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Sobre este blog

El caballo de Nietzsche es el espacio en eldiario.es para los derechos animales, permanentemente vulnerados por razón de su especie. Somos la voz de quienes no la tienen y nos comprometemos con su defensa. Porque los animales no humanos no son objetos sino individuos que sienten, como el caballo al que Nietzsche se abrazó llorando.

Editamos Ruth Toledano, Concha López y Lucía Arana (RRSS).

¿Qué pasa con los perros con los que practican los futuros veterinarios?

En el animalario hay ocho jaulas, cuatro a cada lado, con el patio al fondo. Durante las últimas vacaciones navideñas, para paliar el frío ya que se había desconectado la calefacción en el edificio, se colocaron unas lámparas de calor que dificultaban la apertura de las jaulas y la salida de los perros, con los consiguientes inconvenientes y riesgos.

Concha López

Fiona es una perra de raza beagle que a sus trece años ha podido por fin conocer lo que es vivir con una familia, ser abrazada, pasear a diario, relajarse y asociar la cercanía de humanos con experiencias positivas y no con dolor, miedo, ansiedad. Fiona ha sido, hasta el momento, la última perra que ha sido adoptada procedente del animalario de docencia del Hospital Clínico Veterinario de la Universidad Complutense de Madrid. Hasta hace poco era una de los perros, todos beagles, con los que los alumnos hacen sus prácticas, y no solo eso.

Fiona pudo salir gracias a la movilización de De patitas en la calle, cuya responsable, Paloma, había sacado anteriormente a otros perros de ese mismo animalario y de otros departamentos de la Universidad. Leti fue la primera, en 2014, y la previsión es que otros, después de una vida enjaulados, hubieran seguido la misma “suerte” para sus últimos años. Los más viejitos, Oliver, Benji, Soja, Ramírez, Croqueto y Smeagol iban a salir también en adopción, lo mismo que dos abuelitas, Pili y Mili. Sin embargo, los planes se truncaron con un escueto mensaje a finales de mayo en el que los responsables del animalario daban por suspendidas las adopciones de Pili y Mili, que iban a ser las primeras en salir, y anunciaban el fin de esta colaboración.

Podría ser una decisión sin mayor trascendencia, el final de una colaboración como muchas otras, por voluntad de una de las partes, si no fuera por todo lo que hay detrás. Paloma conoce el Hospital Clínico Veterinario desde hace unos veinte años, cuando empezó a llevar allí a su perra. Solo tiene palabras amables y de agradecimiento para los profesionales de ese centro que, desde entonces, la han ayudado a sacar adelante a animales rescatados de todo tipo de infiernos que llegaban a las instalaciones en condiciones extremas. Pero una cosa es el Hospital y sus profesionales, y otra el animalario y su gestión desde despachos alejados del día a día de los perros y sus cuidadores directos. De hecho, muchos profesores aseguran que no han pisado nunca el animalario porque en su asignatura no se hacen prácticas con animales, y algunos se han interesado por la situación de los perros cuando han conocido algunos relatos de los alumnos, incrédulos ante los testimonios y las evidencias.

El malestar de algunos de esos alumnos, que ya llevaban tiempo preguntado y pidiendo información sobre las condiciones en las que viven esos perros, saltó fuera de los muros de la Facultad a un artículo periodístico hace poco más de un año. Se habló mucho de ello entre el alumnado, en reuniones y asambleas, y también en las redes sociales, y quienes más interés habían puesto en conocer la realidad de esos animales denunciaron incluso presiones de compañeros preocupados por cómo ese “ruido” podría perjudicar su trayectoria académica y al prestigio de la Facultad. Por parte de los responsables del animalario no hubo explicación alguna más allá de asegurar que se cumplía la normativa y que había sido una mala interpretación de la realidad por parte de un grupo de alumnos. Sin embargo, más de un año después de aquel artículo, muchos de aquellos problemas no se han solucionado y son más alumnos los que denuncian la situación.

