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Putas de raza

Imagen de los galardones de los XXXVI Premios Rey de España y el XV premio de periodismo Don Quijote, convocados por la Agencia EFE y la Aecid, en la Casa de América

Montero Glez

La labor del periodista es la de informar al pueblo. Así de fácil o de complejo es el asunto. Lo que sucede es que la mayoría de las veces, los periodistas que se presentan como tales ejercen de voceros del Capital. Su labor desinformativa la justifican denominándose a sí mismos “mercenarios”. Lo peor es que, además, se sienten orgullosos con tal denominación, situándose más cerca de una lumi esquinera que del verdadero oficio periodístico.

He de confesar que desde siempre, es decir, desde mi más tierna infancia, quise ser periodista. Cuando era un micurria pleno de inocencia, admiraba a mis mayores en este oficio. Luego, cuando conocí a algunos en persona, se me fueron cayendo mitos y de las ruinas surgió el desprecio. Pero cuando todavía era inocente, escuchaba por radio la descarga de una tormenta sobre un barco en alta mar y me la creía, de igual manera que veneraba a los reporteros de guerra cuando los veía por televisión jugarse la vida entre sacos terreros, mientras las balas silbaban a un lado y a otro de las trincheras. Por decir no quede, que tenía en un altar a los columnistas de la última página de los diarios.

Con el tiempo y una caña, supe que la tormenta en alta mar era más falsa que una escopeta de feria, como también supe que el reportero de guerra daba la noticia del conflicto bélico delante de un decorado de cartón piedra, y que el columnista de la última página era capaz de venderte por un plato de lentejas. Conocí a algunos, ya digo. Sé de lo que hablo y, desde que se me cayeron los mitos, cada vez que hundo tecla lo hago convencido de que no seguiré los pasos despreciables de algunos de mis mayores, de esos que se dicen mercenarios y que han conseguido hacer del periodismo una profesión de putas.

Por lo dicho, cuando asoma un periodista de raza, lo celebro con la misma pasión de entonces, cuando era un micurria. Aunque ya nada pueda devolverme la inocencia perdida, cada vez que un periodista de raza honra el oficio, pienso que el periodismo no ha quedado sepultado entre decorados de cartón piedra, escopetas de feria y sobras rancias de lentejas.

Con esto quiero terminar diciendo que admiro y respeto profundamente a Antonio Maestre, un periodista de raza que informa al pueblo y alumbra los rincones oscuros de nuestra falsa democracia, denunciando a los fascistas, a sus padres putativos, y a la madre que los engendró bajo el farol de la esquina mientras himnos imbéciles eran canturreados brazo en alto. Todo en uno. Si me lo permite Maestre, he de decir que yo, de mayor, quiero ser como él.

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