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Érase una vez el 10 de noviembre

El presidente de Vox, Santiago Abascal, y el presidente del PP, Pablo Casado, en la plaza de Colón de Madrid

Juan José Téllez

Se veía radiante a Pablo Casado cuando, al filo de la medianoche del domingo 10 de noviembre de 2019, salió al balcón de Génova. El líder del Partido Popular apareció ante una muchedumbre henchida de charranes y rojigualdas, arropado por su esposa, por Teodoro García Egea con pinta de haber ganado el campeonato mundial de lanzamiento de huesos de aceituna, y por José Luis Martínez-Almeida, el alcalde de Madrid mientras no se demuestre lo contrario.

Los populares y los populísimos no habían ganado en número de votos pero el resultado les permitía negociar con Vox como socio preferente: “Santi Abascal es de los nuestros, defendemos la misma España aunque de forma diferente”, proclamó sacando dientes entre los alaridos que exigían la detención inmediata de Quim Torra, como si el heredero de José María Aznar, en lugar de estar en condiciones de formar Gobierno acabara de finalizar un máster como presidente de la Audiencia Nacional en la Universidad Rey Juan Carlos.

A esa misma hora, Pedro Sánchez comparecía en Ferraz para reconocer que la aritmética no daba para una coalición progresista ni en el supuesto caso de que los diputados de Unidas Podemos sumaran con Esquerra, el PNV, el presidente de Cantabria y lo que quedaba de la almadía de Ciudadanos que se iba a pique; mientras, Albert Rivera no sabía, no contestaba y le dejó la tribuna de oradores a Inés Arrimadas y al célebre perrito al que intentó aferrarse como un clavo ardiendo, tal que si fuera Moreno Bonilla susurrándole a las vacas o los líderes de Vox montados a caballo o en tractores.

“No vamos a renunciar a nuestro programa”, le espetó Abascal a Casado, durante una breve conversación telefónica en plena fiesta de la democracia. Eso sí, en las sedes de la izquierda la noche se parecía a un remake del día de difuntos. “Ni nosotros al nuestro”, le respondió el futuro presidente, como si le estuviera vendiendo un helado a un esquimal.

Atónito ante la pequeña pantalla, que ya no era tan pequeña, Españolito Quevienes se llevó un soponcio: ¿cómo iba a imaginar que esto iba a pasar cuando todas las encuestas decían que los socialistas iban a llevarse el gato al agua? La abstención, claro. Cabreados con Pedro, con Pablo y sin demasiado entusiasmo por Íñigo, la peña había decidido ir a la playa, al campo o a ver La Trinchera Infinita y cabrearse mucho con el fascismo. Que ya pasó en Andalucía, se dijo, pero los andaluces son muy raros, que el 2 de diciembre del año pasado no se sabe muy bien si hacía solecito o hacía cainismo, pero ya cambiaron entonces las urnas por la cesta del picnic.

Él tampoco había ido acudido al colegio electoral. Había escuchado en la radio que a lo que a él le pasaba se le llamaba fatiga democrática, como si fuera una gastroenteritis de los votos. Que se jodan, dijo. Lo repitió, entonces, ante las cámaras de televisión. Venga elecciones, venga elecciones, ahora os fastidiáis, que han ganado los otros. Su hijo le miró como si no reconociera a su padre. Seguro que cambiaban la Ley de memoria histórica por una supuesta Ley de concordia que rindiera homenaje a todos los muertos, fueran víctimas o verdugos. Otro tanto con la violencia de género. Para combatir el cambio climático, combatirían las leyes que combaten al cambio climático. Que volverían a recortar las becas y lo mismo expulsaban a Ifigenia, la sudaca que cuidaba de la abuela. Que nadie modificaría la reforma laboral y su novio seguiría soñando con ser mileurista, aunque ya no se les pasaría por la cabeza la posibilidad de adoptar a un niño, salvo atravesando un laberinto burocrático mucho más largo y tortuoso que el de ahora.

- No se fastidian ellos, nos fastidiamos nosotros.

La frase la soltó cuando los datos ya empezaban a hacerse definitivos y Pedro Sánchez anunciaba que, a pesar de su victoria pírrica, pondría su cargo a disposición del partido.

- Mira que exageras, no será para tanto.

Su padre había cogido el mando y cambiado el canal por el de una teletienda. Su hijo le miró como si nada ya tuviera remedio. De haberlo sabido, quizá hubiera echado un poco más de tiempo en convencer al viejo para que votara otra vez. Pero ni siquiera su voto habría servido de mucho: “La izquierda –se dijo—es tan pura que no quiere mancharse de contradicciones. Prefiere que gobiernen sus adversarios antes de correr el riesgo de ponerse de acuerdo”.  ¿Qué podría haber hecho –se preguntó mientras liaba un cigarrillo de maría—si todavía no fuera la medianoche del 10 de noviembre?“.

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