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Doñana grita fuego

Maeztu abre una queja para conocer los riesgos de Doñana y las medidas para mejorar la protección del espacio natural

Juan José Téllez

Arde Huelva, a dos pasos de Doñana: dos incendios consecutivos desde Moguer y Mazagón a Río Tinto. Las llamas, a unos kilómetros apenas del Parque Nacional, de uno de los pulmones verdes de Europa, de la Argónida de Agatha Ojo de Gato. Cuando algo se quema, algo nuestro se quema, pueblo soberano.

Sin embargo, el peor incendio que afecta a Doñana resulta, más o menos, invisible. Es la crisis de sus acuíferos por ejemplo: en vísperas de que el humo no nos dejara ver ese bosque, la Oficina del Defensor del Pueblo de Andalucía elevó un informe que no ha tenido toda la trascendencia que debiera y una de cuyas piezas fue trasladada a la Oficina del Defensor del Pueblo Español dado que, lejos de las banderías partidistas al uso, este debiera ser un asunto que nos escalofriara a todos.

¿Por qué hay tan pocos conejos en Doñana, cuando sus cotos solían ser de caza menor y ahora han pasado a mayores, mientras que los linces husmean cerro arriba a esos pequeños mamíferos de dientes crecientes y permanente prisa en el país de las maravillas? Es una de las preguntas que formulan en cualquier bar los vecinos de la zona.

También por qué un carbonero puede seguir con sus tareas, sin que pase nada hasta que pasa todo, en plena canícula. Otra cuestión pasa por los pozos ilegales, por los tendidos eléctricos desordenados en pleno bosque. O por el hecho cierto de que el monte no se limpiara el año pasado, aunque al menos se trazaran los benditos cortafuegos: las brasas, no obstante, cruzaban por encima de una conducción de Repsol y los bomberos se quejaban de su crónica falta de medios.

Hay que aplaudir el trabajo de dichos profesionales, de los del Infoca y los del Ejército, a la hora de controlar aquella hoguera cuyas pavesas inundaron hasta el cielo de Cádiz bajo viento enemigo. A ellos, a los conservacionistas que pusieron desde antiguo su voz en grito, a los comunicadores que les hicieron caso y a las autoridades que se mantuvieron en sus trece, debemos que en su día se impidieran atrocidades inmobiliarias como la iniciativa inmobiliaria de Alfonso de Hohenlohe y la carretera que de tarde en tarde algún orate pretende que cruce dicho espacio para unir Huelva y Cádiz, como si ambas provincias no estuvieran de hecho unidas por esa larga extensión de arenales y chozas, cervatillos y jabalíes, o flamencos sobre la laguna más allá de ese Camp David de nuestros presidentes que pasa por ser el palacio de las marismillas.

También, en derredor, viven los otros, los nadie: ochocientos sin papeles sobrevivían en el asentamiento La Urba, en Lepe, hasta que otro incendio provocado les quemó sus escasos enseres. La sociedad civil ya ha alertado sobre la posibilidad de que ese siniestro no fuera un accidente y de que fuera fruto del cortocircuito del racismo. A cientos, también había otros inmigrantes irregulares que campaban por el territorio al rojo vivo de Juan Ramón Jiménez. Sensatamente, la Guardia Civil declinó ir a alertarles del peligro porque podrían pensar que iban a detenerles y se hubieran refugiado entre los matorrales, en una trampa mortal. Afortunadamente, de entre los vivos, sólo hubimos de lamentar la pérdida de “Homer”, la madre lince con nombre de los Simpson, que murió probablemente de estrés, quiero decir, de miedo.

No obstante, y por más que las redes sociales también se incendiaran con la posibilidad de que el gran incendio de Huelva fuera una cortina de humo, y nunca mejor dicho, para recalificar terrenos y permitir el Proyecto Marisma de Gas Natural, dicha hipótesis no se sostiene. Ni siquiera la modificación de la Ley de Montes, que incorporó el Partido Popular con la carta del Joker que permitiría hacerlo en caso de interés público, puede aplicarse a este entorno en donde autoridades, vecinos y ecologistas llevan varias décadas intentando buscar un equilibrio sostenible entre la actividad humana, que siempre tuvo el lugar, y la preservación del medio en sus diferentes estratos, desde el Parque Nacional al Parque Natural o al entorno.

Sin embargo, Doñana peligra y nos está gritando fuego. Nuestro deber será atender su llamada de auxilio y hacerle la respiración boca a boca. No porque así nos lo demande la Unión Europea sino porque el mundo no está sobrado de lugares como ese, en donde vive nuestro corazón de materiales puros, según la poesía de José Manuel Caballero Bonald.

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