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La 'mare'

Una mujer lee en una residencia de ancianos. Foto: Irekia

Alejandro Fernández Espinosa

Estudiante de Periodismo en la Universidad Miguel Hernández de Elche —

Esta mañana de sábado, a eso de las once y media, he ido a una inmobiliaria con mi madre. Íbamos a hacer unas últimas gestiones de un asunto personal, pero en mi cabeza dejamos de ser protagonistas cuando una anciana entró en la oficina.

Entró a su máximo ritmo; lento y trastabillado por su andador. El agente que nos atendía le dijo a la mujer que esperara un momento mientras su mirada nos decía que ya sabía quién era. Seguramente pasa por allí cada mañana sin acordarse a la siguiente. No sabía por qué, pero empezaba a sentir lástima por ella. Mi misma abuela tuvo alzheimer antes de fallecer hace casi tres años y es algo que marca en lo más profundo de una persona. Sería por eso.

Se acercó otro agente inmobiliario a atenderla y la reconoció como “la mare de Marcos”. Y su situación es la siguiente: es una mujer octogenaria, madre de cuatro hijos, que quiere –recalco, quiere– entrar en una residencia. Su impedimento es que no dispone de suficiente liquidez para pagarla y debe vender su casa.

¿Cuál es su problema? La mitad está casi embargada –desconozco los detalles, que no importan–. Y, ¿saben qué? No es culpa de ningún banco o entidad financiera. No vengo a quejarme de una política social, ni mucho menos. Me quejo de una irresponsabilidad moral, algo que va más allá de cualquier manifestación multitudinaria en alguna capital de prestigio. Algo que desgraciadamente hay más casos de los debidos y menos mal que no los conozco todos. No soportaría que se me partiera el corazón tantas veces como ha sucedido hoy.

Resulta que el problema reside en los hijos. Personas que lo son gracias a ella, a la mare, quien los parió, alimentó y educó. Personas que no se merecen ser llamadas así, aunque no conozca ni siquiera a uno de los hijos. Gente que debe replantearse qué está haciendo.

Tampoco conozco los motivos, pero la mitad de la casa es propiedad de los hijos. Es de suponer que la parte de su marido (en paz descanse; la protagonista es viuda) cayó en herencia a los hijos. Y es esa parte la que está embargada casi al cien por cien. Se han olvidado completamente de ella y de su madre. Sólo uno de los hijos, que vive en una ciudad distinta a la mare, se preocupa por ella y la visita de vez en cuando. Pero él tiene un negocio (un bar) y una familia que mantener, por lo que no puede él solo.

La pobre mujer lo único que quiere es vender su casa para poder estar en una residencia el tiempo que pueda. El alma se me ha acabado de hacer pedazos cuando ha llorado. La rabia que tenía en mi interior y que también percibía en los ojos de mi madre sobrepasaba los límites. La anciana dijo “sólo quiero vender mi casa para no estar tan sola”. Sola. Ha criado a cuatro hijos y está absolutamente sola. ¿Alguien lo comprende? Porque yo no. Cuatro desgraciados que no son capaces ni de llevar a una residencia a su madre, que no se acuerdan de ella, no la visitan y a saber si la llaman. Desgraciados no es un insulto para ellos, es un adjetivo descriptivo. A saber lo que ha tenido que hacer ella para mantenerlos y criarlos para que ahora se lo paguen así.

Nadie puede ayudarla. No sabe qué puede hacer. Lo único que le queda es estar sola y ver pasar sus últimos años desde esa casa que le hace sentir aún más encerrada. Por eso va cada mañana a la inmobiliaria esperando algún milagro, sin acordarse o incluso a sabiendas de que fue el día anterior. No tiene nada más.

Mi intención con esta opinión es crear conciencia social en los lectores. Quien me lea, que se pare un momento a pensar cuánto quiere a su madre y qué sería capaz de hacer por ella. Yo no pude hacer nada más que plasmar mi impotencia en unos pocos párrafos para, aunque sea en una milésima parte, saciar mi conciencia.

Solo me queda una cosa que no voy a dejar en el tintero: mamá, tus hijos no te harán eso. Tienes tres, pero cualquiera de ellos haría más por ti que los cuatro por la mare.

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