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La precariedad convierte a los trabajadores en el principal vector de contagio de COVID-19 en las residencias

Una trabajadora atiende a una anciana en una residencia de Madrid. EFE/Mariscal/Archivo

Marina Estévez Torreblanca

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A Silvia en la residencia le daban una mascarilla quirúrgica cada semana (se supone que duran 4 horas) y una FFP cada diez días (no suelen tener más de 10 horas de eficacia). Llegó a estar 20 días trabajando sin parar. Cuando llegaron los trajes de protección EPI se almacenaban juntos los de los tres turnos de trabajo, por lo que algunos compañeros se los llevaban a casa, aunque estaba prohibido. “El tiempo que yo estuve fallecieron 110 ancianos con COVID”, relata. La falta de protección de los trabajadores que más contacto tienen con el virus fue una de las claves en el fracaso de la gestión de la epidemia en la primera ola. Pero puede que no sea la lección mejor aprendida.

La mitad de las muertes de la segunda ola están volviendo a darse en estos centros geriátricos. Y según un reciente informe de ActuarCOVID, un grupo de más de mil sanitarios que avala análisis independientes sobre la evolución de la enfermedad, el grupo de trabajadores de residencias de ancianos más afectados por la COVID son las auxiliares, las que están más cerca de los residentes, ya que les dan de comer y les asean, y las que sufren una situación laboral más precaria.

Los empleados –también hay casos entre personal médico, de enfermería o de limpieza– son el vector principal de transmisión, alerta el informe. Mucho más que los familiares, donde ahora se pone principalmente el foco, prohibiendo las visitas o restringiéndolas duramente. La falta de contacto con sus allegados está suponiendo graves problemas psicológicos para los residentes.

Lo que ha quedado demostrado durante la epidemia de COVID-19 es que la precariedad de las condiciones laborales y de vida de algunos colectivos acaba teniendo una repercusión epidemiológica y sanitaria en el resto de los sectores de la población. Ya se puso de manifiesto con los brotes entre temporeros en el Noreste de la Península, origen de una nueva cepa que se extendió por toda Europa según una reciente investigación y así se está repitiendo en las residencias.

Salarios dignos para no trabajar en más de un centro

Las trabajadoras (en un 90% son mujeres) “están en riesgo de contagio en las comunidades donde residen y pueden introducir la infección en las residencias. También pueden infectarse en las residencias y transmitir la infección a sus familiares y allegados. Por último, se corre el riesgo de que trasmitan la infección a otras residencias cuando alternan su trabajo en varias”, alerta el informe, centrado en la Comunidad de Madrid. La epidemióloga María Victoria Zunzunegui, que es su redactora principal, tiene claro que “hay una relación muy estrecha entre infección en residentes y personal”. Consultados otros epidemiólogos, sus criterios al respecto son coincidentes. Fernando Rodríguez considera a los trabajadores “los principales vectores de la infección dentro de las residencias”, mientras Jonay Ojeda señala que “si se cumplen las medidas de seguridad y las visitas están controladas, es la hipótesis más probable”. “Si hay transmisión comunitaria del virus en el ámbito que rodea a la residencia, aumenta la probabilidad de que el trabajador ”lleve“ el virus dentro, especialmente en aquellos territorios con menos impacto en la primera ola y donde la inmunidad natural sea menor”, añade.

Un reciente estudio del CSIC también se refiere a la necesidad de establecer “grupos burbuja” similares a los de los centros educativos en las residencias. Pero ¿cómo pedir a una trabajadora cuyo salario a tiempo completo apenas llega a 900 euros o a 500 si es de media jornada que no busque otro empleo a tiempo parcial en otro centro? Lo que propone ActuarCOVID, tomando el ejemplo de lo que se ha hecho en países como Canadá, es completar el salario hasta que sea lo suficientemente digno como para que no tengan que trabajar en más de un centro.

La crisis sanitaria estalló con muchos asuntos pendientes de cerrar en el sistema de dependencia. Los sindicatos habían pedido a la Vicepresidencia de Derechos Sociales una inyección de presupuesto de 4.000 millones en total durante toda la legislatura, y presionaban a la patronal para que firmase el VIII Convenio de las trabajadoras, paralizado desde noviembre. Afecta a casi 200.000 de todo el país. La última oferta de CCOO y UGT fue una subida salarial total del 10% de forma que los salarios base más bajos llegaran alcanzar los 1.000 euros en 14 pagas. Anunciaban por todo ello un marzo de movilizaciones que la pandemia canceló.