Cuando un alumno de Veterinaria hace una práctica con un animal al que encuentra directamente en el aula solo puede ver las condiciones en las que está en ese momento concreto y contrastarlas con las que debe tener cualquier animal sano (física y emocionalmente). En el caso de esos beagles es continua la sensación de que están sucios (hasta el punto de que al tocarlos las manos se quedan “un poco negras y con un tacto algo untuoso”), con problemas en el pelo y en la piel, algunos muy delgados, con irritaciones y heridas causadas por lamerse de forma compulsiva, con la boca en mal estado debido al sarro y posiblemente a gingivitis, algunos incluso con bultos que nadie explica qué son o qué tratamiento tienen, y en la mayoría de los casos con síntomas evidentes de miedo y ansiedad. Los alumnos relatan que lo normal es que los perros orinen en el aula, quizá por no haber podido hacerlo en otro sitio o quizá debido a los nervios, o simplemente porque nadie les ha enseñado dónde hacerlo porque la mayor parte del tiempo solo tienen una opción: la jaula. En días calurosos, en los que incluso alguno de los alumnos se mareaba durante una práctica prolongada de dos horas, los perros no tenían ni siquiera agua para beber a pesar del calor y a pesar de estar continuamente jadeando por la ansiedad.

En ocasiones, nos cuentan, en esas prácticas se explican muchas cosas que los alumnos después tienen que reproducir explorando al perro. A veces son muchos, tienen poco tiempo para cada uno y tienen que acelerar para llegar a otra clase o a otra práctica “con la lección aprendida”. Esa masificación y esos nervios siempre los pagan los perros, que una vez concluida la sesión son devueltos “no sabes dónde”. Tras una probable sorpresa inicial que puede no impactar demasiado a los alumnos (a unos pocos sí), algunos de ellos se paran a comprobar que las prácticas siguientes son con los mismos perros, con las mismas lesiones, en las mismas condiciones, y se preguntan si el único criterio para someterlos a esas sesiones es “que se dejen hacer”, aunque sea porque están “paralizados por el puro pánico”.

Esa realidad se ha normalizado en la Facultad y la mayor parte de los alumnos prefiere hacer sus prácticas y seguir adelante sin pensar demasiado o al menos sin preguntar en exceso. “Yo misma me he sentido bajo la acción de ese condicionamiento y he llegado a creer todo lo que pretendían hacernos pensar: que los perros del animalario están en perfectas condiciones y que son animales totalmente normales, sin ningún tipo de anomalía comportamental ni patología física o psicológica, afirmación que se me antoja dudosa cuando he podido ver con mis propios ojos la ansiedad de los perros y su sufrimiento durante las prácticas”, dice una alumna.

A pesar de esos “condicionantes”, algunos se han inquietado y cada vez son más los que preguntan y piden explicaciones. Algo parecía moverse entre los responsables de la Facultad tras el revuelo generado con aquel artículo y para el curso que empezó tras el verano de 2016 se ofrecieron varias plazas para trabajar con los perros del animalario y aumentar su bienestar con paseos y socialización. Quienes entraron como internos de la instalación en octubre de 2016 pudieron entonces conocer de primera mano las condiciones en las que viven su día a día esos animales y encontrar explicaciones para lo que, como alumnos, solo intuían. En primer lugar, el oscurantismo con el que se gestiona el animalario de cara a alumnos y a la parte del profesorado no habitual de la instalación o de las investigaciones con animales. Si no hay nada que ocultar, ¿por qué tanto secretismo?

“Entramos y por fin vi de primera mano las instalaciones: ocho jaulas, cuatro a cada lado del pasillo, con entre dos y cuatro perros en cada una. Un patio al fondo. Había 21 perros (ahora son 18). Al entrar por primera vez algunos perros se tiraban a la puerta pidiendo salir, atención, otros se alejaban al fondo de la jaula, con miedo, mucho miedo, otros saltaban… casi todos tenían heridas por lamido, el pelo fatal, la boca horrible…”, cuenta una de esas personas recordando su experiencia. Su testimonio coincide con el de otras personas que también han estado en el animalario.

