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Día 39 en estado de alarma: hartura

Hartos

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“Nueva normalidad” es una expresión con méritos para figurar en cualquier diccionario de neolengua orwelliana. Es tan imprecisa que cabe todo y nada, porque el único rasgo que intuimos es que será distinta a lo de antes. Cada semana se nos aleja un poquito más ese futuro distópico, que sigue siendo borroso pero deseable, porque es diferente: cualquiera que sea la futura normalidad, la que tenemos ahora ya cansa.

Ahí están las pruebas: tengo vecinos que se cuadraban a las ocho y aplaudían con intensidad suficiente para reventar algún cráneo. Ya ni aparecen. Han dejado una bandera española con crespón negro, que es su forma de resumir su estado de ánimo y una cierta posición política. También agotan un poquito las quedadas por Zoom. Yo me pongo muy contento porque damos salida a las cervezas de la nevera de una forma civilizada: es decir, en común. Pero cuando no nos pisamos la palabra se hacen unos silencios incomodísimos, y la conversación ya cansa. Todavía más agotados están los memes: desde que el Gobierno dijo que tenía los bulos en el punto de mira ya no llega nada remotamente gracioso.

A mí los días se me pasan igual de rápido que a un ratón que corre sobre la rueda. Es decir, ya ni soy muy consciente, porque todos son iguales. Ya llevo marcada a fuego la nueva normalidad de ahora, y todo esto de la nueva normalidad futura me recuerda a la paradoja de Aquiles y la tortuga, que Mario resume cada día en una pregunta: “¿Se ha ido ya el bichito?” (La ventana de Néstor)

“Hartito”

¡Ay qué hartura, Dios mío, riapitá, mira que me voy a la calle a pegar chillíos!

Eso cantaba La Martirio por sevillanas y eso lo firmaba yo ahora mismo, y más ahora, que tenemos la feria a dos días. Y es que empezamos con mucha fuerza y mucha energía esto del confinamiento. Grupos de WhatsApp, videoconferencias, teletrabajo, #yomequedoencasa, gimnasia de mantenimiento, bricolaje, limpieza de armarios, se me pasa el día volando, no tengo tiempo para nada....¡Basta! Estoy agotado, estoy aburrido, estoy hasta arriba, ya no me hace gracia nada del confinamiento, ni me resulta interesante, ni una experiencia diferente, ni tengo más ganas de malas noticias.

Ayer estuve hablando por Skype con mi amiga Sabine Emmerich de West Berlín

(cuando nos conocimos hace mil años había dos Alemanias). A pesar de mi fluido alemán, con acento de Bavaria, decidimos hablar en español con acento sevillano. Me estuvo enseñando fotos del paseo que acaban de dar por la mañana a un bosque, a unos 30 km de Berlín, a ver los cerezos en flor. Me dio una envidia horrorosa cuando me contaba que ellos pueden salir, en parejas o grupos familiares que residan en el mismo domicilio. Eso en Berlín, porque cada Estado impone sus medidas.

Me estuvo enseñando fotos de ellos dos sentados en una manta en la hierba, con unas cervezas y un bocata, algo que ahora me parecería estar en el cielo, y eso que no creo. Porque estoy harto de estar recluido en mi casa. Odio la palabra confinamiento. Quiero salir acompañado, ir charlando despreocupadamente. Quiero que me dé el aire en la cara, quiero dejar de ver edificios, que la vista pueda perderse un poquito más allá de cinco metros.

Contaban que los indios nativos de Norteamérica, cuando eran encarcelados, morían de pena por no entender la vida si no es al aire libre. No sé qué habrá de cierto en eso, pero me parece que voy a subir a encender una hoguera en mi azotea y ponerme, como un poseso, a dar vueltas invocando a Manitú, para que se levante el confinamiento y cabalguemos libres hacia donde se pone el sol. (La ventana de Luis)

Agotada

Estoy agotada de los balances diarios de la evolución de la pandemia; de la curva del simpar Fernando Simón; de las comparecencias ¿extraordinarias? de presidentes, ministros y consejeros; de las librerías de los políticos; de acostarme con el Whatsapp y levantarme con el Twitter.

Estoy extenuada de las videollamadas por el Zoom, el Skype o el GoogleMeet, según el gusto del profesor; de hacer fotocopias y convertir en PDF deberes para subirlos a la classroom de turno; de preguntar las conjugaciones, las tablas y las provincias; de los memes; de acostarme en la cama y levantarme en el sofá.

