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Confinamiento absoluto: criar animales y cultivar la tierra, el súper en casa

Primitivo Regueira Cao posa para el fotógrafo en el alpendre contiguo a su casa, donde guarda las herramientas para criar animales y cultivar la tierra, que le permite tener un súper en casa durante el confinamieto por el estado de emergencia por el coronaviurs covid-19. Lechugas, cebollas, repollos, remolacha, judías, tomates, pimientos, patatas y frutas variadas. Comen sano. Su confinamiento es absoluto. El súper es su casa. Crían conejos, cerdos y gallinas y sus despensas siempre están a rebosar.

EFE

Santiso (A Coruña) —

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Lechugas, cebollas, repollos, remolacha, judías, tomates, pimientos, patatas y frutas variadas. Comen sano. Su confinamiento es absoluto. El súper es su casa. Crían conejos, cerdos y gallinas y sus despensas siempre están a rebosar.

María tiene 83 años. En su aldea, Casares, en el ayuntamiento de Santiso (A Coruña), solamente hay dos casas habitadas, la de sus vecinos y la suya. No hay muchas personas con las que hablar pero todas las horas de cada día ella las ocupa, porque cultiva y cría.

Sus rutinas son las mismas que antes de la emergencia sanitaria. Así que enclaustramiento total. Lo que hace le permite rebajar el importe anual de la cesta de la compra y además estar en forma. Se vale para todo, aunque con una gran humildad diga que la edad pesa.

“Esto del Covid-19 debe pegar duro en ciudades. Aquí por ahora como siempre. Pero echo de menos a mis bisnietos”, cuenta a Efe.

Tiene cuatro. Con dos chiquillos, que son hermanos, Pablo y Manuel, ha convivido un mes, el que sus padres han estado aislados por coronavirus. A los otros dos, Paloma y Héctor, lleva ese tiempo sin verlos, y el que falta, porque los padres de ellos son médicos.

La pandemia ha llevado a colocar en los balcones lazos negros que buscan suplir el duelo presencial y de ese color se viste esta mujer valiente y honrada que multiplica su tiempo de siembra y cosecha, de cocina, lavado, costura y plancha. Su marido Antonio, que nunca tuvo coche y se movía en tractor, su “descapotable”, murió hace algo más de un año. Ella lleva por su pérdida un luto que cumple a rajatabla.

Isolina, hermana de María, se casó con Pepe, hermano de Antonio. Dos hermanas para dos hermanos. A veces la vida tiene casualidades, razona ella que hasta hace no tanto ordeñaba vacas.

¿Y los cerdos? En 2019 tuvo tres. ¿Y ahora? Lo que ocurre es que se compran en esta época y se van cebando entre abril y diciembre. Matan, igualmente, un ternero cada año.

María vive con su hijo Manuel, de 62 años, docente jubilado. Él es el marido de Ana, maestra de niños con necesidades especiales y la otra pata de este hogar con una finca de 6.000 metros cuadrados.

“Como se ve, aquí hay abastecimiento alimentario. Urgencias no. Nada que envidiar a las estanterías de una gran superficie”, cuenta la entrañable anciana mientras hace una visita al invernadero libre “de sulfatos”, -su pasión-, y recoge huevos. Manuel añade: “Tenemos carne de cerdo, de ternera, de conejo, de pollo y huevos”. Por lo tanto, solamente compran productos de higiene, pescado y aceite. Y cuentan con provisiones más que suficientes.

Frutas y hortalizas, a espuertas. Naranjas dulces “riquísimas”, mandarinas, manzanas de tres clases, peras, kiwis, higos, fresas, frambuesas, nogales, tomates, limones, pimientos, cebolla, patatas, calabacines, repollos, coliflor, nabos, grelos... Y un largo etcétera. La lista es interminable. Las mermeladas, las elaboran.

El dinero siempre les ha entrado a María y al difunto Antonio por la producción de leche y así han sacado adelante a su único hijo, que solo echa de menos el café diario que antes sí se tomaba fuera.

La prueba de que esta familia ha levantado todo desde cero es que la que hoy es caseta de animales, antes fue su propia residencia, la pegada a la “nueva”.

Primitivo, haciendo honor a su propio nombre, mantiene al día las prácticas que algunos denominan como ancestrales. Su edad es menor que la de María: 55 velas son las últimas que ha soplado. “Tengo en mi tierra de todo”, confiesa.

Él trabaja de eso además, de arar, de cooperar en la siembra. Sus clientes son fieles, aunque “Tivo”, diminutivo por el que se le conoce, se queja de que “ya nadie echa nada, la costumbre se está perdiendo, cuando antes bien que se plantaba. Desaparece todo”.

Recluido en su casa de Noia, la crisis sanitaria no humilla su frente ni su ánimo, pero sí hace que le dé más vueltas a la cabeza. Quizá porque, disminuida su frenética actividad, nota que tiene cadera, brazos y piernas “doloridos” y se tiene que medicar.

“La salud va marchando. Ya había ido al médico. Los abusos se pagan”. Lo dice alguien que se desloma. Que se vuelca en todo lo que hace sin mirar el reloj. No sabe actuar de otra manera, aunque en los últimos tiempos haya aprendido a medir un poco. Por ejemplo, ya no tiene ganado vacuno. Pero sí porcino, avícola y de cunicultura.

Su lista es similar a la de María, así que reproducirla sería duplicar. Primitivo piensa todavía en pesetas. Y aprecia carestía. “Antes de todo esto, compré un tornillo y me pidieron tres euros. Quinientas perras”, se escandaliza.

A él el fin de las bolsas de plástico gratuitas no le ha afectado. A su terreno va con las cestas de mimbre que él mismo confecciona. Empezó con 9 años, de manera autodidacta, motivado por los capachos que hacía un vecino y que al cabo del tiempo rompían.

Las tiene de todos los tamaños y formas, cuadradas, alargadas y redondas. ¿Y cuánto invierte en estas canastas? “La materia prima. Y la luz, cuando se hace ya de noche”.

Conchita, de 72 años, y Luis, dos más, están en un apartamento de 43 metros cuadrados en Ourense. Son población de riesgo, él por un serio problema cardiovascular y ella por hepatitis autoinmune. Su casa de aldea pertenece a la parroquia de Santiago de Amoroce, en el vecino municipio de Celanova. Allí está Roberto Álvarez, uno de los cuatro hijos de este matrimonio -uno de lo cuales ha fallecido-, que regresó de Madrid y se inició en esta profesión a los 33 años. Todos le conocen como “el ganadero Optimismo”, que no abunda en el sector.

“Tenemos proveedores maravillosos”, asegura a Efe Conchita, que en este encierro “total” practica Reiki, para canalizar su energía vital, y Mindfulness, la técnica de concentración en el momento presente que hace furor.

A ella le encanta coser. Tenía máquina, tela y gomas y se puso manos a la obra para que Raquel, hija de una amiga suya, tuviese al inicio equipos de protección en su residencia de mayores, con 176 personas, y cero positivos. Metió todo en una caja de zapatos y esa chica recogió en la entrada el envío, que viajó en ascensor.

Ahora está Conchita con una blusa para Olivia, una de sus nietas. Tienen cuatro. Nuno es el mayor. Antón y Lois son los otros dos.

No los ven ahora, pero han conocido a dos pequeños vecinos, Airas y Breixo, con los que han forjado un estrecho lazo. Unos y otros, ni siquiera sabían que vivían ahí.

Ana Martínez

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