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Los males del feminismo

Concentración feminista el 8 de marzo

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Cada cosa delicada e importante de nuestra vida, si logra germinar y desarrollarse, alcanza un momento crítico en que algunas de sus fortalezas pueden llegar a convertirse en su punto flaco, pero también algunas de sus amenazas, de pronto, truecan en grandes oportunidades. Es el caso actual de los feminismos, dicho sea en plural no porque haya tantos como los expertos de márquetin político se inventan para cazar votos (el día menos pensado va a salir cualquier lideresa ultra afirmando que Pilar Primo de Rivera era feminista y va a haber almas impresionables que se lo crean). Lo digo en plural porque realmente existen, desde hace muchas décadas, debates y reflexiones abiertas, e incluso sonadas controversias, a la hora de pensar, vivir y trascender esta viejísima organización social que tiene por base el control y la dominación de las mujeres. Las distintas perspectivas me han facilitado herramientas y variables para darme cuenta, para mirar mejor, para pensar mejor, para escribir mejor, para ayudar mejor, para vivir mejor. Y lo que me queda.

La principal fortaleza –que también es debilidad– y amenaza –que ojalá se convierta en oportunidad– del movimiento feminista actual es que se ha convertido en mainstream, que suena a monstruo. “Ya era hora de que mi madre no se espante cuando pronuncio la palabra feminismo”, tecleo con una mano; “miedo me da –dice la otra–, el neoliberalismo se encargará de reducir la palabra a letrero de camiseta; colará por feminista mover el culo espasmódicamente ante la bragueta de un tipo, o que Ana Botín esté en la cumbre del universo androcentrista. Nada que pase por los filtros de lo masivo y comercializable sale indemne del proceso. En manos del mercado, el concepto feminismo se decolora, se hace potable, está bien visto, vende. En definitiva, pierde parte de sí en el camino. Por eso habrá que tener los ojos bien abiertos, para no nos quiten lo bailao, ni nos roben la cartera. Pero también el mainstream ofrece la ocasión perfecta de aprovechar los altavoces para contar cosas fundamentales, de esas que cambian e incluso salvan la vida. Cuando la periodista Ana Isabel Bernal Triviño se atrevió a pisar el plató de Telecinco, en primetime, para desmontar con paciencia bíblica la mirada que acorrala a Rocío Carrasco o a cualquier otra, y para explicar algunos conceptos fundamentales, algunas feministas se lo afearon con poco temple. Era una ocasión perfecta para entender que el feminismo no es rancho, ni exige pureza, ni es cosa que solo pueda entender una élite intelectual, y que si hay pioneras lo han de ser en abrir puertas, explicarse, ceder el testigo, dar la mano y la palabra. Esto es, precisamente, lo que muchas llevamos agradeciéndole a Bernal Triviño desde hace tiempo.

Nada que pase por los filtros de lo masivo y comercializable sale indemne del proceso. En manos del mercado, el concepto feminismo se decolora, se hace potable, está bien visto, vende. En definitiva, pierde parte de sí en el camino.

Quizá como reacción al empuje mainstream, escucho en ocasiones a algunas feministas hablar un lenguaje ampuloso, técnico, prácticamente iniciático, plagado de conceptos, que poco o nada se distingue de los lenguajes de la dominación (probablemente se trate de un mal de este siglo, también me pasa cuando acudo al reumatólogo, o a Hacienda, me hablan como si yo hubiera hecho con ellos el MIR o la oposición, y claro, me achantan). Supongo que dicho lenguaje procede de textos académicos, en los que muy probablemente tenga su razón de ser. Pero de nada sirve imitarlo, distinguidamente, cuando hablo con mi sabia abuela. El lenguaje ha de servirme para poder responder a mi padre cuando me pregunta “Carmen, ¿tú crees que yo soy machista?”, y que podamos entendernos. En el lado contrario a esta tendencia, encuentro la de imitar el idioma soez de algunos hombres, ese de “no me sale de los cojones” (solo que, ahora, sustituyendo las gónadas masculinas por las femeninas) como modo de marcar músculo. En algunas ocasiones, los conceptos saltan por los aires. Hace unos días escuché por la radio que “empoderarse” significa “hacer lo que te salga del chichi”. Me temo que “hacer lo que a una le salga del chichi” (por ejemplo, levantar novios, alquilar vientres, poner zancadillas a otras) puede llegar a ser muy poco feminista.

Que la lucha y el cambio de paradigma que propone el feminismo esté llegando –con cuentagotas– a las instituciones, no solo españolas, también europeas y de buena parte del mundo, también es una oportunidad amenazada, válgame el oxímoron. Hay quienes se empeñan, porque les sale a cuenta, en identificar feminismo con ministra de Igualdad. El truco no tiene fisuras, salvo que es una falacia del tamaño de Chicago. Súper fácil: derribando a una derribas a todas, ridiculizando a la supuesta representante (o, sencillamente, señalando sus errores) acabas con todo esto, así que, a por ella. La ministra debiera ser consciente en todo momento de esta realidad en los objetivos fundamentales que se ha marcado su cartera y también en los asuntos más triviales. El otro día, a raíz de un tuit, a todas luces discutible, de la guionista Isa Calderón, se lio parda a partir de una respuesta al mismo de Juan Soto Ivars. Ea, problemas del primer mundo (hasta donde leí –debo confesar que solo los mensajes iniciales y las respuestas principales, el tiempo y las ganas son finitas– la discusión no me pareció como para rasgarse las vestiduras). No sé en qué momento le pareció buena idea a la ministra entrar en la polémica entre dos opinadores en Twitter.

El hombre no acecha, querido Miguel Hernández. Acecha el machismo. Acecha la organización social que lo sustenta, y la económica que engulle cualquier disidencia o liberación. En esta batalla cultural, no se pueden desperdiciar tontamente las balas. Por eso pienso que es necesaria la reflexión y la crítica desde dentro del movimiento. Sin enganches y espantajos, como hemos podido ver tristemente en alguna manifestación. Las feministas de nuestro entorno y las grandes pensadoras nos han enseñado –casi sin pretenderlo– que podemos hacer otras cosas, pero, sobre todo, que se pueden hacer de otra manera. He aquí nuestra gran fortaleza. Más nos vale apartarla inteligentemente de cualquier debilidad.

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