El día que el mundo supo que la atmósfera estaba rota y decidió arreglarla sin perder décadas discutiendo
Pocas palabras generan tanto desgaste diplomático como consenso. Esa idea, teóricamente sencilla, se ha convertido en un muro que bloquea decisiones urgentes y necesarias como la lucha contra el cambio climático.
En cualquier cumbre internacional, lograr que potencias mundiales se alineen, aunque sea en mínimos comunes, suele derivar en negociaciones interminables que acaban produciendo declaraciones genéricas.
La rivalidad geopolítica, los intereses comerciales y los cálculos electorales se imponen casi siempre al bien colectivo. Lo más habitual es que las partes salgan del encuentro celebrando avances formales que no cambian nada.
Y eso ha hecho aún más evidente la diferencia con un precedente histórico que, cuatro décadas después, sigue siendo difícil de replicar: el acuerdo global para proteger la capa de ozono.
Shanklin, Farman y Gardiner descubrieron el problema analizando años de registros
Cuando Jonathan Shanklin llegó a la base de Halley con un nuevo espectrofotómetro Dobson, solo pretendía comprobar si las anomalías detectadas en los registros anteriores eran producto de un fallo en el aparato.
Su misión, en principio, era rutinaria. Sin embargo, el dispositivo confirmó que el descenso en los niveles de ozono era real y sostenido. El patrón, que al principio parecía una irregularidad puntual, terminó revelando un problema ambiental de gran magnitud.
La investigación no empezó como una búsqueda deliberada. Joe Farman, Brian Gardiner y el propio Shanklin simplemente llevaban años recogiendo datos sobre la atmósfera antártica.
Según explicó Shanklin al medio IFLScience, la conexión se hizo evidente al analizar una década de registros anteriores: “Fui atrás, a los diez años desde que él había escrito su informe principal, y pude demostrar que esto era sistemático”.
El estudio, publicado el 16 de mayo de 1985 en la revista Nature, mostró con claridad que la capa de ozono sobre la Antártida sufría un deterioro acusado cada primavera. Aquello contradecía las teorías predominantes, que esperaban encontrar el daño en zonas tropicales, a mayor altitud y por una vía química distinta. Pero las mediciones indicaban otra cosa.
El clima antártico y la química de los CFC fueron la combinación perfecta para el desastre
Las condiciones extremadamente frías de la atmósfera antártica y la formación de nubes estratosféricas polares facilitaban que los compuestos de cloro, liberados por los clorofluorocarbonos (CFC), se volvieran altamente reactivos. La llegada de la luz solar tras el invierno activaba esas moléculas, que destruían el ozono con una rapidez inesperada.
A pesar de que los datos eran concluyentes, al principio hubo otras hipótesis. Desde los satélites se intentó atribuir el fenómeno a la actividad solar. Shanklin recordó que algunos veían correlaciones convincentes, aunque subrayó que “la correlación no es lo mismo que la causalidad”.
El Protocolo de Montreal fue una excepción en la historia de los acuerdos globales
La confirmación del vínculo entre los CFC y la pérdida de ozono llegó al año siguiente desde Estados Unidos. Esa evidencia científica aceleró una respuesta política sin precedentes.
En 1987, apenas dos años después del descubrimiento, se firmó el Protocolo de Montreal. Lo rubricaron 197 países y la Unión Europea. A día de hoy, sigue siendo el único tratado de Naciones Unidas ratificado por todos los Estados del mundo.
Una de las razones que explican esa rapidez, según apuntó Shanklin, fue que los cambios no exigían grandes sacrificios en el estilo de vida de la población. Además, los fabricantes aceptaron sin demasiada oposición el abandono de los CFC, ya que sus patentes estaban a punto de expirar. Como señaló, “podían ganar más dinero produciendo alternativas”.
El impacto en la salud pública también pesó. Shanklin explicó que “el adelgazamiento del ozono permite que llegue más radiación UV a la superficie, y más UV supone más cánceres de piel y cataratas, así que hay un problema sanitario”.
La política internacional actual choca más que colabora cuando hay una urgencia global
La comparación con el actual desafío climático resulta inevitable. Aunque el agujero de ozono aún no se ha cerrado del todo, su evolución demuestra que una respuesta global coordinada puede funcionar.
El químico atmosférico John Pyle considera factible que se recupere a mediados de este siglo. En su opinión, “la recuperación es lenta porque la vida de algunos de estos gases es muy larga, y es difícil detectarla por la variabilidad interanual”.
Sin embargo, el propio Shanklin alertó de que hay lecciones que no se han aprendido. Según dijo, “cuando se da un crecimiento exponencial, si se corta lo antes posible, se resuelven muchos problemas futuros. Y los políticos no quieren hacer eso”.
El acuerdo de Montreal sigue siendo un ejemplo raro de cooperación eficaz. Pero, a diferencia de la amenaza del ozono, el cambio climático implica cambios profundos en todos los sectores económicos, sin atajos sencillos ni soluciones técnicas listas para aplicar. Por ahora, los intentos de lograr consensos mínimos siguen encallando en los mismos intereses que hace tiempo quedaron en evidencia.
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