, 18, 30, 23, 48, 37, 28. Ese domingo por la tarde tenían sobre la mesa 234 nuevos. En un solo día. Era el dato que la opinión pública conocería el lunes y que ya quitaba el sueño a las autoridades sanitarias.

El 9 de marzo la vieja normalidad comenzó a esfumarse; la fecha a partir de la cual ya nada sería igual en España. El pri­mer anuncio fue sutil. Tanto que, cuando Fernando Simón dijo por la mañana que ya se había detectado una «obvia transmisión comunitaria», sus palabras pasaron desapercibidas para muchos. Pero lo que realmente significaban era que el escenario cambia­ba. No lo nombraba, todavía se resistía a pronunciar claramente que la fase de control ya había pasado a la historia para entrar en una de mitigación de daños, pero no podían querer decir otra cosa. Hasta ese momento, Simón siempre hablaba de focos con­trolados, con algunos casos de origen desconocido que estaban en investigación. Pero la «transmisión comunitaria» era nueva, sinónimo de expansión descontrolada. Estábamos en el cuarto escenario de los cuatro que contempla la OMS en la evolución de una epidemia: el primero es previo a tener positivos; el segundo es cuando se registran casos aislados, y el tercero, el de los grupos de contagio controlados, como sucedía hasta entonces en España.

El paso adelante del coronavirus venía acompañado de uno atrás en la transparencia. Cuando había más preguntas que nunca en la rueda de prensa, el ministerio las restringió a tres, alegando cuestiones de agenda. Nunca había sucedido algo similar. En la sala donde solía comparecer, Simón siempre respondía paciente­mente todas las dudas que le planteaban, después incluso de que su equipo de comunicación intentara cortar las cuestiones. Le sa­bía mal irse sin responder alguna. Pero esta vez tuvo que hacerlo. Muchas preguntas que tenían en mente los periodistas carecían en ese momento de contestación. El ministerio y las comunida­des autónomas debían todavía decidir qué pasos daban ahora que el coronavirus estaba oficialmente descontrolado, ahora que no se podía hablar de brotes concretos.

Las primeras medidas contundentes

Fue una tarde de reuniones tensas, de las que salieron las prime­ras decisiones contundentes para frenar la pandemia, al mismo tiempo que Italia estaba decretando el confinamiento en todo el país. Lo había hecho antes para la zona norte, 16 millones de habitantes, pero había resultado insuficiente. Los técnicos del ministerio no eran por entonces muy partidarios de suspender las clases; no al menos si la decisión no venía acompañada de otras. Esto, pensaban, generaba unos trastornos que podían re­sultar contraproducentes: había que dejar a los niños en casa, a menudo con los abuelos, que son precisamente los más vulne­rables al patógeno. Y como por entonces se permitían todo tipo de actividades, lo más probable era que los pequeños fueran al parque o al centro comercial, estuvieran en contacto con otros menores, con la posibilidad de trasladar el virus a los mayores. Pero las comunidades afectadas estaban decididas a hacerlo. Era una medida que se había tomado, además de en Italia, en los países asiáticos que más eficazmente habían luchado contra el coronavi­rus —aunque no era la única— y suponía un descenso en la movi­lidad que creían necesario. Ante estos argumentos, el ministerio apoyó públicamente la iniciativa; no quería mostrar un ápice de discrepancia con los Gobiernos regionales, buscaba escenificar que todos iban a una. Esa tarde anunciaron la cancelación de cla­ses en todos los niveles Madrid y el País Vasco, donde no se aplicaba en todo el territorio, tan solo a las zonas más afectadas de Álava.

Ya por la noche invernal, el ministro compareció en rueda de prensa para explicar las medidas. Se resistió a admitir que España entraba en una fase de mitigación, así que la tituló «de contención ampliada». A falta de competencias, recomendaciones: teletrabajar cuando fuera posible, flexibilidad horaria y evitar reuniones en las zonas calientes (Madrid, La Rioja y Álava). Illa insistió en que en el resto de España la situación estaba controlada, pero aconsejó incre­mentar las precauciones: no realizar viajes innecesarios, fomentar el cuidado de los mayores, limitar las salidas, evitar lugares concurridos para quienes padecían enfermedades crónicas o pluripatologías y el autoaislamiento de todo el que tuviera síntomas. En esos casos se re­comendó permanecer en casa y llamar a los servicios sanitarios para que ellos valorasen si hacer pruebas para detectar el SARS-CoV-2. Había cambiado la definición de caso. Hasta el momento, los proto­colos establecían que solo eran personas susceptibles de someterse a ellas aquellas que hubieran estado en zonas de riesgo o hubieran tenido contacto directo con enfermos de COVID-19, más allá de las neumonías hospitalarias, que también se estaban testando. En ese nuevo escenario, tanto Madrid como País Vasco se convirtieron a esos efectos en zonas de riesgo, por lo que había que realizar test a todo el que presentara síntomas. Fuera de estas dos comunidades, los médicos serían los encargados de valorar si hacerlas.

