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La fractura del modelo autonómico

Enorme senyera estelada en la manifestación de la Diada 2012, en Barcelona. AP / GTRESONLINE

Antonio Franco

El modelo autonómico nació de forma accidentada e incompleto, entre muchas presiones, y ha sido como una bicicleta que en cuanto ha dejado de intentar ir hacia adelante ha provocado la caída del ocupante. Cada vez resulta más evidente que el espíritu descentralizador con que UCD y PSOE, respaldados por la mayoría de las demás formaciones, plantearon durante la Transición a la estructura del poder para la etapa democrática respondía más a su debilidad para apostar por un esquema centralista al estilo francés que a una auténtica convicción.

Muerto Franco, la democracia no podía consolidarse en el conjunto de España sin una complicidad absoluta y una conformidad con el modelo por parte de Catalunya y Euskadi, dos grandes bastiones de la fuerza empresarial e industrial y dos de los arietes decisivos en la recuperación de las libertades. A eso se añadía que, desde la clandestinidad hasta su afloración pública, los discursos socialista y comunista habían subrayado la necesidad de restablecer la democracia respetando, por la vía de una nueva estructuración formal, la diversidad nacional existente en España.

En paralelo, los discursos de UCD, de los hijos del centroderecha que tan escasamente habían combatido al régimen del 18 de julio, encontraron en el reconocimiento de la pluralidad nacional una fuente de legitimación y lo exhibían como prueba de que no eran menos demócratas que nadie.

La derecha-derecha, el conglomerado que acabaría siendo la Alianza Popular de Manuel Fraga, tuvo en esa etapa definitoria un peso institucional relativo y pudo mojarse poco. A causa de ello, luego lo tuvo sencillo para exhibir reticencias, aceptar los aspectos más superficiales y folclóricos de la división autonómica, defender la “descentralización, sí, pero dentro de un orden”, y reiterar lo que podríamos llamar “el valor supremo de la sagrada unidad de España”. Posteriormente, fue afinando sus críticas contra la descentralización cuando ésta ya era constitucional, aunque Fraga matizó algo las cosas cuando se convirtió en presidente autonómico de Galicia y empezó a sacarle punta a la potencialidad política de lo que hasta aquel momento él limitaba a una esfera meramente administrativa.

Descentralización política

Tras el impulso inicial de UCD, el protagonista de calibrar el sentido y alcance de la descentralización fue el PSOE, a medida que fue ganando poder. Sus dirigentes se sintieron cómodos con la denominación “Estado de las autonomías”, por la inconcreción que comportaba en relación a la doctrina internacional ya existente sobre lo que eran los Estados federales, que eran, retóricamente, su bandera tradicional.

Todo hace pensar que tanto Adolfo Suárez como Felipe González deseaban que la descentralización española fuese muy administrativa y poco política, con la excepción de las autonomías catalana y vasca, que inevitablemente deberían tener muy visible esa segunda connotación. Tanto esto, como su posible extensión a Galicia, se aceptaba de una forma abstracta por la mayoría de la opinión pública en aquellos primeros tiempos posfranquistas en los que había muy buena voluntad colectiva para los consensos (algo que duró hasta que llegó la radicalización del sentimiento partidista al seno de la mayoría de las formaciones).

Cuando empezó a concretarse el modelo autonómico, los socialistas empezaron a padecer tensiones internas, especialmente desde su decisivo brazo andaluz, que pronto asentó la idea, mirando a Catalunya y a Euskadi, de que, respecto a la autonomía, su comunidad no podía ser menos que nadie. Esto empujó al PSOE hacia un autonomismo más profundo y político. Le acabaron de animar sus deseos de abortar la posibilidad del gran crecimiento de un rival local, el PSA. UCD estuvo de acuerdo en ampliar a toda España el nivel político de todas las autonomías, y la derecha más conservadora no pudo hacer nada en una cuestión en la que electoralmente estaba en neta minoría absoluta frente a la suma de la izquierda, los centristas y los partidos nacionalistas.

