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PSOE: avanzar o tirar al monte

El presidente español Pedro Sánchez y el rey Mohamed VI de Marruecos en 2018.

María Iglesias

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Vivimos tiempos dominados por la sensación de encrucijada. La guerra de Ucrania, con la agudización del problema energético, nos coloca ante un panorama de bloques enfrentados con un Oriente autocrático liderado por Rusia y China y un Occidente que se reivindica faro democrático, aunque desde un capitalismo tan voraz que roe el bienestar de sus ciudadanos (además de expoliar al sur planetario) aumentando así el granero de votos neofascistas.

En este contexto, en España, el PP intenta, desde ayer, con su congreso en Sevilla, superar la etapa Casado y recomponerse a tiempo de evitar que Vox se lo meriende. Y el PSOE da preocupantes signos del dilema que siempre le atenaza: o bien, creerse en serio los valores de la izquierda progresista (la justicia redistributiva vía impuestos, los derechos humanos, la garantía de servicios públicos de calidad para el progreso social equitativo, la solidez del Estado de derecho con instituciones independientes que se vigilen y contrapesen, el pacifismo y protección del medio ambiente frente al becerro de oro del negocio a costa de todo…) o bien, trasladar a sus militantes, simpatizantes y la sociedad en general que este buenismo queda genial en los programas y campañas electorales, pero debe sacrificarse a la hora de la verdad.

La tendencia del PSOE a escudarse en la cinipolitik y tirar al monte no sería tan alarmante para el arco ciudadano progresista si este contara ya con esa alternativa más de izquierdas para gobernar que se anuncia y anuncia, pero sigue sin llegar.

Y lo cierto, ahora, es que los izquierdistas asistimos decepcionados a decisiones socialistas que socavan la fe colectiva en los proyectos progresistas. Me refiero al intento de colarnos un futuro ascenso a dedo de la fiscal general del Estado, Dolores Delgado y, sobre todo, al apoyo al antidemócrata rey de Marruecos (y su corte, el Majzen) en su pretensión de anexionarse el Sáhara Occidental contra la decisión de la ONU de hacer un referéndum de autodeterminación y contra la voluntad de los saharauis, sufrientes exiliados en el desierto argelino desde hace casi cincuenta años.

La cesión del ministro de Exteriores Albares y del presidente Sánchez es un grave error que tendrá consecuencias. No solo porque indigna a Argelia, nuestro gran proveedor de gas, ni porque implica ceder al chantaje de un régimen marroquí que no firma en ninguna parte su renuncia a Ceuta, Melilla y las aguas de Canarias, sino porque lo que se dice de que Marruecos va a librarnos de la migración africana y el terrorismo fanático, primero, es una inmoralidad que copia a Vox al vincular “migrante” y “criminal” y, además, no va a funcionar. ¿Por qué? Fácil: porque Marruecos no es muro antimigrantes, sino su principal vivero. Las pateras traen sobre todo marroquíes que huyen de la dictadura y la pobreza.

Una democracia como la española se daña a sí misma cuando pacta con la autocracia marroquí violar los derechos saharauis para impedir que los marroquíes migren, en vez de aliarse con la sociedad civil marroquí que promueve la libertad y bienestar popular.

Tres datos (ampliables aquí): de los 664.557 migrantes que vinieron a España en 2019, solo 26.000 llegaron en pateras (el 4%) y, de ellos, los marroquíes son los más numerosos, 7.368, casi el doble que los siguientes, los argelinos.

El poder intenta echarnos a pelear a unos ciudadanos con otros, cuando tanto los marroquíes como los saharauis o incluso cada vez más españoles lo que intentan, desesperados, es vivir y no solo sobrevivir explotados. La veinteañera Silvia Fernández Belmonte lo ha escrito así de claro en su carta a la directora de El País:

Todos nosotros (los jóvenes adultos) estamos viendo cómo la vida se nos escapa y a nadie parece importarle que estemos obligados a trabajar 13 horas al día por un salario que no sube de los 15.000 euros anuales por más que lo pidamos, que no tengamos posibilidades de emancipación, de ser madres y padres, de vivir. Es una enfermedad que acongoja a la sociedad y todo el mundo hace oídos sordos y aparta la mirada, supongo que así es más fácil.

La democracia, para consolidarse, tiene que garantizar, ahí donde ya existe, la justicia social y aliarse, en el resto de países, con las sociedades civiles que incluso en las dictaduras, sufriendo opresión y cárcel (tantos marroquíes, tantos rifeños) promueven democratizarse.

Sin sentido autocrítico, repetir fracasos está asegurado

Yo espero, espero todavía que dentro del PSOE haya la lucidez necesaria para practicar la autocrítica. Lo espero a diferencia de José Antonio Griñán, ex presidente de la Junta de Andalucía y del PSOE que acaba de publicar sus memorias con el triste título de Cuando ya nada se espera, haciendo gala en sus entrevistas de una nula voluntad de reconocer errores y rectificar.    