Los perros pasaban prácticamente toda su vida en las jaulas. Solo salían durante apenas quince o veinte minutos al día a ese patio interior al final del pasillo. Con la llegada del personal interno pudieron empezar a pasear por el recinto exterior del hospital algo más de tiempo, cada perro empezó a dar paseos dos o tres veces por semana. Es verdad que el tamaño de las jaulas cumple la normativa. Pero, por ejemplo, a pesar de que esa normativa indica que los alojamientos de los perros tienen que tener estímulos ambientales, en la práctica brillan por su ausencia. Solo se han colocado palets de madera en unas jaulas, y en otras hay un transportín de plástico duro. No tienen camas, dicen que por seguridad para que no se las coman (¿debido a la ansiedad?). A pesar de que los veterinarios coinciden en que lo mejor para los perros es comer al menos dos veces al día para evitar problemas gástricos, los del animalario comían una sola vez y al mismo tiempo, de forma que los más fuertes, los más rápidos o los más agresivos de cada jaula dejaban sin apenas comida a los demás. Por petición del personal interno empezaron a comer dos veces al día, aunque con muy poco espacio de tiempo entre ambas comidas. Algunos hacen sus necesidades en los bebederos, un comportamiento claramente anómalo que denota falta de adaptación, y un par de perros han tenido que ser separados de los demás por agresiones, con lo cual la “solución” a su ansiedad es aislarlos aún más.

Pero lo más llamativo que constataron las personas internas en el animalario es que los perros salen incluso dos veces en un mismo día a prácticas, incluso los que tienen una edad avanzada y sufren ansiedad extrema, y que, en contra de lo que aseguraron sus responsables (y los de la Facultad) cuando los alumnos pidieron explicaciones tras la publicación del artículo del año pasado, esos perros destinados a las prácticas son utilizados también en investigaciones. Todo ello consta en los registros de entrada y salida de los perros, que son meras anotaciones a mano con la fecha, el nombre del perro, la hora a la que sale y vuelve, y el destino al que sale. La ley lo permite, aunque con condiciones, y por eso la negativa de los responsables a dar información y la persistencia en negar la evidencia solo aumentan las sospechas de que algo se hace con los perros que, en el mejor de los casos, bordea la legalidad. ¿Quizá es que son más “procedimientos” de los permitidos? ¿Quizá es que se hacen en perros ya muy deteriorados de salud o de avanzada edad que deberían estar “retirados”? ¿Quizá es que no se está cumpliendo la exigencia legal de seguir los criterios para reducir el sufrimiento de los animales?

La normativa, según expertos en “bienestar animal” (un concepto ya de por sí poco concreto y muy desvirtuado), es ambigua y deja bastante margen al criterio del investigador. Por ejemplo, establece que los animales que hayan sido usados ya en al menos un procedimiento solo podrán serlo de nuevo en caso de que se cumplan una serie de requisitos: que la severidad real de los procedimientos anteriores haya sido clasificada como ‘leve’ o ‘moderada’; que se haya demostrado la recuperación total del estado de salud general y de bienestar del animal; que el nuevo procedimiento se haya clasificado como ‘leve’, ‘moderado’ o ‘sin recuperación’; que cuente con asesoramiento veterinario favorable, realizado teniendo en cuenta las experiencias del animal a lo largo de toda su vida. Además, la propia ley precisa que el órgano competente, en circunstancias excepcionales y previo examen veterinario, podrá autorizar la reutilización de un animal aunque no se cumpla el primero de esos requisitos. Ese animal no podrá haber sido utilizado más de una vez en un procedimiento “que le haya provocado angustia y dolor severos o un sufrimiento equivalente”. El problema es que son los propios interesados en esos estudios los que clasifican el procedimiento (por lo que tenemos dudas de que no puedan ser clasificados como ‘leves’ procedimientos que no lo sean), y que se obvia la evidencia de que todo procedimiento provoca, cuando menos, angustia. ¿Cómo se cuantifica su acumulación? Además, esa norma es de 2013, es decir, cuando entró en vigor había perros en el animalario que ya tenían nueve años y que habían sido sometidos a no sabemos cuántas prácticas o estudios, ni de qué tipo, aunque nos podemos hacer una idea. Junto a ello, ocurre que de esas limitaciones están exentas las prácticas docentes, que no son invasivas. Esas circunstancias nos llevan a preguntarnos si se está aprovechando el animalario de docencia para aliviar los requisitos de otro tipo de prácticas y para facilitar la disponibilidad de un remanente de animales con los que poder hacer estudios e investigaciones para trabajos de fin de grado y tesis doctorales al margen de esas prácticas.