Gracia Álvarez, responsable de Dependencia de UGT, explica que “las empresas intentan ajustar lo que pueden y contratan a gente para el pico de la jornada”. La propia dinámica de los horarios favorece la situación: hay trabajadores trabajando 12 horas seguidas o hasta 14 durante una semana y después con dos o tres días libres, que utilizan para trabajar en otra residencia, en vez de para descansar.

Es el ejemplo de Silvia, que trabajaba como técnico de cuidados auxiliares de enfermería (TCAE) a media jornada por las mañanas en una residencia privada de Madrid por algo menos de 500 euros y a jornada completa en otro centro de 15 a 22 horas por 900. Cuando empezó la pandemia renunció al de la mañana por agotamiento e imposibilidad de compaginar los dos trabajos por el alargamiento de los horarios. En el que se quedó, una importante residencia madrileña que no quiere que aparezca citada, pasaron de ser diez auxiliares por cada noventa ancianos a la mitad de personal, ya que hubo numerosas renuncias al trabajo por miedo a la pandemia.

La situación es mejor en las residencias públicas para sus trabajadores en términos salariales, pero también arrastran problemas como la falta de personal. Juan Carlos García, técnico auxiliar en la residencia de Arganda del Rey, explica que su salario es de 1.289 euros mensuales netos, frente a los 900 que se suelen cobrar como máximo en la privada. Pero igualmente considera que “se está exprimiendo” a los trabajadores: “Hay muchas bajas por COVID que no se están cubriendo y las bolsas de empleo están cerradas, pese a que hay muchos auxiliares y sanitarios parados y en casa”, denuncia.

En España hay 380.000 plazas residenciales, según datos del Imserso. Son 4,21 por cada 100 ciudadanos mayores de 65 años, menos que hace diez años y por debajo de las cinco plazas que recomienda la Organización Mundial de la Salud (OMS). Junto a ello, el modelo se basa fundamentalmente en las concesiones: el 75% del total de plazas está en manos privadas, pero el 59% se financian con dinero público.

Como explica María Victoria Gómez, responsable de Negociación Colectiva de la Federación de Sanidad y Sectores Sociosanitarios de CCOO (FSS-CCOO), la ratio mínima de trabajadores por residente es muy baja: 0,35 por usuario, y piden que el Gobierno la eleve. Pero además, recuerda que las personas que entran en una residencia van empeorando en sus condiciones y necesidades de cuidados. “También es un problema de mercantilización. Es un servicio que se está prestando de manera indirecta por empresas privadas que tienen como objeto su margen de beneficios, lo que va en detrimento de la calidad”, recalca.

Este viernes ha comparecido en la Asamblea de Madrid la directora de la residencia Amavir en Alcorcón, 44 de cuyos residentes fallecieron durante la primera ola de la pandemia: “He vivido una guerra sin medios y me siento juzgada como una asesina”, ha dicho. Según su relato, vivió aquellos momentos en la residencia “sin medicalizar, con las derivaciones bloqueadas y sin una coordinación con la Consejería de Sanidad ni la de Políticas Sociales”. Se trata de una residencia con plazas concertadas, es decir, financiada con dinero público pero de gestión privada.

Pruebas PCR o de antígenos con periodicidad al menos semanal

Entre marzo y agosto, cuando fue despedida por la bajada en el número de internos (cada uno de los cuales paga una cuota de 3.000 euros mensuales, asegura), a Silvia se le hicieron dos pruebas PCR en total y tuvo que afrontar otras por su cuenta, ya que convive con familiares de riesgo.

La recomendación de ActuarCOVID, de nuevo basada en la experiencia de otros países, es que se realicen pruebas de PCR o antígenos a todo el personal de las residencias de ancianos con una periodicidad al menos semanal, como se hace en lugares como Nueva York. Esta medida se debe completar con el aislamiento de infectados y el rastreo de contactos y pruebas regulares también a los residentes con una periodicidad que dependa de la situación de infección en la zona y en los trabajadores.

“Estamos en una situación epidémica con transmisión muy alta (la incidencia acumulada en España supera los 500 casos por 100.000 habitantes en 14 días con datos del 12 de noviembre) y la mitad son asintomáticos”, recuerda Zunzunegui. A su juicio, estas pruebas se han demostrado como “la mejor manera de controlar el virus” en residencias, ya que ahora “cuando detectamos casos el incendio ya está ahí”.

