Cuando la tierra habla y alguien escucha: qué hace un anillo infantil en el baño de un campo de concentración franquista
A veces la tierra habla. Cuenta cosas si al otro lado hay quien le pregunta, pone el oído y escucha. Alguna gente conoce su lenguaje y puede ver a través de lo que para otros puede pasar desapercibido. Lo saben bien los arqueólogos que excavan el suelo para desenterrar las historias de represión y violencia que el franquismo buscó silenciar, hacer desaparecer como a sus muertos. Lo que no se imaginó el régimen es que 80 años después del final de la Guerra Civil, un trozo de una botella de cristal hallado entre los restos de un campo de concentración o un anillo infantil descubierto en sus letrinas permitiría reconstruir lo que se quiso enterrar para siempre.
Son dos de los centenares de objetos aparecidos en el campo de concentración franquista de Albatera, donde Franco encerró a los republicanos que no pudieron huir por el puerto de Alicante en abril de 1939. En este, uno de los 300 campos documentados, estuvieron entre 12.000 y 16.000 prisioneros sometidos a pésimas condiciones hasta que fuera desmantelado y reducido a escombros. Aunque a ras de suelo es imposible verlo, una foto aérea tomada por el ejército americano a mediados de los años 40 permite apreciar perfectamente sus limites.
El rastro de lo que allí pasó lo sigue el arqueólogo Felipe Mejías y su equipo, que en su cuarto año consecutivo de trabajo en búsqueda de fosas comunes y los restos del campo ha rescatado verdaderos tesoros. Objetos usados por los prisioneros que permanecieron ante el paso del tiempo esperando a que alguien les diera un sentido. “Hubo un intento claro de ocultación de estos lugares, no existe documentación y al final la única manera de poner en pie un relato histórico tiene que ver con la arqueología. Los objetos nos dan mucha información, nos ayudan a explicar lo que sucedió y nos cuentan las condiciones de vida o muerte de los que allí estuvieron”, explica Mejías.
Los arqueólogos han ido excavando la zona hasta llegar a lo que fueron los barracones y en uno de ellos localizaron los aseos. Allí, dos arquetas sifónicas guardaban los objetos que habían acabado en los váteres, entre ellos un anillo de oro muy pequeño. “Era un anillo infantil, pero allí no hubo niños. ¿Cómo acabó en el retrete de un campo de concentración? Sabemos que los prisioneros entraron con los objetos de valor que habían podido sacar de sus casas, lo que haríamos todos en caso de guerra. Y que al segundo día les expoliaron, pero también que muchos, jugándose la vida, prefirieron ocultarlos o directamente tragárselos antes que entregarlos. Por eso hemos encontrado joyas como relojes, cadenas de plata, gemelos...Muchos, como el dueño del anillo, nunca pudieron recuperarlos”, cuenta Mejías.
Los relatos son incontables. En estos lugares de represión franquista es frecuente hallar también restos de recipientes de medicamentos que, los que tuvieron suerte y pudieron recibir algo de ayuda de sus familiares, utilizaron para paliar las enfermedades causadas por las insalubres condiciones y la pésima alimentación. Es el caso de un pequeño fragmento de cristal con las letras 'CAR' hallado en los baños. El equipo pensó que se trataba de agua carbonatada, pero la arqueóloga y antropóloga Andrea Moreno, experta en cultura material del siglo XX, dio con la clave: era un trozo de una botella de agua de Carabaña, muy popular en la época como laxante para tratar el estreñimiento.
Mejías explica que esta fue una de las patologías que sufrieron casi todos los prisioneros de Albatera, la mayoría de forma crónica, lo que “ocasionaba la muerte de muchos”. De hecho, otros remedios para paliarla han aparecido en prospecciones posteriores, entre ellos, restos de botellitas de citrato de magnesia, un jarabe elaborado con extracto de cítricos elaborado por el médico valenciano Agustín Trigo usado como laxante o decenas de taponcitos diseminados por toda la superficie del campo de botes de pomada contra la sarna, enumera el arqueólogo.
Un peine partido en dos
Para desentrañar la historia que esconden los objetos no basta con recuperarlos de la tierra. Hay que saber interpretarlos, o dicho de otra manera, “hacerles las preguntas correctas”, en palabras de Andrea Moreno. La arqueóloga conoce bien el caso de las fosas de Paterna (Valencia), donde se calcula que fueron asesinadas más de 2.000 personas. “¿Qué significa que alguien que es fusilado lleve en el bolsillo una cuchara?”, se pregunta por una de las exhumaciones. “No es habitual, pero en su contexto, es decir teniendo en cuenta que venían de las cárceles, estos objetos nos hablan del hambre en las prisiones”.