La normativa en cuestión (el Real Decreto 53/2013, de 1 de febrero, por el que se establecen las normas básicas aplicables a animales utilizados en experimentación y otros fines científicos, incluyendo la docencia) exige expresamente secundar los principios de reemplazo, reducción y refinamiento, es decir, dicho muy llanamente, sustituir el uso de animales por métodos alternativos siempre que sea posible, reducir en todo lo posible el número de animales utilizados, y minimizar siempre el dolor causado. Los testimonios y los registros de entrada y salida de los perros permiten albergar serias dudas de que en el caso de este animalario se esté cumpliendo ese llamamiento legal y de que no se esté aprovechando la docencia para aprovechar hasta el último aliento de los animales en investigaciones y estudios, además de en las propias prácticas. ¿Por qué, si no, se engaña al grueso de los alumnos ocultando ese uso de los animales? ¿Por qué, si no, hay animales realmente ancianos que siguen sometidos a prácticas y estudios?

Cuando se rechazó la adopción de Pili y Mili se esgrimieron varios argumentos. Por ejemplo, que después de tantos años enjauladas era dudosa su adaptación al exterior. Un gran argumento para legitimar su permanencia en el animalario, y más aún en el caso de animales plenamente domesticados. Basta con ver las fotos de Fiona para hacernos una idea de cómo se podrían adaptar. Otro argumento es que su titular (una profesora) no quería cederlas, y otro argumento es que en realidad esa persona era su responsable pero las perras no son propiedad del animalario y, por tanto, no podían cederlas a un tercero. Según sus cartillas, son propiedad de ‘Deutsche José Carreras“ y residen en el animalario. Mili nació el 4 de abril de 2004 y Pili el 19 de diciembre de ese mismo año, es decir, una ha cumplido trece años y la otra está a punto de cumplirlos, y jamás pisaron la calle hasta que llegó el personal interno, hace unos meses. Han sido sometidas a no sabemos cuántas extracciones de médula y otras pruebas para un estudio y también (aunque no parece coherente con el hecho de no ser propiedad del animalario) han sido objeto de prácticas docentes siendo ya muy viejitas.