Pero para entonces el sistema ya estaba completamente sa­turado. Era imposible diagnosticar a todo el que lo requería: no había capacidad. Y los servicios de salud pública estaban desbor­dados, especialmente en Madrid. Los rastreos, que se comenza­ban a hacer a duras penas con unas decenas de casos al día, eran imposibles de completar con cientos. Un epidemiólogo que se dedicaba a eso en la capital recuerda así esos días:

Son servicios preparados para seguir enfermedades de notifi­cación obligatoria (como tuberculosis o VIH), de los que te en­cuentras con unos pocos. El trabajo es entrevistarlos, buscar quién ha tenido riesgo de transmisión, localizarlos y a su vez hacerles una llamada para tratar de averiguar si han tenido posibilidad de contagio para, en su caso, hacerle las pruebas pertinentes. Un día productivo, un especialista puede completar esta tarea con tres, cuatro positivos, si quiere hacer bien el trabajo, preguntarle todo lo necesario, transmitirle la información importante. Ese lunes teníamos cientos. Y solo había una treintena de personas en todo Madrid. Las cuentas no salen.

Madrid acumulaba la noche de ese 9 de marzo prácticamente la mitad de los más de 1.200 contagios detectados en España. Esto era el doble que el día anterior. Al menos 74 personas estaban ya en la UCI y se contaban oficialmente 30 víctimas mortales. Los servicios de salud pública comenzaron a reclutar a todo el que tenían a mano con idea de epidemiología para ayudar a hacer las llamadas, a completar los formularios. «En la peor época algunos incluso pedimos a familiares que nos echasen una mano. Era un trabajo que comenzaba a las ocho de la mañana y terminaba a las once, cuando ya no podías más», relata este mismo trabajador.

Al final de esa jornada de lunes se decidió que los hospitales podrían posponer toda la actividad programada si necesitaban centrarse en la COVID-19. Las consultas de los especialistas, las pruebas para diagnosticar una enfermedad o comprobar su evolución, las intervenciones quirúrgicas no urgentes… Todo eso podría dejarse de lado para tener recursos con los que atender a los pacientes del nuevo coronavirus.

El 10 de marzo por la tarde, los especialistas del Hospital Universitario de Fuenlabrada (Madrid) llevaban todo el día es­perando directrices de sus coordinadores sobre cómo se iban a reorganizar debido a las exigencias que, entendían, iba a provocar la pandemia. El día anterior, la Consejería de Sanidad había co­municado que se preparaba una reorganización general por culpa de la pandemia, pero no había un plan concreto al que atenerse. Habían transcurrido casi veinticuatro horas sin más detalles. Al final de la tarde, los médicos recibieron un correo electrónico interno que, básicamente, decía dos cosas: la curva de la pande­mia hacía prever a los responsables sanitarios de la Comunidad de Madrid que el pico de presión asistencial llegaría, con suerte, hacia el 15 de abril. Quedaba más de un mes para eso. Una de las especialistas de ese hospital que recibió la comunicación decía justo después de leerlo aquella tarde: «Yo creo que ponen una fe­cha por optimismo, para dar un horizonte». El comentario nacía, admitía la misma médica, del convencimiento de que los respon­sables tenían una idea clara de lo que estaba ocurriendo. Por otro lado, el hospital se iba a prácticamente paralizar para volcarse en la nueva enfermedad. Aunque preocupados y mentalizados de que se avecinaban jornadas de gran exigencia, no imaginaron la dimensión de lo que estaba por llegar. Unos días después, los mismos especialistas contaban que casi todas las plantas y el perso­nal disponible ya estaban al servicio de la pandemia.

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