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Contra el glamour del pesimismo

Una cliente en una farmacia en Fuerteventura.

María Ramírez

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José Manuel Durão Barroso, que fue presidente de la Comisión Europea y primer ministro de Portugal, solía criticar “el glamour intelectual” del pesimismo europeo. En su caso tal vez le habría venido bien algo más de escepticismo, pero tenía razón en el argumento general, que se vive de manera especialmente aguda en el a veces acomplejado y autodestructivo sur de Europa. Esta pandemia no iba a ser la excepción.

Hay motivos suficientes para defender una visión realista y oscura de lo que ha pasado.

El Gobierno español reaccionó cuando el virus ya circulaba de manera incontrolada entre la población. No tenía suficientes voces expertas para alertar de lo que podía pasar. El sistema falló por la burocracia, por la descentralización excesiva de competencias y por la rigidez que impidió que los sanitarios en primera línea que detectaban gripes raras y casos sospechosos hicieran tests o lanzaran una alarma adecuada. Mantener las marchas del 8-M fue un error no sólo por el riesgo de la concentración de personas, sino por el mensaje de normalidad que mandaba. Cuando estalló la crisis no teníamos ni tantas camas hospitalarias ni tantas unidades de cuidados intensivos ni tantos sanitarios per cápita como Alemania o Francia. Y tampoco empresas que estuvieran produciendo mascarillas o tests. Muchos políticos seguían obsesionados con no reconocer errores ante el adversario o lanzar el grito más llamativo incluso en mitad del peor momento del estallido de la epidemia.

Las muertes no dejan dudas de que el golpe ha sido peor aquí que en otros países. Más de 43.000 personas han muerto esta primavera en España por encima de la media habitual, entre ellas más de 28.000 con un diagnóstico de coronavirus y miles que probablemente lo sufrían pero no pudieron hacerse la prueba. Sólo Reino Unido nos supera en número de muertes por 100.000 habitantes (también Bélgica, pero su caso es distinto porque cuenta las muertes sospechosas).

Pero en una de las peores situaciones de Europa, con recursos más limitados que otros, España ha doblegado la curva de contagios más rápido que vecinos que han sufrido un primer golpe equivalente como Francia, Italia y, por supuesto, Reino Unido. El Gobierno optó por no hacer experimentos y se ciñó a un confinamiento duro y uniforme en todo el territorio con una relajación progresiva y conservadora de restricciones. Aunque Pedro Sánchez compareció muchas veces (probablemente demasiadas, seguro que con discursos demasiado largos y no siempre claros), los mensajes sanitarios los centraron dos personas, siempre evitando la política y repitiendo machaconamente unos pocos consejos básicos, siguiendo el manual de campo de epidemiología, como el del centro para el control y la prevención de enfermedades de Estados Unidos, que en cambio no ha respetado su propio país.

Este error de sacar a políticos con mensajes incoherentes -no sólo el presidente Trump, también el alcalde de Nueva York, en el principio crucial del brote- ha costado parte de la tragedia que sigue viviendo Estados Unidos.

Pese a algunas transgresiones y a cierta relajación actual preocupante, los ciudadanos en España hemos cumplido con las instrucciones de confinamiento, rutinas de distancia e higiene y paciencia como pocos lugares en el mundo incluso sin quejarnos (la mayoría decía en las encuestas que no llevaba tan mal no salir de casa), tal y como subraya, por ejemplo, el corresponsal del Guardian en una columna para pedir a sus conciudadanos que no estropeen lo que ha conseguido España con esfuerzo y disciplina.

La oposición ha utilizado palabras muy gruesas y ha dado poco apoyo al Gobierno, pero en España tampoco hemos visto una llamada a romper las reglas sanitarias, cuestionar a los científicos o no llevar mascarillas. Las protestas hacia el final del confinamiento no son comparables con la dimensión y los mensajes irresponsables de políticos en la oposición (o incluso en el gobierno, en el caso de Estados Unidos y Brasil) en otros países.

Ser crítico y controlar a los gobiernos, al central y a los autonómicos, es esencial para que resuelvan las carencias básicas con más recursos, más coordinación, más vigilancia o más impulso a la producción esencial. Pero fustigarse ayuda a poco. Y más cuando se centra sólo en los asuntos que se han repetido igual o peor en países con más recursos, más expertos y más capacidades. Ni el Gobierno ni la oposición ni por supuesto los ciudadanos lo han hecho tan mal como repetimos. Al menos si nos comparamos con lo que pasa alrededor.

Por ejemplo, ahora mismo desde España cuesta entender por qué el país más rico e innovador del mundo, Estados Unidos, no consigue tener todavía disponibles mascarillas quirúrgicas para su población (de las de alta protección ni hablamos).

La historia de la pandemia y la gestión en España no han acabado ni mucho menos. La capacidad o no de controlar los brotes este verano, el equilibrio casi imposible entre preservar la salud pública y sostener una economía que vive en buena parte de actividades de riesgo como el turismo y el refuerzo prometido de la sanidad y la investigación determinarán en qué condiciones salimos de esta durísima prueba.

La crítica útil es la que se centra en los detalles concretos, no la del brochazo sin perspectiva aunque la primera encaje peor en un tuit o en un corte para el informativo.

La crítica y la presión al gobierno central y a los autonómicos son herramientas para que tampoco ellos se relajen y cumplan con los protocolos y las inversiones prometidas. Pero eso no nos puede hacer perder la perspectiva de lo que hemos conseguido entre todos ante la peor crisis de nuestra democracia. Es el espíritu que nos puede ayudar a combatir lo que venga.

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