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Shhhhh… Silencio en las fiestas de los machos
¡Por fin! ¡Han acabado las fiestas! ¡Bravo!
No soy declaradamente feminista. No me identifico con ningún apellido en particular.
Menos en las fiestas.
Esos días me convierto en una guerrillera silenciosa. Siento todos los males del año reunidos y acoplados en unos pocos días.
Han pasado, por fin, las mesas del silencio femenino. Esas en que los hombres opinan de política, y de cualquier cosa, mucho más que las mujeres, aun y cuando ellas saben más. Es algo común. Estoy acostumbrada a que en las mesas, incluso en las de los que se autodenominan progres, los hombres centren la atención mientras ellas apenas se escuchan… Tenemos esa manera, esa dinámica...
Yo también soy de las que callo, porque reconozco que no sé de muchos temas y prefiero callar. En esos casos el silencio me parece una actitud correcta (actitud que debería ser copiada por algunos). Pero también me cuesta hablar cuando sé de lo que hablo. Algo me dice que en el ambiente masculino a nadie le interesa. Que no soy escuchada. Que tengo que hablar más alto, o repetir… Y hubiera jurado que se trata de mi propio complejo de inferioridad si no lo hubiera hablado con otras muchas mujeres que sienten lo mismo. Y callan aun y cuando saben de lo que hablan.
Pasa también con mujeres periodistas cuando las llaman a una tertulia. Dudan. Creen que no saben lo suficiente. Se niegan directamente. Tiemblan, y no duermen tres días antes de la cita para estudiar. He visto periodistas, en su mayoría hombres (aunque también mujeres, pero no la mayoría) lanzarse a la primera, sin remordimientos y sin apenas estudio. Con todo el morro. Y he visto a hombres criticar a mujeres tertulianas porque se ponen nerviosas cuando hablan, porque tiemblan, aun y cuando lo que dicen es lo más razonable.
Tal vez… tal vez, si habláramos las mujeres tendríamos que gritar. Mejor hacer silencio.
En los espacios privados los encuentros entre amigos o familiares son lo peor. En mi experiencia, ellas, por lo general, no solo callan, sino que además son quienes más ayudan a poner la mesa, a levantarla, a comprar, a lavar los platos, a limpiar… Las fiestas y encuentros de fin de año suelen ser un martirio para una gran parte del mundo femenino. Terminamos agotadas. Trabajamos más que nunca mientras ellos conversan, sin –en su mayoría- apenas mover un dedo (algunos a veces mueven un dedo, un poquito, porque así podemos hacer ver que las sociedades han cambiado…).
En estas fechas voy a fiestas en casas de otros, e incluso invito a la mía. Pero también callo. Callo por no volverme más antisocial de lo que ya soy. Si tuviera que abrir la boca sería para decir: “¿te pesan mucho los huevos, pedazo de pelotudo, que te quedas ahí sentado mientras tu esposa, u otra mujer, no para de servirte o de ayudar con la limpieza? ¿Crees que las cosas se limpian por generación espontánea? ¿No te da vergüenza, mal-educado, ir llenando tu barrigota cada vez más ancha hablando de cambiar el mundo mientras tu mujer tiene que lavarte hasta los calzones o, en su defecto, dárselos a otra mujer y especificarle que, entre otras cosas de la casa, te los lave?”
Lo pienso. Pero no lo digo. Lo pienso y me callo. Mejor me callo. Por mi propio bien.
En las fiestas (otra de las razones por las que las odio) se gasta, quieras o no, más dinero del habitual, aunque seas pobre. En uno de esos almuerzos dos hombres me dejaron ridiculizada cuando intentaba dividir una cuenta para que, en plena crisis, y con situaciones económicas delicadas, nadie tuviera que pagar más de lo que había consumido. Para que la cuenta no se dividiera en partes iguales.
“¿Pero qué pasa? ¿Qué es esto? ¿Es que hemos vuelto a la universidad o qué? ¡Si tienes problemas ya lo pago yo!” -remató un macho ibérico burgués soltando 50 euros.
Perpleja, no dije una palabra. Le acepté el dinero y lo que faltaba lo pagué de mi bolsillo sin chistar (cuando mi situación económica tampoco es buena). En el momento, su altanería me paralizó. Ni siquiera pensé en nada. Solo en pagar y salir de allí corriendo.
Tal vez, podría haber respondido con su misma agresividad: “¿Eres idiota o no te das cuenta de que todo el mundo no puede pagar lo mismo y que da vergüenza que te tengan que invitar?”
Podría haberlo respondido pero no lo hice. Las mujeres no hacemos esas cosas. Tampoco las mujeres que nos llamamos a nosotras mismas progresistas. La agresividad nos paraliza. Pasa en la vida cotidiana; en los almuerzos, en las oficinas, en las redacciones, en los hospitales, en los juzgados, en los centros de investigación, en las universidades… Preferimos callarnos. Nos da rabia. He visto a muchas mujeres llorando en los baños cuando nadie las ve. Pero callamos por nuestro bien… ¿por nuestro bien?
El 4 de enero en el informativo contabilizaban a las primeras dos mujeres del año asesinadas por sus parejas. Es, por supuesto, incomparable con lo que suele pasarle a la mayoría. Son tipos extremos. Pero… me pregunto… ¿no será la consecuencia brutal de un mundo en el que, desde chiquitas, por más “progres” que nos creamos, sin darnos cuenta, culturalmente hemos aprendido el no responder, el dudar de nosotras mismas, el callarnos la boca? ¿Cómo se arregla esto?
No sé. Yo también dudo. Tal vez este post no debería ser publicado… tal vez estoy hormonando. Tal vez esté exagerando. Tal vez sea una loca, o me llamen loca… Tal vez se enfaden conmigo… no sé… no estoy segura…
Shhhhhh. Silencio.
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