Chicago, 1924: dos universitarios ricos secuestraron y mataron a un niño solo para probar que podían cometer el crimen perfecto
Habían leído a Nietzsche con la misma ligereza con la que otros hojean un periódico. Para Nathan Leopold y Richard Loeb, la idea del superhombre era un proyecto vital. Su plan no buscaba dinero ni venganza. Conocían a la víctima, pero ni siquiera tenían una relación personal. Lo que querían era probar que podían matar a alguien por puro deseo, sin consecuencias. Y eligieron a un niño de 14 años.
El cuerpo de Bobby Franks apareció abandonado en una zanja al día siguiente de su desaparición. Para entonces, el engaño del supuesto secuestro ya se había desmoronado. Loeb había olvidado que las gafas que usaba eran de montura muy poco común. Una de esas gafas apareció junto al cadáver, y la policía tardó poco en relacionarlas con él. La confesión no tardó en llegar. Pero lo que más desconcertó a los investigadores no fue la brutalidad del crimen, sino el motivo que los dos estudiantes ofrecieron con frialdad: querían saber qué se sentía al matar.
Fingieron un secuestro para despistar a la policía y sentirse superiores al resto del mundo
Según declararon, habían pasado meses preparando cada detalle del asesinato. Falsificaron nombres, alquilaron un coche a nombre de un tercero, crearon una ruta para evitar ser vistos y redactaron una carta de secuestro con máquina de escribir, para pedir un rescate y desviar la atención de la policía. Eligieron al niño al azar el mismo día del crimen, lo interceptaron al salir del colegio y le ofrecieron llevarlo a casa. Como sabía quiénes eran, aceptó.
Ya dentro del coche, uno de los dos —nunca se aclaró cuál— lo golpeó con un cincel y lo asfixió con una toalla. Luego envolvieron el cuerpo en una manta, lo llevaron en maletero hasta Indiana y lo escondieron en una alcantarilla de una zona aislada.
Leopold y Loeb tenían dinero, educación y futuro. Estudiaban en la Universidad de Chicago y provenían de familias acomodadas. Durante meses planearon el crimen con detalle, diseñando pistas falsas y redactando una carta anónima con instrucciones para el pago de un rescate. El objetivo era disfrazar el asesinato como un secuestro y demostrar que podían mantener el control de la situación incluso tras el crimen. Sin embargo, la precipitación del hallazgo del cuerpo y la torpeza de algunas pruebas hicieron que su supuesta inteligencia quedara en evidencia.
La defensa no buscó justificar lo injustificable, sino evitar la pena de muerte
Cuando fueron detenidos, el caso acaparó la atención de todo Estados Unidos. No solo por la brutalidad del crimen, sino por la figura que apareció entonces para evitar la pena de muerte: Clarence Darrow. El abogado ya era famoso, y más aún lo sería un año después, tras defender a un maestro en el llamado juicio del mono.
En este caso, aceptó el reto de convencer al juez de que matar a Leopold y Loeb no era un acto de justicia, sino un retroceso civilizatorio. Su defensa fue larga, elaborada y directa. Según recogió la prensa, Darrow señaló que “el tribunal siente que es su deber decir que los acusados son anormales. De lo contrario, no habrían cometido el crimen”. El juez aceptó la petición de la defensa. Condenó a ambos a cadena perpetua por asesinato y a 99 años más por secuestro.
Loeb fue asesinado por otro recluso en 1936, mientras que Leopold fue liberado en 1958. Tras salir, se instaló en Puerto Rico, donde vivió discretamente, escribió sobre aves y trabajó como docente. Su vida posterior fue todo lo opuesta a la violencia que marcó su juventud.
La moral sin empatía y la banalidad del mal
El caso no marcó un antes y un después en los archivos policiales de Estados Unidos. El asesinato de Bobby Franks se convirtió en material de literatura, cine y teatro. En 1929, Patrick Hamilton estrenó en Londres la obra Rope, inspirada directamente en el crimen. Alfred Hitchcock adaptó esa misma pieza en 1948, con una película que experimentaba con el plano secuencia y trasladaba la historia a Nueva York. El resultado fue tan inquietante como el propio crimen.
En los años 50, el escritor Meyer Levin publicó Compulsion, una novela basada en el caso, que generó gran rechazo por parte de Leopold. Intentó bloquear su publicación y demandó sin éxito a sus editores. Según relató tiempo después, “el impacto de Compulsion en mi estado mental fue terrible. Me produjo náuseas, literalmente”.
Todavía sigue debatiendo cómo es posible que dos jóvenes privilegiados decidieran matar solo por curiosidad intelectual. El caso plantea un dilema que no ha perdido vigencia: cómo se interpreta la moral cuando se separa de la empatía. A día de hoy, Leopold y Loeb siguen siendo el ejemplo más extremo de esa pregunta.
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