Estoy fatigada de comer sano cada mediodía, pero no saltarme ninguna merienda; de poner tres veces al día la cafetera; de hacer deporte delante del ordenador; de limpiar sobre limpio como mi suegra; de acostarme tarde y levantarme temprano.

Estoy harta de lo feos que estamos con mascarillas; de los que pasean perros y carritos de la compra bajo mi ventana; de que tenga que pedir permiso hasta para echar un cable a un desconocido; de las versiones moñas de canciones, de la publicidad edulcorada, de las recogidas de firmas por Internet, de los aplausos, de las decoraciones y convocatorias de balcón; de acostarme en Estado de Alarma y levantarme con una prórroga.

Estoy aburrida de los debates sobre el inexistente aprobado general; de las polémicas por el improvisado alivio del confinamiento de los niños; de los absurdos pronósticos del próximo verano, año o lustro; de que se crean tantas noticias falsas; y de expresiones tan odiosas como “desescalada” y “nueva normalidad”. (La ventana de Olga)

Instagram

De todas las cosas que me agotan en estos días, me tiene al límite de acabar sin Orfidal el efecto ‘Instagram’. Sí, día sí y día no se anuncian festivales, recitales, conciertos… y cuando llega el momento de poner la pantalla para liberarte de la celda del Conde de Montecristo en la que estamos metidos, lo que vemos es a alguien que está igual que nosotros: delante de una pantalla.

Eso sí, ahí están ellos y ellas, en unos casoplones espectaculares, pidiendo “paciencia” delante de un jardín de los que tienen dos paradas de autobús propias para recorrerlo. Ahí están ellos y ellas, a los que recurrimos para liberarnos, pero en lugar de ver el estadio de Wembley con Mercury dando saltos, tenemos a Amaral con una guitarra. Y siempre en Instagram, oye, como si Twitter y Facebook no existieran. Sí, agota que lo que libera sea lo que confina. (La ventana de Fermín)

Jartos

Estamos jartos. Sí, con jota. Como seguramente lo diría la ministra (y portavoz del Gobierno) María Jesús Montero. Hasta el papo, como dice un compañero. Hasta los huevos, como dice todo hijo de vecinos. O hasta el chocho, como decimos los que vamos de modernos.

Yo creo que la dignidad ya la hemos perdido: hacemos el burro en directo por redes sociales, tenemos reuniones online en pijama y salimos a tender con nuestro flamante rapado al cero. Asúmamoslo: nuestros amigos, compañeros, vecinos, familiares y amantes ya nos han visto en nuestras horas más bajas.

Así que, llegados a este punto, no tengamos miedo. Pidámoslo. Es más, exijámoslo. Que sea un derecho constitucional-inviolable-por-decreto-ley subir a la azotea (Sí, a la azotea, que no está prohibido ni es insolidario)… y gritar bien alto: ¡Señor presidente, sáquenos de paseo al súper!. (La ventana de Ale)

Me niego a cansarme

Cuando empezamos esta ventana, nos veíamos a nosotros mismos, reporteros, sin poder salir “a contar la noticia”. Inconcebible. Por eso decidimos contarla #desdelaventana. Al final estamos repasando todas las ventanas que tenemos en casa: el balcón, la azotea, la mirada de los niños o las pantallas (sobre todo, las pantallas). Al final andamos narrando lo que nos pasa a todos. Mirando sólo de soslayo la realidad dura que hay al otro lado de la pared, la de los muertos con nombre, la de la incertidumbre. Porque esa realidad la contamos en las noticias que damos cada día.

Y hasta mirar por la ventana cansa. Agota porque no hay horizonte al que mirar. Pero me niego a cansarme. Me niego a no salir otra vez hoy a las 8 a hablar con mis vecinos de calle, y aplaudir como si estuviera espantando el virus a manotazos. Me niego a no intentar crear rutinas y al mismo tiempo distinguir los días. Porque todos son míos. Y esto terminará. Eso me digo. Un poco de fe que ya queda menos. Que si no creemos que todo mejorará, que encontraremos la manera de salir de esta ¿qué nos queda? Me apunto al doloroso optimismo forzoso. (La ventana de Lucre)

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