Jerez, capital gastronómica de 2026: una guía para comer y beber bien en el corazón del Marco del vino
Jerez es infinito. Es un país de patrias chicas donde cada bota habla un lenguaje que suena familiar, aunque tenga sus matices. Aquí las fronteras son de hierro de cancelas y de duelas de madera que guardan vinos generosos nacidos para soportar las inclemencias de los largos viajes. La historia de esos vinos —y la cocina que creció alrededor de ellos— explica que Jerez de la Frontera haya sido nombrada Capital Española de la Gastronomía 2026.
“Sin esto no seríamos nada”, repite César Saldaña, presidente de la D.O. Vinos de Jerez, mientras sostiene un fragmento de albariza, el suelo blanquecino que ha dado fama internacional a estos vinos. Esta tierra, compuesta por exoesqueletos de animales compactados hace treinta millones de años, está llena de microcanales capaces de absorber y retener el agua de unas lluvias que aquí caen cuando quieren. El Marco (el triángulo comprendido entre Jerez de la Frontera, El Puerto de Santa María y Sanlúcar de Barrameda) se sitúa muy próximo a la Sierra de Grazalema, el lugar con más precipitaciones de España. Llegan en invierno, cuando la vid descansa, pero la albariza guarda lo necesario para despertar la planta en primavera.
La historia del vino en la zona es antigua. Lo demuestran las excavaciones en el yacimiento de Doña Blanca, un asentamiento fenicio —a unos quince minutos de Jerez— donde se han hallado un lagar comunitario, un cocedero de mostos y una zona de bodegas del siglo VIII a.C. Entonces, el mar llegaba hasta el borde del asentamiento, lo que permitía controlar rutas marítimas, fluviales y terrestres. Con el tiempo, el puerto se desplazó hacia Santa María y Doña Blanca fue perdiendo peso. Aunque estos vinos ya gozaban de fama en época romana, fue en la Edad Moderna cuando se consolidó el método de elaboración que ha llegado hasta hoy.
¿Qué son exactamente los vinos de Jerez?
La necesidad de que los vinos soportaran los trayectos hacia los territorios coloniales llevó a los comerciantes a fortificarlos. “Nuestros vinos siempre han sido vinos viajeros. El objetivo era que llegasen a buen puerto y en buen estado”, comenta Pepe Ferrer, periodista y experto en jereces. Ese gusto por los vinos fortificados ha terminado creando un paladar propio. Por encima de los 15 o 16 grados alcohólicos, las bacterias acéticas que transforman el vino en vinagre dejan de actuar, de ahí la fortificación. Ese proceso moldeó un estilo singular y propició el nacimiento del velo de flor, la capa de levaduras que protege el vino del aire y le da personalidad. La vida microscópica de cada bodega aporta matices distintos.
No existe un único vino de Jerez. Bajo este epígrafe caben amontillados, olorosos, cream, pedro ximénez, finos, palo cortado y manzanilla. Tampoco hay un único territorio. El Marco lo forman nueve municipios, aunque los sistemas de criaderas y soleras —su método tradicional de envejecimiento— están presentes sobre todo en Jerez, Sanlúcar y El Puerto. En una solera, el vino más viejo se extrae de las botas inferiores y se repone con vino más joven de la fila superior. El resultado es un envejecimiento continuo que mantiene un estilo estable durante décadas.
Es, precisamente, en El Puerto de Santa María donde asoman algunas de las bodegas más antiguas del territorio. Osborne, con una de las mayores colecciones de vinos históricos, o Gutiérrez Colosía, instalada sobre una antigua ermita dedicada a la Virgen de Guía, forman parte del paisaje portuense. Por allí desfilaron navegantes como Colón, que se encomendaban a la virgen para librarse de los peligros del océano.
La huella de esos viajes de ida y vuelta sigue presente en las jacarandas, hibiscos y magnolios que decoran calles y plazas de la localidad. Y también en su cocina. En las tabernas del Puerto aparecen nombres que engañan: la ensaladilla de chicharrones (una panceta aliñada con pimentón, ajo y especias) del Lengue; el caldillo de perro, la sopa de pescado de El Faro; o las castañitas, las pequeñas sepias del Bar Arturo. Aquí también se rinde culto al atún rojo de almadraba, heredado de la tradición fenicia, ya sea en forma de salazones o en cortes frescos.
Basta cruzar unos kilómetros hacia el interior para que el paisaje cambie. En Jerez de la Frontera la luz se vuelve aún más blanca y se cuela por calles que se ensanchan entre palacios señoriales y bares donde el vino se apunta a tiza sobre la barra. En la capital conviven tipologías hosteleras muy distintas.
