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Opinión - ¿Y ahora qué? Por Marco Schwartz
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Asesinatos que aceptamos

Alexander Duguin ante el retrato de su asesinada hija Daria Duguina en su despedida en Moscú.

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Te vas de vacaciones a desconectar. O te quedas sin remedio como 3,5 de cada 10 españoles, pero bajas el enganche a las redes y actualidad. El mal no veranea. El bochorno evidencia el calentamiento global. Hay incendios, cada vez más funestos. Violadores en fiestas. El árbol centenario junto al cole de tu hija, emblema de Triana que regalaba sombra a Sevilla, es atacado por un cura y un alcalde –socialista, afable, amante de la cultura– y el juez evita su destrucción cuando ya está tan amputado, quizá en todo caso muera. Entonces, en la TV de un bar cuyo audio no alcanzas, reconoces esa cara de Papá Noel que a la mayoría no le dice nada y ves la de la joven asesinada. Tienes que enterarte.

Conozco a Alexander Duguin, padre de la periodista de 29 años Daria Duguina liquidada en un coche bomba el pasado sábado. Sé de quien estos días tantos nombran “el Rasputín de Putin”, aunque opositores al régimen autoritario ruso como Leonid Volkov –colaborador del encarcelado Alexei Navalny– escriban que “este pseudointelectual de caricatura no forma parte del sistema de toma de decisiones”. Descubrí a Duguin vía África. Por la influencia entre él y el carismático líder panafricanista Kemi Seba que despierta admiración entre tanta juventud africana.

Así que describir a Duguin como “fascista”, “ultracatólico”, “ultranacionalista ruso”, “neonazi”, responde a algunas aristas, pero desde luego no a todas de este personaje que desde el primer momento despertó mi desconfianza y rechazo por su impronta mesiánica, su determinismo genético-racial-identitario, pero que pone en cuestión la hegemonía global occidental-capitalista-OTAN y, por eso, conecta con pueblos tan marginados por el orden mundial como la rica y expoliada África. Eso habrá que decirlo, habrá que explicarlo. No entenderemos nada, ni avanzaremos haciéndonos trampas al solitario.

En estas líneas del prólogo que Duguin escribió para el libro Afrique libre ou la mort del franco-beninés Kemi Seba se resume su idea de la Cuarta Teoría Política según la cual urge superar el liberalismo, el nacionalismo y el comunismo-socialismo, pero sin hablar (aquí, al menos) de reemplazarlos por el neofascismo sino por el multipolarismo. ¿Sinceridad o impostura?

La afinidad de Duguin al régimen opresor de Putin, al facherío trumpista de EEUU y sus vínculos con Vox dan para sospechar. Las citas sobre cómo tras la invasión rusa de Crimea en 2014 él llamó a “matar, matar y matar (ucranianos)” escalofrían y asquean. Es delirante su relato de que su hija murió diciendo: “Papá, siento la guerra en mí, me siento una heroína. No quiero otro destino. Quiero [estar] con mi país, con mi pueblo; quiero estar del lado de las fuerzas de la luz”.

La cuestión es: ¿apostamos la ciudadanía y países democráticos por los crímenes de Estado? 

La justicia contra supuestos delincuentes es un engorro de pesquisa policial, jueces independientes, testigos y pruebas, pero la alternativa es un matonismo que nos mancha las manos de sangre y nos rebaja al lodo de criminalidad que decimos combatir.

Dinámica de ejecuciones extrajudiciales  

Nadie ha reivindicado esta vez el atentado con bomba lapa en el coche de Alexander Duguin que el sábado conducía su hija Daria. Duguin y el establishment ruso acusan a Ucrania. Se apunta a una ucraniana en concreto: Natalia Vovk. Incluso dan el detalle de que la asesina se hacía acompañar por su hija de 12 años, como el actor francés Jean Reno en aquel León. El profesional donde Natalie Portman debutó. Ucrania no solo lo niega, sino que alega que el crimen es obra rusa, aunque también el régimen iraní ha culpado a Salman Rushdie del acuchillamiento que acaba de sufrir y le dejará lesiones graves.

“Bomba lapa”, en España, remite a 40 años de ETA. Una bomba lapa usó la mafia político-empresarial maltesa para cargarse en 2017 a la periodista Daphne Caruana. “Bomba lapa” remite a crimen porque la justicia se imparte de otra manera. Es aquello de detener con garantías, poner a disposición de un juez independiente, dotar de abogado incluso de oficio si el detenido no puede pagar o no encuentra quien le quiera defender, recabar y estudiar testimonios y pruebas, dictar sentencia, poder recurrirla a tribunales superiores de varios magistrados y, finalmente, cumplir condena, si es de prisión, en una cárcel digna con vocación de reinsertar, no de vengar.

Un engorro de pasos, de tiempo, de trabajo. El ahorcamiento de Saddam Hussein en 2006 en Irak, el linchamiento del líder libio Gadafi o la operación relámpago lanzada por Obama para cargarse a Osama bin Laden en 2011 en Pakistán, incluso el recientísimo ajusticiamiento con dron del líder de Al Qaeda, Ayman al Zawahiri, este 2 de agosto decretado por Joe Biden, son más rápidos, fulminantes. Con el ligero detalle de que son matonismo, nos manchan las manos de sangre y nos rebajan al lodo de criminalidad que Europa, EEUU, los occidentales decimos combatir.

La justicia no es solo más ética, sino más eficaz que matar

El pacifismo, la democracia y la aplicación de la justicia garantista no solo son éticamente superiores al pistolerismo de western, sino infinitamente más eficaces. Y los españoles con edad de tener conciencia lo sabemos por experiencia. Porque mientras se usó el terrorismo de Estado contra ETA, los terroristas pudieron decir que nosotros también matábamos, a miembros de la banda criminal e incluso a víctimas colaterales y eso hacía que parte de la sociedad civil vasca les justificara y amparara.

Destapar en la prensa la existencia de los GAL, juzgarlos, condenar y encarcelar al ministro José Barrionuevo y al secretario de Estado Rafael Vera fue clave para que la consigna de manifestaciones “¡Aquí estamos, nosotros no matamos!” fuera cierta, se supiera y, sin excusas, ETA desapareciera.

Las ideas no se condenan. Los delitos se juzgan y si se prueban no se castigan con bombas lapa sino con penas que respetan la dignidad humana. Si no creemos con firmeza en estos pilares democráticos, nuestro sistema de garantías se tambaleará.

Por más abyectas que ideas o palabras nos parezcan, estas no se condenan, sino los actos delictivos. Castigar estos con bombas lapa contra sus autores o familiares es injustificable. Si no creemos profundamente en ello, si no lo defendemos con firmeza encabezados por las asociaciones de juristas y profesores de Derecho cuyas voces tanto echo de menos, la ley del explosivo podrá llevarse a culpables e inocentes por delante.

Fue lo que pasó en los 60 con tantos admirables líderes de las independencias africanas –el congoleño Patrice Lumumba, el burkinés Thomas Sankara…– que estorbaban a Occidente para seguir expoliando África. Si los occidentales no cumplimos estándares muy básicos de democracia, acusar a otros de fascistas autoritarios serán hipócritas palabras vanas.

Como hipócrita sería que en su reunión en Praga estos días la UE pueda decidir, como alerta en este análisis Monika Zgustova, negar visados a cualquier ruso incluidos los demócratas a los que el régimen opresor de Putin quiere aplastar. Ojalá apliquemos los valores que proclamamos.

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