Pili y Mili hace tiempo que merecen, cuando menos, una “jubilación” digna, pero ahí siguen. Su compañera Gordi ya no está con ellas. Fue “eutanasiada” sin mayores explicaciones, y entrecomillamos la palabra porque dudamos que fuera sacrificada por su propio bien. Apenas unas horas antes de esa decisión Gordi había disfrutado de un rato fuera de la jaula con varias personas internas del animalario, que no apreciaron un agravamiento de su salud, más allá del deterioro propio de su edad y sus condiciones de vida. Después dijeron que padecía una insuficiencia cardíaca, pero no consta que tuviera tratamiento alguno. ¿Qué pasó para que fuera sacrificada de repente? ¿Tanto empeoró su salud en unas horas? ¿Esa dolencia no impidió que hubiera salido para prácticas de un máster poco antes? ¿Se programó su eutanasia en un día laborable para, después de investigar con ella durante sus trece años de vida, poder aprovechar también su muerte y obtener muestras de tejido? ¿Fue aquel el último “procedimiento” autorizado con Gordi porque requería su sacrificio? ¿Cuál es el destino de sus compañeras Pili y Mili después de una vida enjauladas? ¿Cuál es el destino de Oliver y Benji, a punto de cumplir doce años? ¿Y el de otros siete perros que han cumplido o están a punto de cumplir ocho años? ¿Sus huecos serán ocupados por perros que de nuevo pasarán toda su vida en esas jaulas sin ni siquiera conocer lo que es una familia antes de ser “eutanasiados” cuando ya no se pueda sacar más provecho de sus cuerpos? Tampoco se ha explicado nada, y las preguntas se acumulan.

Y todo eso, a pesar de que algunas personas dentro del animalario sí “se han mojado” para mejorar las condiciones de vida de esos perros y sacar a los más mayores en adopción. Sabemos que hay cuidadores que sufren por los perros y tratan de ayudar en la medida de sus posibilidades, y hay responsables que han intentado varias mejoras. Pero todo el que se ha preocupado por esos beagles se ha topado contra un muro. ¿Por qué? ¿Por qué un animalario en una Facultad de Veterinaria no tiene ni siquiera un protocolo de adopciones para “jubilar” a los perros a partir de una determinada edad? Un buen indicio de que las cosas pueden empezar a mejorar sería una confirmación de que Pili y Mili pueden salir en adopción, pero sería solo el principio, porque son muchas sospechas las que hay que disipar.

De lo que no hay duda es de que el Comité de Ética que tiene que avalar el uso de animales para su autorización por la Comunidad de Madrid (encargada de cumplir ese real decreto) está copado por profesores que investigan con animales. De hecho, entre sus asesores está Juan Carlos Illera, conocido por su polémica defensa de la tauromaquia alegando que el toro no sufre con la lidia porque segrega endorfinas. Al parecer, no tantas como para disimular los gestos de inmenso dolor y terror que se pueden apreciar solo con mirarle a la cara prescindiendo de la farándula que rodea su sufrimiento, ni para ahorrarle los vómitos de sangre que le acaban ahogando, ni las convulsiones cuando le mutilan aún vivo. Tendríamos menos dudas sobre la imparcialidad de ese Comité de Ética si tuviera unos asesores más… éticos.

Tampoco tenemos dudas sobre el negocio millonario en torno a la cría de esos animales, su transporte y su mantenimiento, y su conexión con el mundo académico. De hecho, los expertos coinciden en que el ámbito científico donde el uso de animales es más cuestionable es el docente, porque es donde más opciones existen de “hacer las cosas de otra forma más ética”. Es cierto que los profesores interesados en un proyecto de investigación no pueden, desde el Comité de Ética, avalar su propio proyecto. Pero ahí, dicen los expertos siguiendo la máxima de “quien hace la ley, hace la trampa”, siempre hay hueco para el intercambio de favores: “Tú me avalas mi estudio y yo te avalo el tuyo”, dicho de manera sencilla. Y es muy difícil, casi imposible salvo que “algo muy gordo se les haya pasado”, dicen los expertos, que la Comunidad de Madrid eche atrás un proyecto avalado por el centro que lo solicita y que se lleva a cabo con sus propios animales. Muchos de esos estudios, dicen incluso profesores con un grueso currículum académico que nunca han investigado directamente sobre animales, tienen como única finalidad engrosar el expediente de quienes guían esos estudios. Y cuando se exponen sus conclusiones, subrayan, nunca se habla de las condiciones en las que estaban, y están (si siguen vivos) los animales con los que investigaron. ¿Son esenciales todos esos estudios? ¿Para qué? ¿Para quién?