Esas fueron las claves del parto del “café para todos”, tan elogiado durante un tiempo y ahora, con perspectiva, considerado como la raíz de gran parte de nuestros graves problemas. Es un hecho que fomentó el sentido político particularista –o su conveniencia– en áreas donde no existía previamente, y es otro hecho que nunca llegó a satisfacer a una parte de los ciudadanos de las nacionalidades históricas que sí tenían un sentido identitario propio, entre otras causas, por su generalización.

En cuanto quedó instaurado el bipartidismo español, ni el PSOE ni la derecha, sus grandes beneficiarios, mostraron el menor interés para que el peso que tenían los Gobiernos y Parlamentos autonómicos en sus respectivos territorios tuviese una progresiva repercusión en la administración y la estructura centrales. Así, empezó la historia de descentralizar competencias hacia las autonomías, sin desarmar a la misma escala las instituciones que las gestionaban desde Madrid. O lo de prometer continuamente convertir el Senado en una Cámara de verdadera representación territorial, sin llegar a hacerlo. En definitiva, así empezaron a marcarse las distancias respecto a un verdadero modelo federal, pese a que el nivel de descentralización creció, aunque sin la vertebración debida, hasta superar en la práctica, en determinados aspectos, al de muchos de los Estados federales.

Felipe González y Alfonso Guerra llevaron las riendas en los años decisivos en los que se creó una filosofía de Estado muy autonómico en las autonomías y muy Estado central fuerte, controlando desde arriba con superioridad fáctica a todo lo demás. Un ejemplo de ello es que para tratar las cuestiones problemáticas que afectaban a todas las autonomías se prefirió recurrir y potenciar las reuniones del presidente del Gobierno con los presidentes de las comunidades en vez de crear un órgano idóneo, del mismo modo que no se articuló ningún cauce general para tratar de forma bilateral los contenciosos entre las autonomías fronterizas. Las reuniones de presidentes, celebradas en La Moncloa con una agenda cerrada y decidida por su inquilino, subrayan de forma clara la subordinación jerárquica del poder autonómico, no al poder del conjunto de la Administración del Estado, sino a la persona concreta del presidente de Gobierno de turno.

La insatisfacción

La artificiosidad del esquema lo ha hecho saltar por los aires desde varios ángulos, especialmente el económico. Por el coste e ineficiencia de ir solapando poderes para gestionar unas mismas cosas, por la incapacidad política de diseñar mecanismos transparentes de control del dinero público en todos los niveles de la Administración, por no definir debidamente el reparto del dinero entre las administraciones en función de los servicios que prestan, la población a la que atienden u otros criterios objetivos. En lo que fueron las nacionalidades históricas, el desarrollo estatutario tampoco ha llevado a los niveles federalistas que políticamente se aspiraban, con incidentes graves como el descarrilamiento del plan vasco de Ibarretxe y como la marcha atrás al nuevo Estatut catalán después de haber sido refrendado por el Congreso español y por un referéndum específico en Catalunya.

El resultado final es una gran insatisfacción por la realidad que tenemos, excesivamente descentralizada en la opinión de unos e insuficiente según el punto de vista de otros. En el momento en que la crisis económica ha descarnado las posturas, se nos han encadenado los debates ácidos y las tensiones, algunas muy trascendentes, aderezadas por una gran sensación de incapacidad de abrir la gran reflexión colectiva necesaria para sentar las bases de una rectificación aceptable para, por lo menos, una gran mayoría de los ciudadanos.

La raíz de la particular insatisfacción catalana por el modelo económico reside en la consideración mayoritaria de que hay un maltrato financiero que le impide desarrollarse de acuerdo con su propia capacidad. Es evidente que los negociadores catalanes de la Constitución y del modelo autonómico cometieron un error histórico al no apostar en su momento por un concierto como el vasco. Tal vez no lo habrían podido conseguir, tal vez habrían logrado un concierto descafeinado, pero es casi seguro que, si lo hubieran reclamado, el concierto vasco habría sido acotado de una forma que no constituyera hoy para los catalanes un recordatorio continuo de discriminación en contra.

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