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Estatuas en la hoguera

El rey Juan Carlos

Juan José Téllez

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El mundo parece hoy un poema de Manuel Naranjo: amanecer de estatuas derrumbadas. La nueva normalidad ha dado en coincidir con un aquelarre mundial contra el racismo, que es cojonudo porque pone en solfa a la esclavitud que no cesa y a todas las barbaries racistas, pero al mismo tiempo es intrínsecamente perverso porque supone eso, un aquelarre: seguro que Donald Trump, como ya hiciera Richard Nixon en su día, le exprime buen rédito electoral a las revueltas.

Frente a la idiotez de prohibir Lo que el viento se llevó, siempre nos cabe preguntar por otra sandez mayor: ¿por qué no El nacimiento de una nación, con su homenaje al Ku Klux Klan y a sus cruces en llamas? Será que el cine mudo ya no importa un bledo.

Lo mismo ocurre con la caída en desgracia –y nunca mejor dicho- de buena parte de la estatuaria, donde también se aprecian algunas contradicciones de interés: resulta alentador que unos manifestantes derriben el monumento a Andrew Jackson, cuya presidencia ilumina al trumpismo, por el hecho de traficar a mansalva con esclavos. Sin embargo, ¿por qué no ocurre lo mismo con mi admirado Thomas Jefferson, que también fue esclavista, pero defendía ideas progresistas en el resto de los órdenes vitales? El mundo se dividía entonces entre el Tío Tom y los que explotaban al Tío Tom, igual da que leyeran a Milton o a Mark Twain.

Precisamente en esa época, el siglo XIX, fue cuando mi adorada Cádiz se convirtió en el principal puerto negrero del viejo continente, a pesar de que dicho comercio con seres humanos ya fuera prácticamente clandestino. Quizá tengamos una viga en el ojo propio que nos impida ver la paja en el ajeno.

Ahora, también ocurre tres cuartos de lo propio: las autoridades deberían llevar a los museos aquellos homenajes en forma de bustos o conjuntos ecuestres –cuestre lo que cuestre—que ya no supongan un modelo público para la sociedad de hoy. Antiguos sacamantecas que ejercieron su oficio en nombre del Estado, del Imperio o de la economía de mercado y que campan en hierro y bronce por villas, ciudades y rotondas. Está bien ejercer la iconoclastia como un deporte de contacto. Sin embargo, no veo yo el mismo entusiasmo a la hora de condenar que desde hace décadas haya sucesivos once millones de sin papeles en Europa, entregados a los grilletes de la economía sumergida.

En un nuevo goodbye Lenin, las estatuas caen aquí y allá como frutas maduras. Algunas de ellas deberían sufrir semejante condena no sólo por los hechos que protagonizaron los homenajeados sino por simple cuestiones estéticas, por ser espantosas. Cuánto mamarracho anacrónico conmemorando incluso batallas perdidas o imposibles jinetes que, como diría Ángel González, lo peor es que nunca montaron a caballo.

Hay otros iconos que caen por su propio pie, pero son todavía de carne y hueso: Juan Carlos I, por ejemplo. De héroe de la transición a ídolo con los pies de barro, con un rastro de pelotazos tan oscuros como los de su padre pero realizados desde la Jefatura del Estado, durante un periodo en el que era tan inviolable que ni siquiera se podían hacer chistes gruesos a su costa, como bien sufrieron en sus propias carnes varios humoristas en este viejo país de los chistes.

A estas alturas de los siglos, quienes creemos en la pureza democrática coincidimos con Arturo Pérez Reverte en que lo suyo hubiera sido colocar una guillotina en la Puerta del Sol para despedirnos a la francesa del antiguo régimen. No hubo caso: aquí los reyes absolutistas juraron constituciones que luego perseguían. Juan Carlos I caía bien porque promovió la Constitución, entre excursiones en moto, ligues de play boy, cacerías exóticas, expresiones campechanas y negocios sobrecogedores. Allí estaba, entre coristas y corinas, intentando que el franquismo no siguiera atado y bien atado, amigándose con Santiago Carrillo, salvándonos la respiración durante la noche del 23-F o dando el tedioso mensaje de Navidad y Fin de Año, que probablemente haya sido el mayor aparato de propaganda subliminal a favor del republicanismo patrio.