Moreno recuerda la aparición en otra exhumación de un peine partido en dos, cada mitad en posesión de una persona distinta. “Lo más plausible es que fueran amigos o compañeros y lo compartieran, pero en un contexto represivo, seguir mínimas rutinas de cuidado ante el intento de deshumanización y la insalubridad de las cárceles, es un ejercicio de resistencia”. Con este ejemplo ilustra la experta la importancia de la interpretación: “Los objetos no hablan por sí solos, hay que estudiarlos científicamente y leerlos en el contexto. Nos podemos quedar con que es solo una cosa, pero en realidad dan mucha información sobre el pasado”.
La munición, por ejemplo, es otro de los elementos que con más frecuencia aparece en estos espacios de represión. Un tipo de objeto que ilustra a la perfección cuánto depende el lugar en el que aparezcan las cosas para desentrañar su significado. Y es que no es lo mismo que un cartucho esté cerca de una torre de vigilancia del campo, lo que podría suponer que los vigilantes perdían de vez en cuando munición, que no. En Albatera, el 90% son balas Mauser, las que utilizaba el Ejército franquista. “De ellas, un 5 o 10% están disparadas y aparecen en el espacio central del campo, donde los testimonios orales nos dicen que se fusilaba a gente”, afirma Mejías.
En la última campaña de excavación en el campo, el equipo ha descubierto algo curioso: han dado con munición de armas de avancarga, que según explica el arqueólogo, “se dejaron de usar en España tras la tercera guerra carlista, en 1876”. ¿Por qué estarían ahí varias décadas después? “Sabemos por testimonios que paramilitares y falangistas entraban diariamente al campo a hacer sacas y que este tipo de arma no la usaba el ejército regular. La hipótesis es que ellos llevaran el arma que tenían en casa de sus familiares y la usaran en Albatera”.
La huella de las mujeres
La materialidad, como la llaman los expertos, ha sido clave en el Valle de Cuelgamuros, donde se han excavado los espacios en los que vivieron los presos que construyeron el mausoleo y sus familias. La arqueología ha sido también en este caso “la única manera de aproximarse a la cotidianidad del lugar”, especifica Luis A. Ruiz Casero, uno de los miembros del equipo de arqueólogos que se encargaron, capitaneado por Alfredo González Ruibal. Los casi 2.500 materiales recogidos en la intervención “ofrecen una buena panorámica” de la vida en este destacamento penal, detalla la memoria del proyecto.
Bajo medio metro de escombros, la escena emergió casi intacta, como si la vida hubiera quedado detenida: hasta dos botellas con líquido en su interior permanecían en una fresquera de piedras dentro de una chabola; también un par de alpargatas reposaban a un lado de la entrada reproduciendo la costumbre de dejar el calzado al entrar en casa. Los hallazgos son “muy elocuentes” de las condiciones de vida: de nuevo, aparecieron medicinas para el estreñimiento, pero también trampas para pájaros y conejos “para complementar la pobre alimentación”. También las ausencias son significativas. No había ni huesos de animales, lo que “revela una dieta sin carne” ni elementos de higiene. La aparición de suelas diminutas de zapatos revela la presencia de niños muy pequeños.
Aunque los campos fueron fundamentalmente para hombres, también en estos lugares está la huella de criaturas y mujeres, represaliadas de otra manera por el régimen. En Albatera, de hecho, los arqueólogos están buscando en lo que fue el exterior del espacio, tras la alambrada. Y lo que están encontrando son objetos “vinculados o usados por las mujeres” que venían a intentar ver a sus hermanos, padres o esposos prisioneros y darles algún paquete. Mejías lo explica: “Han aparecido unos circulitos de plomo que al principio no sabíamos que eran hasta que dimos con que se trataba de una especie de pesas que se colocaban en los dobladillos de los vestidos para que tuvieran vuelo”
En objeto casi simbólico se ha convertido la lata reciclada en taza del campo de concentración de Jadraque (Guadalajara). Siete u ocho de estos materiales fueron recuperados por los arqueólogos que lo intervinieron, entre los que estaban Ruibal y Casero. Se trata de latas de conserva a las que alguien colocó un asa de alambre trenzado. Que sean todas iguales hace pensar que están hechas por la misma persona. “Puede parecer insignificante, pero este objeto nos habla de la carestía que sufrieron y también nos cuenta una historia de resistencia. A pesar de haber perdido la guerra y estar donde estaban, algunos esperando a ser fusilados, había quienes luchaban por seguir viviendo un día más”, según Casero.
Los objetos nos cuentan cosas pero hay que preguntarles. Basura o insignificancia para unos, para otros, los que conocen la lengua en la que habla la tierra, los objetos de la represión son casi textos en los que leer el pasado. Esa brecha sigue impresionando a Mejías cada vez que pisa Albatera: “Dos años antes de que empezáramos a trabajar nosotros aquello eran zonas de cultivo y allí podías ver a decenas de agricultores cosechando dentro de los límites de lo que fue el campo de concentración e ignorando lo que había bajo sus pies. Después nos hemos encontrado de todo. Ese contraste entre la ignorancia y el silenciamiento y lo que pasó allí es increíble”.
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