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La investidura, desde un bar del Políngano

El día de la marmota

Juan José Téllez

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En la televisión del bar hoy no dan fútbol, sino rostros pálidos parapetados en muebles de caoba. Gesticulan y usan palabras de otros sitios, de esos lugares distintos al Políngano, a esa barriada al otro extremo del tiempo, en las afueras de cualquier ciudad sin ganas de seguir siéndolo. Los muñecos del televisor hablan el lenguaje del poder, que es lo mismo que el lenguaje del dinero, que el lenguaje de donde fabrican las leyes y donde entierran los sueños.

Juan Suburbio les mira sin entender demasiado. Investidura, mascullan esa palabra los locutores y las presentadoras. Ministerios se intercambian en la pequeña pantalla como las baratijas que los conquistadores repartían entre los indios. No ha oído su nombre en ninguno de los discursos, ni el de cualquiera de sus vecinos, que siguen siendo -eso dicen- la soberanía popular. Siente que hablan de un país que no es el suyo. Ya escuchó a otros como ellos hace mucho. Pero pensaba que en democracia todo iba a ser distinto.

María Donnadie consume su palomita sin salir de la barra. No está atenta a la esgrima floreada de las interpelaciones, a la sonrisa que aflora en las bancadas de las derechas, en el estupor que, si la cámara girase, podría verse incluso en las caras de los periodistas parlamentarios. Ella tiene entre sus manos un papel y entre sus labios, un pitillo, a pesar de que el barman le ha dicho tres veces que sigue prohibido fumar y que pueden cascarle seis mil 'euracos' si la sorprende echando humo con el liadillo de tabaco Pueblo.

Hablan educadamente esos parlamentarios y, cuando se enfadan, parece como cuando Juan Suburbio les mangaba el bocata a los niños bonitos del colegio público. Nada igual que cuando en el Políngano se lían a tiros y nadie hace nada, que hasta los camiones de la basura tienen que venir de tarde en tarde protegidos por las patrulleras de la pasma. Pintadas y farolas rotas, de nuevo los ojos de cristal de hace tanto, la ley del más fuerte, el subsidio en lugar de las prestaciones.

Maria Donnadie sostiene entre sus manos un parte de desahucio y finge no saber qué pone en el papel, como si eso fuera suficiente para que no vinieran a echarla de sus cuatro paredes después de cuarenta años de extrarradio: allí vivió con su madre, que terminó palmándola apenas hace un mes, la misma noche que ardía el Ebro y empezaba en Japón la cumbre del G-20, aunque ella no tenga ni zorra de idea de qué es el G-20. Mamá le insistió en votar, hace meses: para que no vengan los de antes, los de siempre, ronroneaba la vieja. ¿Quiénes son los de antes? Los de Jeremías, el del tercero, respondía ella, ese que cree que su enemigo es Sidy, el del cuarto, y no el fondo buitre que tiene la propiedad de nuestros pisos. A las urnas de abril la llevó en silla de ruedas. Ya verás como se entienden, insistía la abuela, como se une la izquierda. Para frenar el precio de los alquileres, para tener derecho a una muerte digna, para una renta básica, para que la dependencia no tenga más listas de espera que la consulta de los hospitales. Mamá soltaba cosas que ella no entendía siempre. Ya no pudo llevarla a los votos de mayo. Pero vota tú por mí, vota tú por mí, le predicó con la misma energía como cuando quería que aprendiese aunque fuera corte y confección por correspondencia. Ahora se pregunta si aquellas papeletas podrían servirle para evitar que ahora vengan a sacarle a la puta calle con sus pocos muebles.

No cree en los milagros Juan Suburbio. Ya hace mucho que dejó de hacerlo: en su cartera conserva un recorte antiguo, una foto en la que se le ve junto a una pancarta con un puño en alto. Por entonces, él era un crío y los políticos y los sindicalistas terminaban en Carabanchel y no tirando de tarjetas black en un hotel de ringorrango. Parecen buena gente esos tipos de la tele, los observa sin demasiado entusiasmo. Aseados, convencidos de lo que charlotean, con estudios. Sea como sea, tampoco habrá Gobierno esta vez. Bueno, se dirá desde la mesa de formica donde ensaya un solitario, al menos tampoco aprobarán leyes en contra de nosotros.

¿Pero quiénes sois vosotros?, le interroga, no más oírlo farfullar, el camarero Gómez, que vota a Ciudadanos. Los que currábamos cuando había curro más horas de las que nos pagaban, iba a decirle. Las que limpiaban suelos y arrinconaban esperanzas. La chavalería que alcanzaba una licenciatura sin derecho a máster como una llave para salir de la miseria y ahora se conforma con reponer yogures líquidos por un puñado de libras en un supermercado de Manchester. De repente, deja de prestarle atención a lo que ocurre en el Congreso. Sabe distinguir la palabrería en cuanto la escucha. Y ya ha escuchado demasiada durante los últimos días.

- Gómez, apaga la tele o pon el fútbol. - ¿Ya te has convencido de que todos los políticos son iguales? -se cachondea el gordo-.

En la barra, María Donnadie levanta ligeramente la cabeza, apaga el cigarro, se echa al coleto su copa y avisa: “En noviembre, mi madre ya no estará para votarles de nuevo. Y, esta vez, yo no lo haré tampoco”. En la calle, el 'cani' que trafica con lo que sea cruza con su buga escupiendo reguetón, mientras a lo lejos suenan los ladridos de los perros que alguien entrena para la pelea de esta noche. Sí, todos iguales, se sorprende a sí mismo Juan Suburbio, repitiendo esa frase en la que nunca creyó pero que ahora va adquiriendo en sí un extraño sentido, el de la derrota.

Sí, todos iguales, se sorprende a sí mismo Juan Suburbio repitiendo esa frase en la que nunca creyó pero que ahora va adquiriendo en sí un extraño sentido, el de la derrota. Se detiene ante el bordillo, vuelve sobre sus pasos, abre la puerta del bar y le grita al gordo, al mundo, a María Donnadie y, sobre todo, a sí mismo: “No, todos los políticos no son iguales. Pero hay unos más idiotas que otros”.

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