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Sobre este blog

Filólogo y periodista, pero poco, ha ejercido como profesor, traductor y escribidor para terceros. Actualmente dirige e ilustra ÇhøpSuëy Fanzine On The Rocks y prepara la segunda oleada de su Diccionario para entender a los humanos.

¿Y tú qué miras?

Josean Blanco

Leo en Change.org un manifiesto 'En defensa de la democracia en la era digital', apropiadamente grandilocuente y sucintamente apocalíptico, que me causa una honda preocupación. De una hondura, aproximadamente, de un pie, para que nos entendamos. El manifiesto, firmado hasta la fecha por casi 600 intelectuales y escritores de 86 países, dice entre otras cosas: “Con unos cuantos clics de ratón, el Estado puede acceder a nuestros dispositivos móviles, nuestro correo electrónico, nuestras redes sociales y nuestras búsquedas en Internet. Puede seguir la pista de nuestras inclinaciones y actividades políticas y, en colaboración con empresas proveedoras de Internet, puede reunir y almacenar todos nuestros datos y, por tanto, predecir nuestras pautas de consumo y nuestro comportamiento”.

Hay que reconocer que el Estado es el tocapelotas por antonomasia. El muy cabrón no se conforma con freírnos a impuestos, vigilar las grasas saturadas de los bollos o fastidiarnos el placer del fumeque, ahora pretende enterarse de quiénes son nuestros ‘hamigos’ del Facebook o de si hemos buscado en Google la palabra zoofilia. Un día de estos conectarán a traición la cámara del portátil para descubrir la cara de gilipollas que ponemos delante de la pantalla.

No es un asunto baladí. En internet vamos dejando una huella creciente de nuestro paso. Hace ya unos años, Cindy Gallop prevenía en TED.com del grave riesgo que estaban corriendo —y nunca mejor dicho— los alumnos universitarios de sexo varón y género macho por pasar horas enganchados a internet: la feminización de la enseñanza universitaria es ya un hecho porque ellas estudian mientras ellos dedican su tiempo a visitar páginas porno, consumiendo sus recursos intelectuales a humo de pajas. Como sigamos así, llegará un momento en que entre los requisitos para acceder a una beca Erasmus (que los profesores universitarios, no sé por qué razón, llaman Orgasmus) estará el historial del navegador para ver cuántas horas se han perdido al día estudiando anatomía dinámica. (—Su rendimiento ha bajado mucho este trimestre, Kortajarena. ¿Cuántas a la semana? —Sólo las justas, Padre, sólo las justas). Por mi parte, me gustaría aclarar a quienes tuvieran la tentación de vigilarme que todas esas páginas, ejem, extravagantes, que aparecen en mis historiales son para un estudio del comportamiento humano. Pura ciencia, o sea.

Tampoco me siento concernido porque las empresas puedan prever mis pautas de consumo y mi comportamiento. No veo mal que crean que si va a aumentar mi consumo de televisores de plasma o de cafeteras hagan acopio en el supermercado. Lo que pasa es que estos sistemas no funcionan. Buscas una cámara de fotos en Google y el sistema “inteligente” te bombardea durante dos meses con publicidad del modelo que has mirado y... rechazado; pues vale. Si no creen la afirmación de que el sistema no funciona, echen una ojeada al mundo real, a los precios que se pagan por la publicidad en internet: son como un mal chiste. No es extraño que los periódicos digitales se vuelvan locos por ofrecer noticias cada vez más cubistas o columnistas cada vez más gilipollas (¡hola!): hay que atraer a millones de usuarios como sea para que pinchen en la publicidad. No future.

También es exótica la afirmación del manifiesto de que “cuando [los datos de navegación privados] se utilizan para predecir nuestro comportamiento, nos están robando algo más: el principio del libre albedrío, parte esencial de la libertad democrática”. Sorprendente. Jamás había leído una refutación tan sintética y tecnológica del libre albedrío: porque si nuestro comportamiento es predecible por los clics que hacemos en internet, estamos realmente jodidos como organismos pensantes, no ya como seres libres. Y quizá porque soy un frívolo, tampoco me preocupa que se conozcan mis inclinaciones y actividades políticas. Al fin y al cabo yo soy el primero que las hace públicas en el mundo real y en las redes sociales. Y no es lo mismo —creo en mi ingenuidad— como tratan nuestra intimidad los estados democráticos, sometidos a control judicial, que los estados totalitarios. Ahí sí hay un importante matiz que habría que subrayar.

En fin, que voy a acabar por firmar el manifiesto (siempre que me admitan como escritor y/o intelectual, aunque sea de la tercera división junior de la liga escolar autonómica) por una cuestión harto preocupante. ¿Se imaginan que estos datos caen en manos de las revistas del corazón? No quiero ni imaginar el número de buitres carroñeros que se abatirían sobre Paquirrín o Sara Carbonero. Ni lo que ocurriría en un futuro no muy lejano si los estudiantes de Historia o los de Archivística pudieran acceder al historial de páginas visitadas por los miembros y miembras del Congreso, el Gobierno, el Consejo General del Poder Judicial o el Parnaso de Escritores de España o de Galeuska. Sería el llanto y el crujir de dientes. Por favor, paremos esto ya. Que intervenga la ONU. Que ya empiezan a resonar las grandes carcajadas del futuro.

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Filólogo y periodista, pero poco, ha ejercido como profesor, traductor y escribidor para terceros. Actualmente dirige e ilustra ÇhøpSuëy Fanzine On The Rocks y prepara la segunda oleada de su Diccionario para entender a los humanos.

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