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La murga de Carlos Cano
Ahora que Violeta Parra andaría buscando, desde el funeral electoral en Chile, el grito que surge iracundo de todas las altas torres. Ahora, que la Praderita se debatiría entre cantar contra Nicolás Maduro o contra la piratería de Washington. Ahora que es cada vez más difícil renacer en Nueva York, provincia de Granada, y ya no parece que haya salida ni por las estrellas, Carlos Cano cumple esta semana veinticinco años de muerte. Pero setenta y cinco de vida se cumplirán el 28 de enero, como un Santo Tomás de Aquino del andalucismo y como se empeñan en recordarnos sus hijas Amaranta y Paloma, o como nos canta, redivivo, su hijo Pablo, en un primer disco que empieza a circular como un eco de otro tiempo que resucita felizmente ahora.
Andalucía siempre estará en deuda con Carlos Cano, aunque a título póstumo le rindiese honores, predilecciones, avenidas y medallas que no le concedieron en vida: nada más andaluz que la posteridad y la gloria a destiempo. Si El Cairo está lleno de imágenes de Om Kamsum y en Lima o en Barranco reinan los murales de Chabuca Granda y de Susana Baca, si la pipa de Brassens sigue humeando en Francia y los Beatles pasean en un submarino amarillo por The Cavern de Liverpool, en este sur olvidadizo y veleta, el cantautor granadino no figura en nuestro panteón de marinos ilustres sino en la tumba de los soldados desconocidos.
Cano, que se quería un periodista con guitarra, que leyó a Kavafis gracias a José María Álvarez y amó a la poesía del brazo de Juan de Loxa, que reinventó la blanquiverde y le quitó a la copla el olor a zotal y alcanfor del franquismo, supo también tomar un vaso de te verde sobre los campamentos de Tinduf y enamorarse en las murallas de Marrakech La Roja, quiso ver crecerle de nuevo el cuerpo a un mutilado de los Balcanes, hasta abrazar a Leila que huyó de los integristas argelinos como intentó escapar luego del sadofascismo de Le Pen. Viva la grasia de Andalucía, con pasaporte de emigración: también fue de esos andaluces que creen que su patria orilla en la Boca o en el malecón, y que un fado es un tango a 45 revoluciones por minuto.
El nieto del fusilado y de la abuela que le cantaba “Chiclanera”, el que reivindicaba su puesto en la morralla, esa que nunca pa Dios calla, el que no dejó que lo manipulara el PSOE y que tuvo el coraje de espetarle a los andaluces que habían dejado de pertenecer a un pueblo que soñaba, no aceptaría, a veinticinco años de su muerte y a setenta y cinco de su vida, que le utilizaran quienes llaman mi tierra a aquello que no defienden
A pesar de que tendieron en su contra una conspiración de silencio, que intentaron ahogarle en el río del olvido y que no falta quien pronuncie su nombre en vano, ahí sigue, granadino y, quizá por ello, universal, con su cuaderno de coplas acompañando a la historia de su tierra, desde la huelga de la construcción en Granada y en 1970, hasta el tiempo de los gigantes de Diamantino García. Dios nos salve de la clase media, le cantó a Ocaña cuando el pintor de Las Ramblas murió vestido de sol en su Cantillana. El que explicó el exilio de Miguel de Molina, dormido entre rosas: Cuentan que por rojo,/por republicano,/que andaba enredao/con un militar,/cuatro señoritos/de pistola en mano/ sin voz lo dejaron/ en la madrugá“.
El que se choteó de la toma de Granada y buscaba el día en que estuvieran abiertas todas las puertas, ¿cómo iba a dejar que Vox usara su nombre en vano? Hace unos días, uno de los representantes de la extrema necedad roneó en el Parlamento de Andalucía de una de las canciones más rebeldes de su repertorio, todo un himno titulado “La murga de los currelantes”, como un mixto lobo entre los trovos alpujarreños y las chirigotas de Cádiz. Supongo que no se tomó la molestia de calibrar su letra, escrita en la delgada línea roja entre la tiranía y la democracia y cómo la canturreaba en directo, aunque la censura no le permitiera hacerlo en disco: “Que ya las dictaduras no están duras pa esas huesuras y llega la ruptura y el personal que asentao endiquela como se jala de carca a carca…”
El nieto del fusilado y de la abuela que le cantaba “Chiclanera”, el que reivindicaba su puesto en la morralla, esa que nunca pa Dios calla, el que no dejó que lo manipulara el PSOE y que tuvo el coraje de espetarle a los andaluces que habían dejado de pertenecer a un pueblo que soñaba, no aceptaría, a veinticinco años de su muerte y a setenta y cinco de su vida, que le utilizaran quienes llaman mi tierra a aquello que no defienden. A los que pretendan meterle en la lista de Spotify del facherío, Carlos Cano ya les dejó hace mucho un verso escrito: “Cada vez que dicen patria, pienso en el pueblo y me echo a temblar”.
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