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Es necesario apostar por la redistribución de la riqueza frente a la austeridad

España es uno de los países en los que más ha aumentado la desigualdad.

Unai Sordo

Ralentización y riesgo de recesión

Es conocido que las disputas arancelarias y comerciales entre EEUU y China, más las incertidumbres relacionadas con los efectos del Brexit, están ralentizando el comercio mundial. Las exportaciones vienen cayendo en el conjunto de países del G-20 desde el primer trimestre del año, incluso en términos nominales (sin descontar la variación de precios). Ni más ni menos que un 3% al final del segundo trimestre de 2019.

Este impacto afecta de forma más acusada en un primer momento a las economías más orientadas a la exportación. En Europa, la alemana –las exportaciones representan un 47,4% de su PIB– o la holandesa –un 84%– están entrando en recesión técnica este trimestre. Si lo mismo sucediese en Italia –por razones distintas– y esta situación se prolongase, acabaría afectando al conjunto de la zona euro, también a España, con un riesgo de que la actual ralentización se convierta en recesión, sobre todo si no se toman las políticas económicas adecuadas.

Por ello, las “recetas” a aplicar ante esta hipótesis deben ser sustancialmente distintas a las que se emplearon para enfrentar la crisis a partir de 2010, y cuyos efectos en términos de desigualdad social y retraso en el crecimiento económico aún estamos padeciendo.

Poco que ver con la situación de 2010

La situación económica de España tiene poco que ver con aquella que llevó al volantazo de Rodríguez Zapatero en 2010, –“cueste lo que cueste, y me cueste lo que me cueste”– cuando inauguró el lustro del austericidio promovido desde los poderes centrales europeos.

España sufría entonces profundos desequilibrios que agravaron los efectos de la crisis financiera y la recesión internacional. Nuestro país tenía un déficit exterior que llegó a situarse en el 9,4% del PIB, compensado con un enorme proceso de endeudamiento en gran parte ligado a la burbuja de precios inmobiliarios, lo que desequilibró nuestra estructura productiva, afectando a entidades financieras, familias y empresas no financieras. El nivel de endeudamiento de todos los sectores privados de nuestra economía era altísimo y financiaba una demanda interna y unos ingresos fiscales que se sostenían sobre pies de barro.

Pese a tener unos niveles de deuda pública bajísimos –en 2007 un 35,8% del PIB– y un superávit en las cuentas públicas del 1,9%, el deterioro de la burbuja fue de tal calibre y la debilidad de nuestro sistema fiscal tan patente, que pasamos a un déficit público del 11,3% en apenas dos años y un incremento constante de la deuda pública hasta el entorno del 100% del PIB en la actualidad.

Transferencia de renta y medidas estructurales

Ante esta situación, se promovió una devaluación interna que supuso una ingente transferencia de recursos a las empresas y a las entidades financieras. Hoy el sector privado en España ha reducido su nivel de endeudamiento consolidado en 579 mil millones de euros –del 204% al 134% del PIB–.

El resto de desequilibrios también han sido reconducidos con un déficit público algo por encima del 2% y un saldo exterior mucho más positivo, incluso en este momento de ralentización del comercio mundial.

Pero todo este proceso de ajuste se ha hecho consolidando una serie de medidas y reformas que están provocando una desigualdad estructural en nuestro país. La precarización del empleo, con las tasas de temporalidad más altas de Europa, o la gran dificultad que estamos teniendo para incrementar los salarios, son consecuencia de unas políticas laborales y fiscales al servicio de la devaluación interna del periodo 2010-14.

Corregir el austericidio

Hoy este paquete de reformas –laboral, pensiones, desempleo– debe ser corregido por justicia social y eficacia económica, ya que las consecuencias de operar con las mismas en un periodo en el que no necesitamos devaluación, sino que nuestra demanda interna compense la ralentización global, son evidentes. No es que lo diga CCOO. Es que el propio Gobierno en el Plan Presupuestario enviado a Bruselas, prevé que la demanda interna aportará el 71% del crecimiento de España en 2019, y ¡ojo! el 90% del crecimiento previsto para el año 2020.