Algunas de esas opciones más éticas han sido reiteradamente propuestas por alumnos a responsables de la Facultad. Ha habido alumnos que se han negado a hacer determinadas prácticas por el estado de ansiedad de los perros. En uno de esos casos, por ejemplo, había que hacer un vendaje. Varios machos se habían peleado porque estaban todos en un espacio mínimo con una hembra a punto de entrar en celo. Cuando llegó el turno de una alumna, su perro estaba “verdaderamente histérico”. “Encima de la mesa tenía una ansiedad brutal, jadeaba y temblaba, pero a nadie le preocupaba”. Ella se negó a hacer la práctica para que se pudieran llevar al perro cuanto antes y acabar con su tortura, y el profesor, después de intentar convencerla de que estaba equivocada, improvisó la práctica con un tubo de poliespán. ¿De verdad no hay forma de hacer eso mismo con más planificación y ahorrar sufrimiento a los perros?

Algunos alumnos insisten también en que muchas prácticas de exploración (no invasivas) podrían hacerse en perros rescatados por protectoras y refugios, lo cual serviría además para chequear a esos animales y aportar una colaboración beneficiosa para ambas partes. Muchas prácticas podrían hacerse también con perros que acuden a consulta al hospital, y que no notarían nada aparte de una revisión más, sin la ansiedad adicional y acumulada que implica para los que están permanente encerrados salvo para ser sometidos a esas sesiones una y otra vez. La ley solo pone como requisito que los animales no sean vagabundos, que estén registrados y se les pueda hacer un seguimiento. Se puede hacer. ¿Por qué no se hace, si se liberaría de las jaulas a muchos perros y aportaría un valor social a la comunidad? Cuando han preguntado, las respuestas, diferentes según el momento y el interlocutor, han ido desde que la ley no lo permite (tenemos serias dudas), la Facultad no tiene medios para gestionarlo (quienes pagan son los perros), o pagarían los alumnos porque no tendrían animales para practicar (vuelta al anterior argumento, si no hay medios siguen pagando los perros).

Después de que el estado de los perros llevara a varias personas internas a pedir que algunos de ellos no fueran sometidos a prácticas de los alumnos, se pidió un informe a un etólogo, eso sí, cuando las prácticas estaban a punto de concluir, al final del curso. A pesar de que la Facultad tiene un departamento de Etología, se recurrió a un profesional externo. ¿Por qué? Tampoco lo sabemos. Ese etólogo, con el que hemos contactado, no nos ha autorizado a difundir su nombre ni nos ha dado ninguna información. Sin embargo, su informe circuló entre varios responsables de los animales, y nos consta que su conclusión fue contundente. Por motivos que se nos escapan no pudo valorar a todos los perros y se centró en aquellos cuya evaluación se consideraba más urgente, un total de nueve animales. En todos los perros observados, bien directamente o en vídeo, no se encontró un solo animal que tolere, al menos aceptablemente, las prácticas, por lo que consideró necesario un replanteamiento en la forma de realizar las prácticas (por ejemplo, su duración, número de alumnos presentes, etc.) y/o en la formación que se da a profesores y alumnos, relativa al manejo y exploración de los animales.

