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La mordaza de la transición (historia de un anonimato)

Teniente Kaffee

Ahora que se ha puesto de moda poner a escurrir la llamada CT (Cultura de la Transición), es el momento de sacar a colación algunas cuestiones que siempre se dieron por sentadas, prácticamente sin discusión, como el hecho de que el Poder Judicial suela estar completamente amordazado. Bien por los favores políticos de sus élites, bien por la amenaza de sanciones a los de tropa.

Porque, contrariamente a lo que la gente cree, el llamado “Poder Judicial” no está politizado. Al menos, no en la medida que la opinión pública cree. Lo que está politizado hasta la náusea es su cúpula (otro término bastante de moda), el CGPJ y demás. Porque llamar “Poder Judicial” al conjunto de jueces, magistrados, fiscales y secretarios judiciales de a pie es un sarcasmo corrosivo. Son currantes como los demás, un poco mejor pagados que el trabajador medio, pero considerablemente peor que sus homólogos del resto de Europa. Eso sí, a cambio de ese magro privilegio salarial, se han dejado varios Derechos Fundamentales por el camino.

Así, los jueces no tienen derecho a la militancia política ni sindical, cosa hasta cierto punto lógica, para evitar interferencias en su labor. Pero tampoco tienen derecho al conflicto colectivo, y en consecuencia, su patronal no les reconoce derecho a la huelga. ¿Patronal? Pues claro. Si un juez, un fiscal o un secretario judicial quieren un permiso de los que le reconoce la Ley (esos llamados “moscosos” que ahora van a recortar, y que equivalen a dinero que se les dejó de pagar en su día), tienen que pedirlo. Y, ya si eso, se lo conceden. O no, según le de al jefe, llámese CGPJ o Ministerio de Justicia. El resto de funcionarios se lo cogen y punto. Así que cuando hablamos de “Poder Judicial”, es injusto mirar al que está pringando, con toga, pero pringando, en un juzgado mixto de 1ª instancia e instrucción, o en un destacamento de fiscalía, y ponerlo al mismo nivel que el presidente del Tribunal Supremo (y del CGPJ, que va en el mismo pack) o el Fiscal General del Estado. Hay que mirar a los que salen en la foto, poniéndose medallas y dando premios delirantes a gestores catastróficos.

Ser un Poder del Estado es otra cosa, no me van a comparar. Pero, ¿cómo distinguimos a unos de otros? ¿Cómo separar a los que pisan moqueta de palacio de los que viven enterrados en expedientes? Es sencillo. Pueden ir a la T4, a la fastuosa nueva terminal del aeropuerto de Madrid-Barajas. Allí, en el control de documentación, pueden ver las diferencias. A cualquier juez, fiscal o secretario judicial de a pie, así sea en viaje oficial por razón del cargo, podrán verle pasar el mismo control que el resto de los mortales, ser sobado más allá de lo razonable por guardias de seguridad que usurpan funciones de la Guardia Civil, y aguantar sin quejarse, para no arriesgarse a perder el vuelo.

En cambio, si van al acceso “Fast Track”, reservado a clientes de clase “business” y superior, ahí podrán empezar a ver a los altos cargos que les digo. Pero si quieren el premio gordo de verdad, tendrán que ir al acceso de autoridades, los que no pasan por los controles normales. Esos sí que son un Poder del Estado. Otra diferencia pueden verla a la hora de trabajar, distinguiendo entre los que tienen todo tipo de cacharritos a su disposición, pagados del erario público, aunque no sirvan para su trabajo, y los que tienen que costearse de su bolsillo un simple disco duro portátil.

Pero, al fin y al cabo, esas pequeñas diferencias no son lo importante. Lo importante es poder hablar de ello. Porque uno de los derechos fundamentales que los integrantes del Poder-Judicial-pero-menos se dejaron por el camino, con nuestro vigente sistema, fue la libertad de expresión. Una de las faltas graves que da lugar a responsabilidad disciplinaria de jueces y fiscales es realizar críticas públicas a otros poderes del Estado, invocando la propia condición de juez o fiscal, o haciendo uso de ella. Por algo así, ya quisieron buscarle las cosquillas a Baltasar Garzón, a propósito de los actos y manifestaciones contra la guerra de Irak, en 2003.

Es decir, imagínense que hoy en día, a un juez sin la relevancia mediática de Garzón se le ocurre poner a escurrir ese lamentable sistema de ejecuciones hipotecarias que tenemos, que está llevando a tantas familias a quedarse en la puñetera calle. Imaginen que escribe un artículo en la prensa, criticando la incapacidad de nuestras fuerzas políticas mayoritarias para ponerse de acuerdo y parar este sinsentido. Y lo firma. “Fulanito de Tal. Juez”. Pues se está jugando un bonito expediente disciplinario.

Se lo cuento para que valoren, en su justa medida, el gesto de valor que han tenido doscientos jueces de plantarse ante esa infamia conocida como “gracia de indulto” y llamar a las cosas por su nombre. Porque el auténtico “Poder Judicial”, en el sentido peyorativo que adquiere la palabra “Poder” en tiempos y paisanajes como estos, es el que ha levantado la voz en ese momento, murmurando “tsk, tsk”, y meneando la cabeza, desaprobador: al presidente del Tribunal Supremo y del Consejo General del Poder Judicial no le ha gustado nada, pero que nada, nada, lo que han hecho estos jueces díscolos. Críticas al Gobierno, ¿dónde vamos a parar? ¿Qué será lo próximo?

Así que ya ven. Libertad de expresión, ahí lo llevas. La única manera que tiene un currante de la Justicia de poder expresarse en libertad, en este país, es usar un “cortafuegos” jurídico, algo que separe sus legítimas opiniones como ciudadano y el cargo que ocupa. Algo como un seudónimo. O ponerse una careta. De Guy Fawkes, por ejemplo.

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