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Artículos de opinión de Javier Gallego, director del programa de radio Carne Cruda.

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No me he sentido español ni cinco minutos

Javier Gallego

No me he sentido español ni cinco minutos. Como Fernando Trueba, al que algunos quieren quitarle la nacionalidad por decirlo. Están locos estos nacionalistas: quieren nacionalizarte a la fuerza pero te desnacionalizan a la menor. Mira Rajoy que para españolizar a los catalanes, les amenaza con dejar de ser españoles y hasta europeos, si se van. Los nacionalismos tienen una manía excluyente, uniformadora y represiva que tira para atrás. Tanto los que nacen para colonizar como los que surgen para evitarlo, acaban exigiendo disciplina castrense y desfile de tropas. Si cambias el paso o te sales de la fila, te montan un consejo de guerra o decretan tu expulsión. Por mí bien. Soy más de afueras que de adentros, más de suburbios y periferias que de centros. Afuera corre más el aire y se respira mejor, dónde va a parar.

También he escuchado a nacionalistas catalanes defendiendo que no tenían por qué renunciar a su nacionalidad española, por no renunciar a sus ventajas en Europa, aunque renunciaran a España. A veces tengo la impresión que esto de la nacionalidad tiene que ver más con la fiscalidad que con la identidad. Importa más la declaración de la renta que la declaración de los derechos humanos. Al fin y al cabo, nos tratan como a contribuyentes, no como a personas. Admitámoslo, más que españoles, catalanes o polacos, lo que somos ahora es alemanes. De tercera división. A mí, si me dieran a elegir, haría como Pujol: me haría andorrano. O me hago el suizo como el amigo Luis.

Soy español porque lo dice mi carné y no lo pude evitar. Fue un azar y no voy a hacer patria de un accidente. Si me importa este país es porque me tocó vivir aquí y creo que debo colaborar a mejorar la vida de mi comunidad y si me importa España más que Letonia es porque aquí están mi familia y mis amigos que son mi única nación además de las fronteras de mi cuerpo y mi conciencia. Como bien escribió Carlos Pérez el otro día: aspiro a la gobernación justa de los recursos, no a la administración de los sentimientos. Nunca me gustaron los sentimientos patrióticos porque cuando una emoción se hace colectiva, te desborda y te borra y se apodera de ti más de lo que eres capaz de admitir y controlar. Los sentimientos identitarios anulan la identidad. Está en los libros de Historia.

Decía Samuel Johnson que el patriotismo es el refugio de los canallas. No me negarán que como refugio es como esconderse en una tienda de souvenirs, una acumulación de tópicos, estereotipos y frases hechas que simplifican la realidad como un refrán. Tampoco simpatizo con las banderas. Ni siquiera las que me resultan más cercanas porque, quieras que no, todas son como fronteras y te pueden abrir la cabeza con el mástil cuando las agitan sin parar. Tapan el cielo cuando ondean y suelen terminar cubiertas de sangre o cubriendo cadáveres. Al final, siempre acaban de mortaja. De los muertos y de la verdad.

Es cierto que todo esto se me va al carajo cuando juegan deportistas nacionales en competición internacional y el hincha toma posesión del campo de mis emociones, o cuando alguien me insulta por ser español y me toca los bemoles, como si tuviera una mancha de nacimiento o un pecado original. No sólo no me avergüenzo ni siento culpa sino que le tengo mucha estima al patrimonio, la cultura y la lengua en la que he crecido. La lengua es mi casa y creo que todos nos llevaríamos mejor en ésta que compartimos si España hubiera aceptado la lengua y la cultura catalanas como propias y no como extrañas. Si hubiéramos estudiado al menos unas nociones de todas las lenguas de nuestro país, nos entenderíamos al hablar.

Así que entiendo de dónde viene la respuesta airada de muchos catalanes con el Estado central, victimismos o intereses políticos aparte. Cuando menosprecias la diferencia, la gente se une en lo que les hace iguales. Lo que me da miedo de las identidades es que nos quieran idénticos. Prefiero, por eso, la diferencia a la identidad, la excentricidad a la idiosincrasia y la disidencia a la conformidad.

Me gusta pensar que miro la vida como Fernando Trueba que tantas veces ha bromeado con su bizquera, con un ojo de frente y el otro hacia fuera para no perder de vista el horizonte. Mi país, como decía un poema de Jorge Riechmann, son mis amigos, mis seres queridos, algunos libros en los que aún vivo, discos, charlas, amantes y tardes que son ya como naciones dentro de mi geografía vital. No tengo más país que ese y me basta. En mi república no hay ni dios ni patria ni rey.

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