Antes del verano, la Asociación Europea para el Establecimiento de la Enseñanza de Veterinaria (EAEVE, por sus siglas en inglés), visitó las instalaciones de la Facultad de la Universidad Complutense para la inspección periódica de la certificación que permite a sus veterinarios ejercer en cualquier país de Europa. Ese día, por cierto, el de la inspección, fueron retirados del bar de la Facultad algunos de los carteles taurópatas que normalmente se exhiben en sus paredes. El Comité de la EAEVE quiso reunirse en privado con los alumnos internos del animalario, quienes expusieron por escrito mejoras imprescindibles a partir de su propia experiencia y que sintieron que por fin alguien escuchaba sus demandas. Explicaban, por ejemplo, que la falta de presupuesto ha impedido reparar el sistema de ventilación y mitigar el fuerte olor a amoniaco cuando sube la temperatura en verano; que no hay plan de evacuación de los perros en caso de incendio; que para sacar a los perros dede el animalario hay que atravesar el área de hospitalización de grandes animales, con todo lo que ello supone para los pacientes y los profesionales; que la falta de botiquín y nevera obliga a acudir a hospitalización para obtener determinados medicamentos para los perros, lo cual dificulta su disponibilidad cuando no es un problema urgente, especialmente cuando se trata de tratamientos prolongados como gotas para los ojos o los oídos. En definitiva, concluían, esos perros no están en las mínimas condiciones de bienestar, algo “inaceptable” en cualquier animalario, pero todo un “atropello” cuando se trata de una Facultad de Veterinaria. “Nuestros perros merecen algo mejor”, decían en ese escrito. Sin embargo, de forma para ellos incomprensible, y tras escasos cinco minutos examinando las instalaciones del animalario de docencia (como pudieron comprobar varios alumnos que estaban en las inmediaciones), el informe de conclusiones apenas mencionaba nada. ¿Pasaron por alto todas las evidencias? ¿Qué documentación les fue proporcionada para obviar el estado de los perros? ¿Qué papel ha jugado el decano de la Facultad, integrante del equipo ejecutivo de la EAEVE? Inspectores de esta asociación vuelven esta próxima semana a la Facultad para comprobar si se han llevado a cabo algunas reformas requeridas. ¿Qué tipo de reformas? ¿Tendrán en cuenta las evidencias que obviaron meses atrás?

Hace pocos meses, un pequeño grupo de estudiantes de otras facultades de la Universidad Complutense decidió ir a Veterinaria a interesarse por cómo había evolucionado la situación de esos perros después de la publicación de aquel artículo, más o menos un año atrás. Muy pocas personas parecían tener algo de información, y de ellas muchas mostraban miedo y no querían hablar. La mayoría no sabía nada, o reconocía no haberse interesado e incluso abiertamente que prefería “no saber”, y algunas reconocieron la dificultad de obtener información, así que los estudiantes fueron al despacho de un “alto cargo” de la Facultad, con el que mantuvieron una conversación amable hasta que llegó el tema del animalario, y para saber más les envió a otra persona responsable que no quiso hablar con ellos. Finalmente consiguieron que otro responsable les recibiera en su despacho. Les dijo que se cumple la ley como muestra “un certificado” que no quiso enseñarles, y al insistir les advirtió: “Si seguís por aquí podéis tener serios problemas legales, escoged otro tema por vuestro bien. Estáis metiéndoos en terrenos pantanosos”.

A la vista de la realidad que viven día a día los perros del animalario de docencia cabe concluir que la legislación es claramente insuficiente a la hora de garantizar el más mínimo bienestar de los animales, y que además fallan estrepitosamente los mecanismos de control. También nos preguntamos de qué sirve suscribir un compromiso de transparencia como el impulsado por la Confederación de Sociedades Científicas de España si las entidades que lo suscriben pueden mantener impunemente este nivel de opacidad de cara no solo al conjunto de los ciudadanos sino, en este caso, a sus propios integrantes, los alumnos.

Y si esto está ocurriendo en uno de los animalarios de una universidad pública, pagada con el dinero de todos, y en una facultad donde se forman futuros veterinarios, los encargados de velar por la salud de los animales, resulta inquietante plantearse qué pasa en los ¿cientos? de animalarios que hay en otras facultades, universidades, hospitales, laboratorios y demás centros de investigación de los que no sabemos prácticamente nada. Y si pasa con perros, nuestros “mejores amigos”, objeto de cierta protección legal y de cada vez mayor consideración ética por parte de la sociedad, ¿qué pasa con esos animales que para la ley solo son mercancía y para la gran parte de la sociedad solo son chuletas, leche o huevos?