Esa demanda interna se sostiene en gran medida con salarios, pensiones y protección por desempleo. No olvidemos que en nuestro país la principal fuente de ingresos del 87% de la población depende de estas rentas.

Es necesario reiterar que las reformas del austericidio siguen plenamente vigentes y que han dificultado la distribución del crecimiento económico. Mientras nuestro país recuperaba en el inicio de 2017 el nivel de producción previo a la crisis, y las empresas aumentaron sus márgenes un 10% desde 2008 (las manufactureras un 22%), la masa salarial no ha empezado a incrementarse de una forma notable hasta el último trimestre de 2018.

Mientras a las empresas no financieras, después de pagar a proveedores, nóminas, impuestos, dividendos e invertir, les sobraban en el año 2018 cerca de 27 mil millones de euros –destinados a la economía financiera–, los salarios, particularmente los más bajos, seguían en un vía crucis enfrentado con dificultades desde la negociación colectiva y el alza del SMI hasta los 900 euros mensuales.

Hay que canalizar estos excedentes a la economía real y, para ello, insistimos de forma particular, es necesaria la corrección de las reformas laborales concebidas como “un instrumento al servicio de una concreta política económica y social del Gobierno”, como afirma la sentencia del Tribunal Constitucional que avala la constitucionalidad de tan regresiva norma. También necesitamos un tratamiento distinto del Impuesto de Sociedades, cuyo tipo efectivo ha pasado del 22,7% de principios de siglo a poco más del 10,5% de los beneficios empresariales en la actualidad.

Pero la corrección de las reformas de la austeridad –laboral, pensiones, desempleo– y las medidas fiscales que nos homologuen con el entorno europeo –recaudamos 7,4% de PIB menos, lo que equivaldría a más de 70 mil millones de euros adicionales al año–, deben ir acompañadas de una política económica europea de otro tenor.

Europa debe formar parte de la solución

Las políticas de expansión monetaria, que se adoptaron con retraso en Europa (lo que explica en parte que saliéramos con retraso de la crisis respecto a Estados Unidos), son necesarias pero no suficientes. Se requiere de políticas fiscales, presupuestarias y de rentas, de dimensión comunitaria, y específicamente en los países con más márgenes para hacerlo.

La Confederación Europea de Sindicatos impulsó en 2013 un Plan para la inversión, el crecimiento sostenible y el empleo de calidad, que recomendaba una inversión del 2% del PIB durante cada uno de los diez años posteriores, a canalizar a través del Banco Europeo de Inversiones, con el objetivo de generar 11 millones de empleos, y que debieran impulsar políticas públicas en un momento en el que la digitalización o la descarbonización de la economía europea exigen recursos para promover transiciones justas.

Y países como Alemania, con un enorme superávit exterior del 7,4% de su PI, –producto en gran parte de la existencia de la Unión Económica y Monetaria–, un superávit público del 1,7%, una deuda pública por debajo del 60% del PIB y cuya inversión pública neta fue solo del 5,4% del conjunto de la UE-28 –cuando su economía representa el 21%–, tienen que desarrollar una política mucho más expansiva que traccione el conjunto de la zona euro.

Sería desastrosa una segunda vuelta de políticas de ajuste en pleno proceso de transición productiva –digitalización, economía verde– con consecuencias en la transformación del empleo; sin haber superado en términos sociales las secuelas de la anterior crisis; en medio de un proceso de neoproteccionismo con derivas nacionalistas; y con un cuestionamiento de los sistemas de representación y mediación democrático en Europa. Podría tener efectos letales sobre la legitimación del proyecto europeo, y ofrecería una nueva ventana de oportunidad a las opciones reaccionarias y xenófobas.

Es tarea sindical, desde luego de CCOO y diría que del conjunto de fuerzas progresistas, reforzar la idea de que la distribución de la renta es necesaria desde la lógica de la eficacia económica, además del elemento dorsal de la reconstrucción de un contrato social que evite las diversas derivas reaccionarias que nos amenazan.

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