Has elegido la edición de . Verás las noticias de esta portada en el módulo de ediciones locales de la home de elDiario.es.
Sobre este blog

En Abierto es un espacio para voces universitarias, políticas, asociativas, ciudadanas, cooperativas... Un espacio para el debate, para la argumentación y para la reflexión. Porque en tiempos de cambios es necesario estar atento y escuchar. Y lo queremos hacer con el “micrófono” en abierto.

¿Qué es el movimiento NIMBY y cómo afecta a la transición energética?

Miembro de la Ejecutiva de Verdes EQUO Andalucía
Un parque eólico, en una imagen de recurso.

1

El rechazo local a instalaciones energéticas, conocido como movimiento NIMBY (“Not In My Backyard”, es decir, “no en mi patio trasero”), ha cambiado profundamente en los últimos años. Tradicionalmente, este fenómeno nacía como una reacción legítima de comunidades a las que se imponían infraestructuras claramente nocivas -vertederos, incineradoras, polígonos industriales, autopistas, líneas de alta tensión- que implicaban riesgos para la salud, el entorno y la calidad de vida. En esos casos, la resistencia era una forma de defensa democrática frente a la arbitrariedad y la injusticia de tener que soportar los costes de lo común sin recibir ninguno de sus beneficios. Era lógico y justo que los vecinos exigieran transparencia, participación y compensaciones, porque nadie quiere cargar con los residuos de todos sin un retorno justo.

Sin embargo, la irrupción de las energías renovables ha transformado este escenario y ha puesto en evidencia que la lógica NIMBY ha pasado de ser una reacción frente a la injusticia a convertirse en muchos casos en un obstáculo a la transformación colectiva que necesitamos. Las instalaciones eólicas y fotovoltaicas no son comparables ni en impacto ni en riesgo a las antiguas infraestructuras contaminantes. No suponen un peligro para la salud, no generan residuos tóxicos ni polución atmosférica, y su huella, más allá del impacto visual o paisajístico, es limitada y reversible en comparación con la minería, el fracking o la quema de combustibles fósiles. La crítica se desplaza, por tanto, de lo estrictamente nocivo a lo simbólico, lo estético y lo identitario, o a disputas por el modelo económico y de propiedad.

Este nuevo NIMBY presenta varias capas. Una de las más visibles es la impugnación del modelo de despliegue de las renovables por su carácter empresarial y capitalista. Se denuncia que los parques eólicos y solares responden, muchas veces, a intereses privados y lógicas de beneficio, y no a una gestión verdaderamente democrática y comunitaria de la energía. Sin embargo, esta crítica resulta paradójica, porque el sistema fósil tradicional, el del gas, el carbón y el petróleo, es infinitamente más oligopolístico y cerrado. Lo cierto es que la generalización de las renovables no solo reduce la dependencia de grandes empresas, sino que abre grietas en su modelo de negocio al permitir el autoconsumo y el desarrollo de comunidades energéticas. Si bien es cierto que el despliegue de las renovables debe democratizarse aún más, la alternativa de frenar o bloquear su expansión termina reforzando el statu quo y manteniendo el control en manos de los grandes actores de siempre.

Otro argumento habitual en la resistencia local es la ubicación de las plantas renovables en suelos fértiles o de alto valor agrícola. Aquí sí hay un elemento objetivo a considerar: no es lógico destinar tierras productivas a grandes instalaciones cuando existen millones de hectáreas degradadas, baldías o poco aptas para otros usos. Esta crítica es legítima y compartida por quienes defienden la transición energética; planificar adecuadamente es imprescindible, y evitar el uso de suelos fértiles debería ser una prioridad política, pero este problema no deslegitima la necesidad de aumentar la generación renovable.

Quizá el eje más potente y emocional de la oposición a las renovables sea el impacto paisajístico y la percepción de “territorios de sacrificio”. Muchas comunidades rurales y semiurbanas, sobre todo en zonas de renta media-alta, rechazan los aerogeneradores o grandes huertos solares por considerar que degradan su entorno y alteran su modo de vida. Pero este discurso suele ignorar una realidad incómoda: esos mismos territorios no son autosuficientes energéticamente y su consumo depende de fuentes externas, muchas veces ubicadas en el sur global, donde los impactos ambientales y sociales son infinitamente superiores. Rechazar toda infraestructura energética local, mientras se disfruta de electricidad abundante y barata, equivale a exportar el coste ecológico y social al otro lado del planeta. Defender el paisaje propio sin asumir ningún impacto es una forma de insolidaridad y de reproducción de los mismos esquemas extractivos que se critican.

No hay que olvidar otra dimensión menos visible pero relevante: la cuestión de la propiedad del suelo y las expectativas económicas de los propietarios. En ocasiones, quienes rechazan la implantación de parques renovables sobre suelos degradados o sin uso productivo lo hacen no por la energía en sí, sino porque esperan una futura revalorización urbanística, un pelotazo que la declaración de utilidad pública puede impedir. El conflicto, entonces, no es ambiental ni social, sino especulativo.

Detrás de todos estos argumentos subyace una tendencia preocupante: la deslegitimación de la planificación pública y la creencia de que ninguna infraestructura puede ser aceptable si una parte de la comunidad se opone. Esto supone un giro hiperindividualista que debilita la capacidad colectiva de afrontar desafíos de escala sistémica como la transición energética. No toda decisión puede depender del consentimiento unánime de los directamente afectados, especialmente cuando lo que está en juego es el interés general y la justicia interterritorial. La transición energética solo será posible si los costes y beneficios se distribuyen con criterios de equidad, corresponsabilidad y participación, y si el Estado recupera su papel como garante legítimo del bien común, no como simple mediador entre intereses empresariales.

Es necesario distinguir, por tanto, entre las críticas legítimas al despliegue de las renovables -cuando afectan a suelos fértiles, se imponen sin participación real o no ofrecen retornos para la comunidad- y la oposición estructural que bloquea toda alternativa sin asumir ninguna responsabilidad sobre el origen y las consecuencias del consumo energético. El riesgo de esta segunda actitud es perpetuar un modelo insostenible que externaliza los costes al sur global, mantiene la dependencia de combustibles fósiles y desactiva cualquier posibilidad de democratizar la energía.

La solución no pasa por ignorar el conflicto, sino por redefinir las condiciones de la transición: planificación ecológica rigurosa, prioridad a suelos degradados, participación real y retornos tangibles para las comunidades locales. Pero sobre todo, hace falta asumir que el confort energético tiene un coste material y que nadie puede vivir en la ficción de un suministro limpio y barato sin impacto propio. Solo una transición energética que combine democracia, justicia distributiva y corresponsabilidad puede evitar que el NIMBY se convierta en el principal obstáculo para el futuro común.

Sobre este blog

En Abierto es un espacio para voces universitarias, políticas, asociativas, ciudadanas, cooperativas... Un espacio para el debate, para la argumentación y para la reflexión. Porque en tiempos de cambios es necesario estar atento y escuchar. Y lo queremos hacer con el “micrófono” en abierto.

Etiquetas
stats