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Tras las mentiras, el dinero negro y la propaganda, ¿qué queda del PP?

Maria Dolores de Cospedal, en un acto de campaña

Carlos Elordi

Como era de prever tras años de crisis profunda e irresuelta, en la política española se está produciendo un cataclismo. El triunfo de la moción de censura es una expresión del mismo, tanto o más que el éxito de una hábil jugada. Y por muchos buenos gestos que esté haciendo Pedro Sánchez, todavía no se han visto las últimas consecuencias de ese terremoto. Pero lo que está ocurriendo en el PP supera cualquier otra cosa. El primer partido de la derecha corre un serio riesgo de implosión y en el horizonte no aparece ningún elemento que haga pensar que algo así pueda evitarse.

El dato más impresionante y revelador de lo que ha sido ese partido desde hace ya bastante tiempo es el que casi el 90 % de los que se decía que estaban inscritos al mismo no lo estaban. Que durante años secretario general tras secretario general han falseado esas cifras. Pero no un poco, sino a lo bestia. Ocultando que el PP no era un partido de masas, sino un modesto partido de cuadros, ya que buena parte de los que finalmente han resultado que tienen derecho al voto en las primarias son cargos públicos o del partido mismo.

Es un engaño extraordinario, una mentira sin precedentes. Que ha salido a la luz porque Mariano Rajoy no solo se negó a convocar elecciones cuando ya estaba claro que iba a perder la moción de censura, sino que además anunció que él se quitaba de en medio, que no iba a pilotar transición alguna, en un gesto que la da la talla de su mediocridad política y moral y confirma que alguien como él nunca tenía que haber sido el líder de nada.

Abandonado a su suerte por quien hasta ese momento se suponía que lo controlaba todo, el partido no ha tenido más remedio que ir desesperadamente a unas elecciones primarias. Y para eso ha tenido que contar el número de carnets y reconocer la gran mentira de los ochocientos y pico mil militantes. En una situación normal, todos los que han venido participando de ese gran engaño, empezando por los tres candidatos –Saénz de Santamaría, Cospedal y Casado– , deberían dimitir automáticamente. No lo han hecho y uno de esos tres tramposos –por esa falacia y, como se sabe, por unas cuantas más– será el futuro presidente.

Nada sólido puede salir del proceso congresual del PP. Porque no va a saldar las divisiones internas que han aparecido crudamente en las últimas semanas y que no son ideológicas, sino enfrentamientos entre camarillas que se disputan lo que queda de poder, que no es poco, pero que ya es sólo una pequeña parte del que se tenía hace siete años, cuando el PP ganó las elecciones por mayoría absoluta. Y porque ninguno de los aspirantes al trono, todos ellos mediocres segundones que nunca han hecho nada políticamente reseñable, tiene la mínima capacidad de regenerar a un partido hundido en la corrupción y en el descrédito.

El PP es un partido acabado. Que empezó a escribir su epitafio el día que José María Aznar, en una más de sus ensoñaciones de alguien que se creía mucho más importante de lo que era en realidad, decidió que él seguiría mandando sobre todo, pero sin implicarse en las tareas de Gobierno. Como Franco. Y nombró a Rajoy candidato a la presidencia del Gobierno, seguramente porque pensaba que un tipo como él era que mejor se iba a plegar disciplinadamente a su diseño imperial.

Como se sabe, la cosa salió mal por culpa de la inepcia de Aznar a la hora de hacer frente al drama de los atentados de Atocha. Y Rajoy se quedó de jefe, cuando él nunca había pensado que iba a serlo. Y tras perder por segunda vez las elecciones, una parte significativa del partido, con la inefable Esperanza Aguirre a la cabeza, decidió quitarlo de en medio.

Pero Rajoy se resistió. Y no tuvo reparo en rehacer el partido con el único fin de que en él no mandara nadie que amenazara su cargo. Produciendo lesiones internas incurables, aupando a alguno de los más corruptos y buscando financiación ilegal debajo de las piedras, o encargando que se buscara. Porque necesitaba mucho dinero para gastárselo en publicidad o en comprar voluntades, sobre todo en los medios de comunicación.

Y ese plan le ha mantenido en el poder hasta ahora mismo. Con un añadido no precisamente desdeñable. El de optar por el radicalismo derechista y nacionalista toda la gestión de su gobierno. No tanto porque fuera esa su opción ideológica, que también, sino sobre todo porque eso era lo que más le convenía para evitar salidas por la derecha desde dentro del partido y contra él.

Mientras tanto, el conjunto del cuadro político español había sufrido cambios formidables. Habían surgido dos nuevos partidos, Podemos y Ciudadanos, que en 2015 cambiaron sustancialmente el panorama electoral. El PP perdió el 40% de sus votos, en las generales y en las municipales y autonómicas, y mucho poder institucional. Eso debió golpear extraordinariamente a la solidez interna del partido, pero Rajoy no movió un dedo para hacerle frente. Lo dejó para más y de ahí también vienen los actuales lodos.

Rajoy apostó entonces a mantenerse en el poder al precio que fuera, aunque eso incluyera desairar al Rey, que eso en los pagos de derecha no es cosa pequeña. Y tuvo la suerte de que sus rivales políticos no se pusieran de acuerdo para echarle. Y siguió mandando, de la manera que lo ha hecho. Contribuyendo sustancialmente a que la crisis catalana se convirtiera en un drama de Estado y cuando éste estalló mostrándose incapaz de ofrecer salida alguna –salvo el 155, la entrega de la crisis a la justicia y la convocatoria de las elecciones del 21 de diciembre de 2017– que valiera para algo.

A esas alturas de la película, el final catastrófico era cuestión de tiempo. La ineptitud política de Rajoy en la crisis catalana, unida a su involucración personal en la corrupción, habían hecho de él un cadáver político en los círculos del poder, el económico y el institucional, y el crecimiento del PIB y la propaganda desaforada no iban a poder tapar eso. Lo malo para el PP es que la interminable lucha por la supervivencia de Rajoy había absorbido todas las energías del partido y ya no le quedaba nada para tratar de salir del agujero cuando éste se abriera definitivamente.

Esa es su situación actual. No cabe hacer pronósticos sobre cómo va a acabar la historia, sólo sospechar que va a hacerlo mal. Que en España se va a abrir un agujero a la derecha, que la ultraderecha y Ciudadanos van a tratar de colmar. Veremos qué pasa. Pero ya en estos momentos se puede decir que en el futuro inmediato y a medio plazo la situación política española estará marcada por una inquietante inestabilidad. Tanto por lo que está ocurriendo en el PP como por la debilidad parlamentaria de Pedro Sánchez, que el día menos pensado puede dar disgustos.

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