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La Nueva Normalidad (una historia de amor)

Las ventas mundiales de ordenadores ponen fin a siete años de caídas tras crecer un 2,7% en 2019

Jose A. Pérez Ledo

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Paula y Diego se conocieron cuando un amigo común montó un Zoom por su 40 cumpleaños. Pablo se enamoró en cuanto la vio en la fila de en medio, segunda pantalla empezando por la izquierda.

Más tarde, su amigo le contó que Paula había estado casada y que tenía un supertransmisor de cinco años fruto de aquel matrimonio.

Diego la buscó en Instagram y le dio like a un total de 9 fotos, la mayoría de las cuales mostraban los progresos de Paula en repostería: de la tarta de arroz a las magdalenas, de las magdalenas al tiramisú. A ella, como a él, le gustaba el filtro Valencia. Eso tenía que significar algo.

Paula le mandó un mensaje directo al día siguiente: “También cocinas?” Aquello dio pie a un animado debate sobre la progresiva extinción del signo de interrogación de apertura que Diego ilustró con un enlace a Fundéu. Paula jamás pensó que disfrutaría tanto con asuntos morfosintácticos.

Sus cuatro primeras citas fueron por Skype. Al principio, ella era tímida y se desenfocaba el fondo. Él era inseguro y se ponía delante de su única biblioteca, encuadrando a su espalda dos libros de Taschen y un coleccionable de clásicos de la literatura que regalaron con El País en los años 90. Con el paso del tiempo, los dos fueron ganando en confianza y sinceridad.

Él le ayudó a encontrar levadura en la deep web y ella se lo compensó con una suscripción trimestral a Filmin. Una noche, se sincronizaron para ver “Tú y yo” al mismo tiempo y comentarla por Telegram. Al terminar la película, se tomaron un vino mirando las estrellas en el canal de YouTube de la NASA.

Cuando llevaban un mes de relación, un mensajero apareció en la puerta de Diego con una tarta de tres chocolates. En la parte de arriba tenía un interrogante de apertura dibujado con nata. Diego la dejó tres días a la intemperie para matar los virus y luego se grabó un TikTok comiéndola. Sonaba “Sugar, Sugar” de los Archies, y Paula, por supuesto, estaba etiquetada.

Por las mañanas hacían ejercicio siguiendo videotutoriales en Facebook Live. Por las tardes visitaban un museo virtual o iban juntos a algún webinar. Los sábados hacían retos virales y los domingos veían series que luego puntuaban en Filmafinity.

Sexualmente tenían gustos muy distintos que, sin embargo, se complementaban bien. A él le gustaban los planos secuencia con mucho movimiento, tipo Brian De Palma, y a ella los generales estáticos y contemplativos con ecos de Antonioni.

Diego se implicó en la educación del supertransmisor rastreando en YouTube Kids contenidos educativos adecuados para su edad. El pequeño empezó a hacer monigotes al lado de los de su madre sobre los que escribía “Diego”. Al verlo, a Diego se le humedecieron los ojos, pero, al no tener más síntomas, no le dio importancia.

A los tres meses de relación, el Gobierno suspendió el confinamiento. Esa noche, Paula y Diego chatearon hasta el amanecer. Hubo lágrimas y episodios de rinorrea moderada. Ninguno de los dos se sentía preparado para dar el salto al exterior. Demasiada responsabilidad, demasiado cambio.

A la mañana siguiente, antes de acudir a sus respectivos puestos de trabajo, ambos cambiaron sus estados de Facebook a la posición de solteros.

Y, aunque no volvieron a hablar, Diego mantendría para siempre su admiración por la repostería y Paula nunca más escribiría una pregunta huérfana del primer interrogante.

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