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Treinta años de proyecto común... ¿Y ahora qué?

Mariola Urrea Corres

Profesora Titular de Derecho Internacional Público de la Universidad de La Rioja —

El 12 de junio de 1985 se firmaba en Madrid el Tratado de Adhesión de España a las llamadas Comunidades Europeas. Fue en el salón de columnas del Palacio Real donde se desarrolló un acto solemne en el que, junto al discurso del rey de España, destacó el que pronunció el entonces Presidente de la Comisión Europea, Jacques Delors. Nuestro ingreso en Europa fue el resultado de una decisión querida por la sociedad y largamente buscada por quienes ejercieron responsabilidades de gobierno y oposición, en la España de la Transición. Por eso, cuando Felipe González, Fernando Morán y Manuel Marín pudieron estampar su firma en el Acta de Adhesión dieron cumplimiento, en realidad, a una aspiración colectiva —sin distinción por ideologías— que interpretaba la pertenencia de España a la Unión como la superación de cualquier atavismo político como país.

El proceso, iniciado por Adolfo Suárez, no fue nada fácil y, de hecho, sería un ejercicio de cinismo ignorar las resistencias que generó en sectores económicos duramente afectados por las reformas que necesariamente hubo que acometer para lograr el acomodo de nuestro ordenamiento jurídico al acervo comunitario, la homologación de nuestro sistema democrático, así como la modernización del sistema productivo y la estabilización macroeconómica de España a las exigencias que impuso Europa.

Superadas las dificultades iniciales y tras treinta años de proyecto en común, entendemos que existen razones suficientes para afirmar que, al menos hasta el momento, el balance arroja un resultado positivo. Vale la pena prestar atención siquiera a dos elementos que, a nuestro juicio, permiten valorar en su justa medida el impacto que el proyecto de construcción europea ha supuesto para España.

Nos referimos, de una parte, a la estabilidad democrática; y, de otra, al desarrollo económico y social logrado por nuestro país. Así, por lo que se refiere a la cuestión vinculada con la estabilidad democrática en España, no descubro nada al afirmar que ésta no es obra únicamente de la responsabilidad y el esfuerzo colectivo de quienes participaron en el diseño de la Transición, ni puede atribuirse exclusivamente al diseño de un marco constitucional como el aprobado en 1978 respetado por ciudadanos e instituciones. Sin restar importancia a estos aspectos, parece imprescindible considerar que la estabilidad de nuestro sistema democrático difícilmente hubiera estado inicialmente asegurada sin la cobertura y garantías que ofreció, en su momento, el entorno europeo.

De igual forma, y aunque las consecuencias de la última crisis económica dificulten en ocasiones un análisis más ponderado de la situación actual, no sería acertado ignorar los logros que en los últimos treinta años ha experimentado España en el ámbito económico, social, entre otros. Tales avances están íntimamente vinculados con los esfuerzos de modernización que nuestro tejido industrial y empresarial ha realizado como parte de las exigencias de competitividad que impone la pertenencia de España a la Unión, como resultado de las oportunidades que ofrece un mercado interior sin barreras y, también, claro está como consecuencia de las ventajas de disponer de una moneda única. En este repaso difícilmente podemos olvidar el impulso que ha supuesto para financiar algunas de nuestras políticas públicas disponer de fuertes inyecciones de capital procedentes de los fondos que constituyen la política de cohesión.

Con todo y aún cuando los éxitos que el proyecto de construcción europea ha cosechado no estuvieran en discusión, la realidad de la Unión no admite que nos conformemos con la nostalgia de los éxitos de un pasado sin exigir, a continuación, una respuesta convincente que permita armar los sueños con los que los ciudadanos quieren hacer frente a un futuro marcado por la incertidumbre, la volatilidad y la complejidad.

La crisis humanitaria de refugiados, las consecuencias que puede provocar la salida del Reino Unido de la Unión, el auge de los populismos en Europa, la regresión democrática de algunos Estados miembros, los efectos de una prolongada crisis económica, las imperfecciones en el diseño de la zona euro, las dudas que pudieran existir en torno a la sostenibilidad del Estado de Bienestar, la forma de garantizar la seguridad de las personas y sus territorios frente al terrorismo internacional, las dificultades que tiene la Unión para posicionarse como un actor global relevante… son algunos de los problemas a los que Europa debe dar respuesta dentro de las capacidades que le ofrece su sistema jurídico, en el marco institucional del que dispone y sin traicionar a los valores sobre los que la construcción del proyecto europeo se asienta. Para lograrlo con ciertas garantías de éxito, resulta imprescindible renovar la confianza de los ciudadanos en la capacidad del propio proyecto de construcción europea para seguir mejorando la calidad de vida de sus ciudadanos.

Nadie tiene la fórmula mágica para recuperar el atractivo que el proyecto de construcción lamentablemente ha perdido debido al deterioro propio del paso del tiempo y también, claro está, como consecuencia de sus propios errores. Con todo, puede inspirarnos reproducir, siquiera a modo de recordatorio, las palabras con las que Jean Monnet trataba de explicar las intenciones que verdaderamente impulsaron a quienes diseñaron la Unión Europea: «Nous ne coalisons pas des États, nous unissons des hommes». Convendría no olvidarlo, aunque no seamos muchos los que todavía confiemos en la Unión y a pesar de que ya nadie sueñe con ella.

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