El PSOE andaluz perdió el gobierno de la Junta, tras 37 años, por hacer oídos sordos a las críticas sobre su pérdida de rumbo y principios democráticos y progresistas. El PSOE federal haría bien en aprender de ese error para no reincidir en él.

Griñán, que presidió y antes fue consejero de la Andalucía donde yo nací y siempre he vivido, Griñán sobre quien en mayo el Tribunal Supremo decidirá si ratifica una condena a 6 años de cárcel por prevaricación y malversación, Griñán de quien son generalizadas las buenas referencias, que me suscita empatía como hombre cultivado, sensible y serio, nos hace un flaco favor a los demócratas y progresistas (a sí mismo y ese círculo por quien ha escrito el libro) cuando plantea que como ni él ni su mentor, Manuel Chaves, se enriquecieron, como él y los antifranquistas de su generación hicieron la Transición, las prácticas clientelares que favorecieron con los ERE fraudulentos y sus altos cargos bochornosos están justificados.

Ni lo están, ni todos los antifranquistas o hijos de antifranquistas hemos asistido ciegos al deterioro de principios que el PSOE andaluz fue sufriendo, del que advertimos, siendo desoídos, tratados de molestas moscas cojoneras hasta que ahora todos pagamos las consecuencias de un gobierno andaluz de derechas que pronto, salvo milagro, tendrá consejeros de ultraderecha.

La propagandista del rey Juan Carlos

Ojalá el actual PSOE federal no sufra la enajenación de quien, al ostentar el gobierno, siente que lo hará siempre. Ojalá resista a la alianza de PP y Vox que también se nos viene en España y lo logre con pedagogía del pago de impuestos, pero también de la protección de los derechos humanos. Y ojalá resista los cantos de sirena que intentan derechizarlo. Llegarán voces que rescaten el proyecto de alianza PP-PSOE. Ya tenemos lanzados a su campaña monárquica al dúo Alfonso Guerra y Laurence Debray, la propagandista oficial de Juan Carlos I.

La obsesión de esta historiadora, hoy hasta en la sopa, por nuestro rey, ese flechazo desde su adolescencia cuando ponía pósteres suyos en su cuarto, según ella misma confiesa, es una anécdota.

Empieza a merecer un pararle los pies dialéctico su empeño en labrar su carrera a base de libros y un documental hagiográficos sobre un monarca que ha dilapidado el respeto que se ganó en los 70 y el 23F con delitos fiscales solo impunes porque han prescrito y porque él se esconde tras el escudo de una inmunidad que, en buen sentido, debía protegerlo solo en relación a la toma de medidas políticas que en democracia un rey refrenda, pero no decide.

Lo que es ya un insulto es el paternalismo con que Laurence Debray viene periódicamente a España a aleccionarnos diciendo bobadas como la que le oí hace años en la SER de que “España, a diferencia de Francia, no está preparada para ser República” o, estos días, que debemos enorgullecernos de Juan Carlos I cuando es un huido a Emiratos que, en breve, va a ser juzgado, por un tribunal británico por acosar a su amante.

Pero ninguna de estas son las razones por las que finalmente escribo de esta mujer a la que conocí, de niña, en la Escuela Francesa de Sevilla y que me dejó un recuerdo que su trayectoria actual aviva.

Laurence Debray Burgos es hija de Regis Debray, el filósofo francés de alta cuna burguesa que ha vivido de la leyenda de ser camarada guerrillero de Fidel Castro y el Ché Guevara, aunque su vida luego ha sido ejemplo de la gauche caviar socialista francesa. (La relación con el Ché está marcada por lo siniestro pues a Debray se le acusa de causar la muerte del argentino al delatarlo y Debray, por su parte, ha escrito la ignominia de que el Ché prácticamente se buscó que lo matasen para convertirse en símbolo).

Laurence Debray desembarcó en Sevilla poco antes de la Expo’92 porque nombraron a su madre, antropóloga venezolana también de familia rica, directora del Institut Francés sevillano, obviamente por los méritos filológicos y de gestora de Elisabeth Burgos, sin que los contactos de su marido con los gobiernos socialistas de Francia y España tuvieran nada que ver (¿no?).

La niña Laurence era triste y solitaria. Un día, sus compañeros nos enteramos de que llegaban otros escolares franceses, de intercambio, y la llevamos corriendo a verles pensando que se alegraría. Entonces, ella nos espetó: «¡Bah, son provincianos!» con una displicencia impropia de una niña, detectando no sé cómo (¿por el olfato?) que no eran parisinos, tan perspicaz y, no obstante, ciega a la evidencia de que nosotros éramos sevillanos de la España ochentera en un colegio cero elitista donde llorábamos cantando la Marsellesa.

Y bien, ¿dónde está hoy el socialismo francés? Las encuestas dan a Anne Hidalgo, su candidata a la presidencia en las elecciones del 10 de abril, entre un 5% y un 1,5% de los votos. Ojo, socialistas españoles, a según qué consejeros iluminados.

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