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Soñando con Europa: así es la vida del último joven de una aldea senegalesa

Goundo Wandianga tiene 21 años y en su aldea de Senegal ya no queda casi nadie // Facebook

Ruth Maclean

Senegal —

Goundo Wandianga es el último hombre joven de Sare Bakary. O, por lo menos, esa es la sensación. Pasa los días holgazaneando bajo los árboles de mango en la pequeña aldea de la región de Casamanza, al sur de Senegal, de donde es su familia. Allí, pasa el tiempo jugando con su móvil, haciendo algún que otro mandado para su madre y soñando con Europa.

El resto de la gente de la aldea sigue su vida diaria con normalidad. Los hombres mayores se sientan en bancos a pelar maníes y a charlar sobre el ganado, los viejos tiempos y sus antiguos intentos de llegar a Europa. Sus esposas e hijas trabajan constantemente manteniendo los jardines, cocinando y barriendo las cáscaras de cacahuetes, mientras los niños corren de aquí para allá, entre las chozas.

Pero en Sare Bakary no hay ningún grupo de adolescentes malhumorados o de fornidos jóvenes que ronden los 20 años. Salvo Goundo.

Goundo Wandianga solo tiene 21 años pero todos sus amigos, y hasta su hermano gemelo, se fueron a probar fortuna en otro lugar. Muchos decidieron seguir el peligroso camino del Sáhara hasta Libia y, de ahí, un bote en el Mediterráneo para llegar a Italia. Otros fueron hasta Marruecos en piragua, una canoa tradicional de madera, y de ahí a España. Todos han arriesgado su vida para llegar a Europa, conseguir trabajo y enviar dinero a casa.

Todos menos Goundo. En una reunión familiar se decidió que primero terminaría sus estudios y luego intentaría salir de Senegal legalmente, en avión. Volar parecía mejor opción que cruzar el Sáhara, la cada vez más peligrosa “puerta de atrás”. Con la educación que Wandianga había recibido, la familia pensó que era más probable que consiguiera un buen empleo.

Pero quedarse atrás ha sido difícil para Goundo, sobre todo cuando ve en Facebook los posts de sus amigos sobre la vida en Europa y el orgullo en el rostro de sus padres cuando sus hermanos envían dinero.

“Antes no tenía nada. Todo lo que tengo es porque me lo han enviado. Puedo comprar ropa, comida y medicamentos”, cuenta Djenaba Sabaly, la madre de Goundo. “Antes tenía que quedarme en cama hasta sentirme mejor”.

“No quedan hombres jóvenes”

Según Abdul Anne, director de la agencia regional de desarrollo de Kolda, la situación en Sare Bakary no es inusual. No hay hombres jóvenes en casi ninguna de las aldeas de la región en la que trabaja. “En las aldeas, solo hay gente mayor, mujeres y niños”, dice. “No hay hombres jóvenes porque no hay nada que los retenga en esos lugares. No hay nada que un joven pueda hacer para ganar lo necesario ni para comprarse una taza de té o unos cigarrillos. Y ninguna familia quiere que sus hijos se queden”.

Muchos se han ido hasta Europa. Otros solo llegan hasta el centro urbano de la zona, Kolda, donde se quedan un tiempo buscando la forma de ganar un poco de dinero.

Pero de hecho, lo que gastan (en efectivo y en vacas) estas aldeas en los viajes a Europa de sus jóvenes y en las plegarias protectoras de los morabitos (hombres sagrados) es superior a lo que obtienen con las remesas. Muchos migrantes senegaleses se quedan en Libia a la espera de poder cruzar; o en Italia, donde esperan conseguir documentos y un trabajo. Pero, a pesar de esto, la abrumadora sensación en Sare Bakary es que lo mejor para un hombre en edad de trabajar es irse.

“El camino es muy arduo pero, si no se van, se los trata de débiles”, dice Fatou Balde, tía de Goundo, sin mirar a su sobrino, sentado en la alfombra a sus pies.

Goundo siente lo mismo con mucha intensidad. “A veces, puedes oír que alguien dice: ‘¿Qué estás esperando?’”, cuenta sentado en la oscura frescura de una de las chozas familiares mientras se rasca el brazo con las uñas manchadas con henna. “O quizás ni siquiera te lo dicen, pero puedes sentir que lo están pensando. ¡Y las miradas que te echan! Las miradas son muy difíciles de soportar”.

Según Djibiribou Balde, jefe de la aldea de Sare Bakary, para las generaciones anteriores había trabajo agrícola en las aldeas. Ahora, dice Balde, los precios son tan bajos que desde el punto de vista financiero no tiene sentido sembrar cultivos comerciales. En cualquier caso, explica, la degradación de los suelos y la escasez de lluvias que trajo del cambio climático hace difícil el trabajo agrícola.

“Necesitamos las herramientas para cultivar y un mercado para vender nuestros productos”, dice Balde, sentado junto a otros ancianos respetables en las sillas de madera de un claro. Balde explica por qué los jóvenes no se quieren quedar en la aldea y por qué su propio hijo, sentado a su lado y con la ropa llena de barro por trabajar la tierra, intentó irse a Europa tres veces. “En la época de mis padres, el costo de vida era mucho menor”.

De todos modos, cuenta Balde, viajar fue el estilo de vida habitual de su gente durante muchas generaciones. “Todos nosotros hemos pasado tiempo en otros lugares, hemos experimentado el mundo exterior. Esa es nuestra cultura”.

