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Lo imposible

Maruja Torres

Mientras zapeo, desde un documental científico que pasan en un canal de pago, un sonriente desconocido me lanza esta frase: “¿Por qué los humanos hacemos ciencia, hacemos arte?”, y el hombre se responde a sí mismo: “Las cosas que no son necesarias para la supervivencia son las que nos hacen humanos”.

Sus palabras suenan como un petardo, como una traca, chisporrotean como una hoguera sobre las letras del artículo que leo en ese preciso momento, una información que resalta que la Ley Wert reduce el estudio de la literatura de cuatro a dos horas semanales –¡semanales!– y que, además, a partir del próximo año esta asignatura no contará para la nota de selectividad, ni entrará en las futuras reválidas que prevé la dicha Ley. Así que, ¿a quién le importará estudiarla?

La literatura no es necesaria. Ni para la supervivencia ni para la convivencia, ni para la cría de vencejos viudos ni para entender los remugugios preelectorales del Hirsuto Trotonet, ni para mejorar en esta vida, ni para conseguir un empleo que dure más de hasta diciembre, ni para contemplar incurriendo en la ceguera los escaparates del centro comercial más visitado, ni para atiborrarse de programas televisivos chillones, ni para llevar una forma de subvida bovina, alentados por los estimulantes anuncios de bonolotos, cupones y otras agresiones comerciales del azar. Tampoco sirve para circular por el carril bici ni para ingresar en una secta, ni para mandar un SMS ni escribir un tuit.

Ni la literatura, ni la filosofía, ni las humanidades le han sido imprescindibles a quien escribe un artículo para conmemorar el centenario de algún ilustre, basándose en Wikipedia, ni a quien interpreta un papel sin vocalizar, ni a quien lo escucha y además lo entiende –se requiere un verdadero infratalento para entender a quienes hablan mal y dicen poco: admirable–, ni a quien destripa con voz gangosa y cuatro adjetivos por sustantivo el contenido de una película en un espacio llamado cultural de televisión.

En realidad, la ausencia en la enseñanza de literatura, de filosofía, de arte, de música y de humanidades en general nos sirve para ser felices, estúpidamente felices, cuando cacareamos creyendo que debatimos, cuando ensopamos letras convencidos de que en materia de leer estamos a la última, cuando creemos que la novela rosa con un látigo es sadomasoquismo y cuando usamos la mejor tecnología para repetir las más vacuas insignificancias.

El propio Ignacio Wert no ha necesitado las humanidades para medrar en lo suyo. Parece lógico que no las considere necesarias para los demás, pese a la opinión de docentes y responsables que firman manifiestos y organizan protestas, hasta el momento sin gran repercusión práctica.

Qué maravilloso sería que, en los próximos meses, entre el trajín de precampañas, campañas y gritólogos, apareciera un candidato, o una candidata que, en sus mítines, desplegara detrás, en gigantesco tamaño, como una bandera que sí vale la pena seguir, una página de un libro.

Imaginadlo, si podéis. 

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