Si quienes han preguntado por esos animales, han pedido información sobre su estado, han buscado de forma reiterada las posibles vías para mejorar sus condiciones de vida, apenas han percibido avances pero han sufrido presiones, intimidaciones, y no solo por parte de algunos responsables sino también de sus propios compañeros, nos tenemos que preguntar qué tipo de veterinarios estamos formando. ¿Por qué animales se van a preocupar si no empiezan haciéndolo por quienes dan su vida, literalmente y aunque no de forma voluntaria, para que puedan formarse? ¿Quieren ser veterinarios dejando de lado la empatía? Estas preguntas nos llevan a reafirmarnos en la convicción de que es urgente incrementar el peso de la ética en la ciencia, y de la Etología en la Veterinaria. Por cierto, en esas prácticas y estudios, ¿hay profesores con formación adicional en comportamiento canino? ¿Saben cómo tratar a un perro con miedo, con ansiedad, para no aumentar esa angustia y para transmitírselo a los alumnos? Nos tememos la respuesta.

Durante meses, años, demasiado tiempo, en la Facultad de Veterinaria de la Universidad Complutense ha regido la máxima de que los trapos sucios se lavan en casa. Sin embargo, cuando esos trapos no solo no se lavan sino que se acumulan, es inevitable que el hedor se expanda y traspase los muros de la casa. Cuando llega ese momento, pretender simplemente cerrar puertas y ventanas solo aumenta la focalización sobre el origen de la pestilencia y ya no hay más opción que abrir puertas y ventanas, levantar alfombras, abrir cajones y limpiar a conciencia para que, con el tiempo, el olor vaya desapareciendo. Todo lo demás es inútil.

Nos quedamos con el testimonio de una de las personas que más tiempo ha pasado con esos perros: “Cada uno, como ciudadano, podrá preguntarse si los perros deben emplearse o no en docencia, o en investigación, o en ambas cosas a la vez; incluso podrá tener la duda de si es legal o ilegal mantenerlos encerrados todo un año solo para estos fines. Pero lo que me pregunto yo es: como estudiantes, como profesores, como facultad de Veterinaria, incluso como antiguos alumnos, ¿estamos siendo justos con estos seres vivos manteniéndolos en esta vida de aislamiento? ¿Estamos siendo gratos con nuestros animales teniéndolos en estas precarias condiciones? ¿Realmente hemos buscado alternativas? Mi conciencia me repite que no”.

“Con la utilización a nuestro antojo de estos perros, año tras año, con su confinamiento de por vida, con su uso en bucle –estudio tras estudio, práctica tras práctica- y con nuestra indiferencia casi total, estamos perpetrando un terrible abuso. Y en nuestra facultad esto se hace con una naturalidad que da pánico y vergüenza. Tras este año de desengaño y gran desgaste emocional, ya no podré olvidar ninguno de sus 21 nombres, ni sus caras ni sus diferentes maneras de mostrarme su cariño. Porque son perros, no muebles. Y como ese animalillo con el que vives en tu casa, al que adoras, nuestros beagles también quieren, sufren y sienten”.

Después de meses, años, intentando “lavar los trapos sucios en casa”, una serie de personas han decidido aportar todos estos testimonios para intentar que se abran puertas y ventanas y que el aire fresco y la limpieza puedan ir eliminando el hedor. “Porque nuestros perros no se merecen esta vida de sufrimiento e ingratitud. Por nuestros beagles; por los que siguen ahí dentro y por los que ya no están”. Por nuestra parte, hemos intentado contactar con las personas responsables del animalario, del Hospital Clínico Veterinario y de la Facultad, pero no hemos obtenido ninguna respuesta. Esperamos obtenerla en forma de mejoras que nos vayan trasladando alumnos y profesores, y los propios perros en sus nuevos hogares. Por ellos, por tantos otros, y por nosotras mismas, que no queremos perder nuestra capacidad de empatía, hemos decidido hacernos eco de esos testimonios.

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