Nunca fue juzgado por sus supuestos delitos porque resulta prácticamente imposible desde el punto de vista legal. Pero lo peor, para él, es que nunca podrá defenderse de los pufos que se le atribuyen, porque en los simples tribunales de la opinión pública cualquiera es culpable hasta que no se demuestre lo contrario. La creación de una comisión parlamentaria hubiera puesto al menos en balanza los grandes favores que Juan Carlos de Borbón prestó a la democracia y los grandes tejemanejes que aparentemente urdió entre tinieblas. Algo tan sencillo como el manual de uso de la perspectiva histórica: aquí sus virtudes, aquí sus pecados, saque usted sus conclusiones. Buena catarsis, al mismo tiempo, para un país que se siente defraudado y para una Zarzuela a menudo en tenguerengue. Hasta la monarquía alahuita permitió que la televisión marroquí emitiera un programa en el que las victimas de los años de plomo de Hassan II relataban sus torturas para encontrar sanación colectiva en la palabra.

Tampoco habrá comisión para comprobar si, como dice la CIA, Felipe González era definitivamente el míster X de la trama de los GAL. Una pregunta tan capciosa como quien es el malvado que acaricia el gato de angora en las viejas películas de James Bond. Es curioso como los partidos más afines al american way of life se han opuesto a la comisión que reclamaba Unidas Podemos, organización poco partidaria de la central de inteligencia americana. Será porque en Estados Unidos de América, sus presidentes no suelen acabar enfrentándose a un impeachment o a un tribunal por fomentar la guerra sucia contra el terror, ya sea dentro o fuera de sus fronteras.

Pocas hogueras españolas, esta vez, en la noche de San Juan. Una lástima. Como ninots o juanillos, esa noche debieron arder comportamientos como el del ex militar pirado de Málaga que hizo tiro al blanco con los retratos de las hordas rojas de Pedro Sánchez, Pablo Iglesias, Grande Marlaska, Pablo Echenique o Irene Montero. O con aquellos que, desde la izquierda, tienen más hechuras de hooligans que de cheguevaras de andar por casa. Este país sigue lleno de gudaris, trabucaires y empecinados. Cualquier día volvemos a convertirnos en títeres de cachiporra por mucho que tengamos que pagar la hipoteca y el colegio de los niños.

Entrambas actitudes sí merecen ser quemadas aunque sea en efigie. Salvaríamos de las llamas la convicción más que probable de que ni la monarquía ni la república merecen un cadalso a estas alturas, pero todos necesitamos pedagogía sobre el pasado o sobre el presente de la historia, antes de que vuelvan a llenarse de franquismo nuestras urnas: ¿qué se lee todavía sobre la dictadura en los libros escolares? ¿Se le brinda el mismo tratamiento al nazismo y al fascismo que a su franquicia casposa que nos mantuvo tentetiesos durante cuatro décadas?

Tanto Juan Carlos como Felipe; los reyes de la baraja y los presidentes de las puertas giratorias tendrían que ser explicados desde la serenidad, con el noble propósito de que lo peor de la historia no se repita. Así, tampoco vendría mal su mijita de luz y de taquígrafos, su jarabe de parlamento, su tesis y su antítesis. ¿A qué tenemos miedo, a ver desnudo al rey o a vernos desnudos a todos nosotros, buscando salvadores para un país sin demasiada salvación? Ni héroes todo el tiempo ni villanos fijos discontinuos, Juan Carlos o Felipe, Andrew o Thomas, hijos de su era, como el resto de nosotros. Ni colosos derribados como si fueran el toro que Manolo Prieto diseñó para Osborne. Ni privilegiados que puedan sentirse impunes por su lado oscuro. Son ya, sencillamente, personajes de la historia, pero ella no sólo debiera ser quien les juzgara.

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