Marie-Stella Ndiaye, de la Organización Internacional para las Migraciones, explica que ocurre lo mismo en gran parte de Senegal: “La tradición de migrar no es nada nuevo para los senegaleses, y sus lugares de referencia siempre han sido Francia y Europa. Ir de un lado a otro es un anhelo normal”.

Ahora el destino es Italia

Aunque ahora el viaje es por el desierto, en lugar del mar, y el destino es Italia, en lugar de España, el antiguo lema de los migrantes sigue siendo el mismo: Barça ou Barzakh, Barcelona o la muerte.

Inmersos en una cultura fatalista, gran parte de los ancianos ve los peligros como algo fuera de su control, aunque sean ellos quienes financian y alientan los viajes. “Si su destino es morir, que así sea”, dice Balde. “Es una pérdida terrible, pero es la voluntad de Dios”.

El deseo de irse que tienen los jóvenes es tan fuerte como el de sus mismos padres. Es como si estuvieran contagiados por una especie de fiebre del oro.

“Algunos jóvenes no tienen los medios para irse, pero nunca ha habido un solo muchacho en esta aldea que no haya pensado en irse”, dice Balde. “Si no lo piensan es porque no tienen ninguna ambición de salir de la pobreza o porque están locos. O tal vez asustados, pero eso significa que no creen en Dios”.

Las aldeas no solo ponen en riesgo la vida de sus jóvenes, sino también lo que tienen. A veces, esta forma de actuar da buenos resultados: en general, las aldeas con parientes en Europa tienen paneles solares o motocicletas. Pero no a todas les va bien. Sare Bakary, por ejemplo, no tiene nada de eso.

“La gente vende su tierra y su ganado para que los hijos puedan marcharse; si luego ellos no les envían nada desde fuera, se hace difícil”, explica Balde.

Ansatou Sabady, de 35 años y madre de cuatro, llegó casi hasta la indigencia después de gastar todo en ayudar a su marido para que llegase a Europa.

“La primera vez, sus padres financiaron el viaje. La segunda, él vendió mi vaca. En el tercer intento, vendió la vaca que teníamos juntos. Ahora no tenemos nada”, cuenta Sabady. “Ya no lo va a intentar más. Todas nuestras esperanzas están puestas en la agricultura. Gastamos todo lo que teníamos. Realmente la suerte no lo acompañó”.

Casi todos los que se quedan en Sare Bakary dicen que migrar es algo positivo, pero algunos admiten que ha cambiado el balance de poder en las aldeas.

Ya no gobiernan solo los ancianos

Durante siglos, los anciandos gobernaban: la edad y el género prevalecían sobre todo lo demás. Según Ibrahim Balde, uno de los hombres más respetables de Sare Bakary, ya no es así. Ahora son los migrantes los que toman muchas de las decisiones, a miles de kilómetros de distancia, desde sus teléfonos móviles.

“Si son los que envían dinero, te dicen ‘haz esto, haz lo otro’”, dice Balde con una sonrisa. “Antes, era yo quien tomaba las decisiones. Ahora, si mi hijo tiene el dinero, me puede mangonear. Pero no es un problema: si me mantiene, tiene todo el derecho de darme órdenes”.

Por trascendental que pueda ser para los ancianos acostumbrados a las jerarquías tradicionales, no es un cambio necesariamente malo según Anne. Pero el precio más alto recae particularmente sobre las mujeres. “Las mujeres son las que salen perdiendo”, explica. “Cuando alguno se va, son ellas las que tienen que vender sus vacas y sus joyas para que ellos puedan irse. Y cuando alguno muere, son ellas las que más sufren. Se sienten culpables por haber financiado el viaje”.

Las esposas de los migrantes que sí logran llegar a Europa también sufren, incluso si sus parejas les envían dinero. Algunos esposos permanecen fuera de su hogar durante diez o más años. El papel para las mujeres que dejan atrás junto a su familia política es trabajar, ser obedientes y fieles.

Según Anne, la costumbre está provocando infanticidios. Preocupadas por la vergüenza de un hijo ilegítimo, algunas de las mujeres con esposos en el extranjero que quedan embarazadas se ocultan en la aldea durante toda la gestación para matar a los bebés al nacer.

El esposo de Khadidjatou Balde, diez años mayor que ella, ha estado en España por 12 años. Se casó con ella en una de sus visitas a la aldea hace cinco años. Su mujer no tiene ni idea de qué hace su esposo para ganarse la vida.

“Manda dinero, pero no mucho”, dice susurrando mientras amamanta a su bebé. “Se hace difícil vivir sin él, sin poder verlo durante todos estos años. Lo extraño. No tengo su consuelo. Quiero estar con mi esposo, aquí o allá, no me importa. Pero todavía no se lo he pedido porque no tiene los medios para hacerlo”.

Goundo escucha pero parece no oír la parte de que el marido de la mujer no gana mucho dinero. El joven mira Facebook mientras su madre se pone de pie, se arrodilla y se vuelve a poner de pie sobre la alfombra de oración bajo una luz tenue. El temor de la familia es que Goundo rompa el pacto familiar que hicieron y se vaya.

“Soy el último de la aldea. Realmente quiero irme”, dice Goundo, con la cara iluminada por la pantalla del móvil.

Traducido por Francisco de Zárate

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