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Si los hijos de puta volasen
Quizá huyendo del insoportable buenismo de los villancicos y del insoportable Bing Crosby, del cuñadismo en las cenas y de las inocentadas en desuso, el microsurco de la memoria me trae en estos días de luminotecnia pánfila y de escaparates atiborrados, un viejo cantable del Quico Pi de la Serra, cosecha del 78: “Si els fills de puta volessin no veuríem mai el sol”. Esto es, “Si los hijos de puta volasen, no veríamos nunca el sol”.
Y aunque él mismo se apresuraba a recomendar que “si alguien se siente aludido y tiene alas, que no vuele”, creo que esa máxima ha sido corregida y aumentada desde los tiempos de la transición.
Por ejemplo, ya no es bonita Baladona, como en aquel otro homenaje de Joan Manuel Serrat a Manolo Escobar, que llegó a cantarla. Me ocurre al comprobar como una horda de energúmenos se opone con vehemencia a que los de Cáritas y las ONGs le busquen acomodo a los inmigrantes desahuciados del Instituto okupa, en vísperas de que todos nos sintamos compungidos porque la Sagrada Familia tuviera que refugiarse en un establo. Podría considerar que el lugar donde se amontonaban no era el idóneo para facilitar la convivencia o que entre los expulsados sin techo alternativo podrían figurar algunos truhanes y malandrines. Pero me pregunto, en cambio, si lo adecuado es prevaricar al desatender el auto del juez y dejarlos en la puñetera calle, como si fueran a diluirse en el éter como en un ensalmo de David Copperfield. Así que en vez de desafinar El Tamborilero o preguntarme si el alcalde Xabier García Albiols no ha metido una canasta de tres en la cesta del más estúpido racismo, prefiero tararear: “Si los hijos de puta volasen no se vería el sol”.
Tampoco parecen fechas adecuadas para el noche de paz, noche de amor: en Gaza, llevan más de dos años celebrando el Día de los Inocentes y Benjamín Netanyahu sigue jugando a ser el Rey Herodes, pero los Magos de Oriente se las apañan para llegar en la epifanía a esta rara España invadida, desde hace mucho por Papa Noel, que en realidad es Santa Claus, o San Nicolás, a quien los holandeses creen venido de España cargado de naranjas que eluden la PAC de la Unión Europea. Mientras los peces en el río beben y vuelven a beber, en los belenes del telediario sólo hay escombros y hospitales dinamitados. El caganer de la ONU asiste impasible a como Estados Unidos adelanta la Semana Santa y crucifica a Patricia Albanese, la relatora especial de Naciones Unidas para Palestina, o a los jueces del Tribunal Penal Internacional que se atrevieron a declarar al primer ministro israelí como lo que es: un hijo de puta volador que está provocando el eclipse del derecho humanitario, con independencia de que los de Hamás no sean precisamente angelitos.
Y en este renacimiento del antiguo régimen, entre tanto pterodáctilo que devora a las palomas de Picasso, urracas del pasado arramblan con los gorriones a los que ya intentó exterminar Mao Tse Dong, mientras graznan las cacatúas de la corrupción. Ni anda fina la pajarraca de la izquierda, incapaz de unirse salvo que sea en las tapias de los fusilamientos y a menudo obstinada en que la realidad no le estropee una buena hipótesis, poco propensa a aceptar críticas, ni siquiera las de su propia bandada, con una soberbia más propia de águilas reales que de humildes perdices. Tampoco faltan pájaros de mal agüero que pronostican que volverán banderas victoriosas al paso alegre del fascismo y locos que vuelan sobre el nido del cuco de las urnas o del fanatismo religioso, pero faltan cada día más pichoncitos enamorados y la infame turba de la belleza frente a tanto invasor de Groenlandia o de Venezuela; contra el buitre de Trump y el cuervo de Putin, para quienes estorba Ucrania y la Unión Europea, a contramano de los velociraptores que hacen negocio privado con la sanidad o con la educación públicas. No hay jaula suficiente para tantas rapaces, sea cual sea su color de identidad. Así que estos días de campanas sobre campanas, hasta al Espíritu Santo habría que recordarle que si los hijos de puta volasen no se vería el sol. Que se lo digan a San José.
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