Además, el personal en muchos casos, según denuncian, no ha recibido ni la formación ni los materiales adecuados para afrontar una situación de emergencia como la que se vivió desde marzo y la que se está volviendo a producir.

Esta situación se da en otras partes de España. En la Región de Murcia, los técnicos en cuidados auxiliares de enfermería (TCAE) que han sido contratados por el Servicio Murciano de Salud ante la emergencia vivida en los geriátricos están empezando a manifestar su malestar ante la falta de “medidas higiénico-sanitarias” que están encontrando en algunos de estos centros. En muchas ocasiones las personas que se incorporan al servicio “vienen de la bolsa de trabajo y carecen de formación. Llegan con miedo y a veces renuncian el primer día de trabajo”.

La figura del cuidador voluntario

A este panorama se une el drama de una soledad para los ancianos multiplicada por la pandemia. En la mayoría de los casos se les ha prohibido la salida de las residencias y los familiares tienen muy restringidas las visitas. El Consejo Interterritorial del Sistema Nacional de Salud adoptó una resolución el 14 de agosto de 2020: “En condiciones de alta incidencia (…) se limitarán las visitas a una persona por residente, extremando las medidas de prevención, y con una duración máxima de una hora al día. (...) Además, se limitarán al máximo las salidas de los residentes”. Medidas que en algunos casos las propias comunidades y residencias endurecen más todavía.

“Mi madre tiene 89 años. Hace diez años que recibió un diagnóstico de Alzheimer. Hace dos años sufrió una grave caída y como consecuencia ingresó en una  residencia. Todo iba bastante bien hasta que apareció la COVID-19”, relata una familiar en el informe. “En abril mi madre estaba deshidratada y desnutrida (perdió 20 kilos) y la llevamos a casa, donde la tuvimos hasta finales de julio. No podíamos garantizar sus cuidados en casa sin ayudas y hasta el fin de su vida y nos daban 45 días desde el final del estado de alarma para reingresar y ocupar su plaza. Ahora podemos ir a verla una vez por semana, un visitante durante 50 minutos y sin entrar en la residencia”.

Para ActuarCOVID “lo que era un protocolo de coordinación sociosanitaria de la Comunidad de Madrid se ha convertido en una política empresarial que con frecuencia redunda en un trato inhumano y degradante de los residentes y de sus allegados, sin ninguna evidencia de que esto sirva para prevenir los brotes epidémicos”, llega a denunciar el informe, destacando que es algo que no solo ocurre en esta comunidad. Es más económico restringir la entrada de los familiares que contratar a más personal o pagarles pruebas de COVID más frecuentes.

Zunzunegui considera “irracionales” unas restricciones tan duras: “la bibliografía demuestra que los virus entran en las residencias por los trabajadores, muy anecdóticamente por familiares”, asegura. Y recuerda que el aislamiento lleva a un deterioro funcional, físico y cognitivo muy acelerado en las personas mayores. “Han metido a estas personas en sus dormitorios, prácticamente recluidos”, lamenta.

Una propuesta de ActuarCOVID es trasladar a España la figura del cuidador familiar, que funciona por ejemplo en Holanda, y distinguirla de las visitas sociales. “Los cuidadores familiares voluntarios pueden ayudar en las comidas, la movilidad, la higiene personal, la estimulación cognitiva, la comunicación, la conexión significativa, la continuidad de la relación y la ayuda en la toma de  decisiones” sobre su familiar o amigo internado en una residencia, sostienen. A estos familiares de referencia (podrían ser uno o varios) les deberían exigir las mismas responsabilidades y medidas preventivas que a los trabajadores, y tendrían una entrada ilimitada al centro.

“Mi madre falleció de COVID el 1 de mayo y todavía no era su hora, tenía una vitalidad tremenda. No me pude despedir de ella”, lamenta Carmen López, portavoz de Marea de Residencias. Esta organización ha colaborado en el informe de ActuarCOVID. “Casi me siento aliviada por cuando falleció, sin visitas tengo claro que se habría dejado morir. Llevan ya ocho meses aislados”, señala.

Si tienes información sobre la situación en las residencias de ancianos durante la pandemia, escríbenos a pistas@eldiario.es

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