Por un lado, están las tabernas clásicas, como La Gloria, donde sirven una ensaladilla impecable y molletes cuyo relleno cambia con frecuencia. Entre las propuestas más contemporáneas aparece el Bar Áje, con su terraza, sus escabeches y sus tapas servidas en bandejas metálicas, además de un vermú que merece la pena pedir.
Los tabancos, en cambio, conservan una identidad propia. Nacieron como tiendas donde se despachaba vino a granel, pero también se compraba tabaco, se arreglaban asuntos y se tomaba algo para matar el hambre. Hoy mantienen esa mezcla de despacho de vino, tapas y conversación, con un fondo de música flamenca que parece brotar de las paredes. Un ejemplo es el tabanco Las Banderillas, donde el trago de vino se puede acompañar con chicharrones de Jerez —más cercanos a un torrezno que a los gaditanos— y con una tapa de queso emborrao en aceite. Entre los platos que destacaba la iniciativa jerezana en su postulación como capital gastronómica, destacaban los riñones al jerez, la berza y la cola de toro, que también se sirven en esta casa.
Si hubiera un punto de evolución natural de aquellos viejos tabancos sería Albariza en las venas, el bar de vinos de Rocío Benito y Juan Carlos Carrasco. Dos jóvenes que han convertido la divulgación del vino en un acto social, consiguiendo que artistas, elaboradores y curiosos compartan barra. Además de contar con una amplia variedad de vinos por copas, sirven encurtidos caseros, divertidas patatas fantasía —chips con salsa de mejillones en escabeche— y sándwiches de pan de masa madre como el cubano o el caballa melt, su versión del clásico americano de pescado azul con cheddar y mayonesa de oxygarum.
La alta gastronomía, por su parte, tiene dos grandes nombres: Mantúa, de Israel Ramos, y Lú, Cocina y Alma, de Juanlu Fernández, ambos con estrella Michelin. Fernández cuenta además con un concepto más asequible, Bina Bar, que trabaja una cocina andaluza reconocible, con producto muy cuidado y algunos toques de sofisticación.
Quizás una de las cosas más inesperadas que el visitante puede encontrar en Jerez de la Frontera —al margen de su impresionante catedral— es una colección de pintura entre botas de crianza. Bodegas Tradición cuenta con pinacoteca en pleno casco antiguo que alberga más de 300 obras de pintura española desde el siglo XIV hasta el XIX, con maestros como Goya, Velázquez, Murillo o El Greco, que se pueden admirar —previo pago de entrada— mientras se degusta una copa de alguna de sus referencias. Además, la bodega conserva un archivo histórico con documentos y fotografías que muestran cómo evolucionó el Marco de Jerez: rutas comerciales, métodos de crianza y la vida cotidiana de quienes hicieron de este territorio un referente mundial del vino.
Al cruzar hacia la desembocadura del Guadalquivir, los aromas cambian y se mezclan con la brisa atlántica y el paisaje anuncia que la tierra dicta otro carácter. Aquí nace la manzanilla, un vino único cuya personalidad depende de un microclima que no puede reproducirse en ningún otro lugar. La cercanía del océano, las brisas marinas y la humedad constante favorecen un velo de flor más grueso y más estable que en el resto del Marco. Esa capa de levadura natural protege el vino y le confiere su carácter más punzante, ligero y ligeramente salino.
Sanlúcar vive alrededor de sus bodegas, muchas de ellas repartidas entre los barrios de Bajo de Guía, asomado al estuario, y el Barrio Alto, donde se alinean nombres históricos como Barbadillo, La Cigarrera o Argüeso. En estas naves altas, donde no existen los cristales, se conserva un vino que no se entiende sin su entorno.
Pero Sanlúcar no es solo manzanilla, es también cocina marinera en estado puro. Aquí reinan los langostinos de Sanlúcar, sus ortiguillas y los guisos marineros que acompañan igual de bien a una manzanilla fina que a una pasada (con al menos siete años de crianza). Esta ciudad también fue capital gastronómica en 2022, momento desde el cual la ciudad vive un renacimiento en sus barras. Desde los bares clásicos como Casa Balbino, hasta propuestas más modernas e inesperadas como Daiba, una taberna japonesa al estilo omakase liderada por José Manuel Ávila, un cocinero autodidacta que, a pesar de no haber pisado Japón, es capaz de transportar a los comensales hasta allí a través de sus nigiris, sus sopas y sus cortes de pescado.
Aunque Jerez se haya llevado la capitalidad gastronómica, todo el Marco ofrece un recorrido que une vinos irrepetibles, cocina con identidad propia y ciudades que preservan su carácter. Bodegas históricas, nuevas barras, tabancos, restaurantes y paisajes moldeados por la albariza y el Atlántico, conforman un territorio diverso y coherente a la vez.
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