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Pilar Paz Pasamar: el oficio de poeta y madre

La gaditana Pilar Paz Pasamar gana el noveno Premio de las Letras Andaluzas

Alejandro Luque

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Pilar Paz Pasamar estaba llamada a ser una gran poeta desde la más tierna infancia. Nacida en 1933 en Jerez de la Frontera, cuarta hija de un capitán de infantería y de una cantante lírica zaragozana que dejó las tablas por la vida familiar, solía decir que “el veneno de la poesía” le había venido por el oído, y esa música la poseyó para siempre. Hasta que en la noche del jueves al viernes murió, entrando en el 8 de marzo, como la mujer trabajadora e inspirada que siempre fue.

Uno de los primeros en detectar su talento fue el premio Nobel Juan Ramón Jiménez, quien desde su exilio en Puerto Rico mantuvo una animada correspondencia con ella, y acabó confiando a su amigo Ricardo Gullón: “Hay una muchacha, Pilar Paz Pasamar, que ha escrito un poema excelente, magnífico, sobre Dios. Entre los jóvenes poetas encuentro de vez en cuando cosas excelentes. Este poema es una joya. Esa niña es genial”.

El grupo Platero

Su debut como poeta fue a los 18 años, con el libro Mara, prologado por Carmen Conde. En Madrid hizo el bachillerato y Filosofía y Letras por la Complutense, bajo el magisterio de profesores tan egregios como don Emilio García Gómez, aunque sin culminar la carrera. Fueron los años en los que se relacionó con grandes poetas como Dámaso Alonso o Gerardo Diego, y sobre todo con su paisano José Manuel Caballero Bonald, todos los cuales la alentaron a perseverar en su vocación. Pero donde más y mejor creció fue de vuelta a Cádiz, donde formó parte del grupo Platero junto a Fernando Quiñones, Serafín Pro y otros, y en cuya órbita también se encontraban el propio Caballero Bonald, Carlos Edmundo de Ory o Julio Mariscal.

Única muchacha en un vasto círculo de poetas varones, la mayoría amantes de la diversión nocturna y los excesos etílicos en aquella deprimente España de posguerra, Pilar se las arregló para ser uno más en la amistad, al tiempo que destacaba como artífice de versos hondos y brillantes. Tras el citado Mara, fue accésit del premio Adonais 1953 –entonces el mejor trampolín para un joven poeta– con Los buenos días, y le gustaba subrayar que el ganador de aquella edición había sido nada menos que Claudio Rodríguez con El don de la ebriedad.

Su siguiente título, Ablativo amor (1955, Premio Juventud) supuso su consagración definitiva. El propio Juan Ramón, desde su exilio de Puerto Rico, le escribiría: “Le perdono su burla de llamarme ¡Dios! y le rozo con las yemas de los dedos, Luzbel enemiga, sus sienes rebeldes, palpitantes de misterio, de encanto y de intensidad. Porque usted habla por las sienes, lo más sentido del cuerpo y lo más duro del alma”.

El camino inverso

Todos los vientos soplaban a favor de su carrera y de su vida. El mismo año que contrajo matrimonio con Carlos Redondo, en 1957, vio la luz un poemario que sería también un punto de inflexión, Del abreviado mar. A partir de ese momento, Pilar Paz Pasamar, aun sin renunciar a la escritura, publicará más esporádicamente (La soledad contigo, Violencia inmóvil), y su mundo poético se volverá más intimista, doméstico y cotidiano, todo perfumado a menudo de cierto sentido místico. Pero sobre todo, se liberará provisionalmente de “la gozosa esclavitud de escribir”, como solía decir, para dedicarse en cuerpo y alma a ejercer, en tiempos en los que la palabra conciliación no se estilaba, como madre de una prole numerosa: Pilar (1958), Mercedes (1960), María Eugenia (1963) y Arturo (1967).

Lo cierto es que, justo cuando sus compañeros de los tiempos de Platero marchaban a aquella tierra de promisión que era Madrid en busca de fama y fortuna, ella hizo el camino inverso y se quedó en la periferia gaditana, entregada a largos periodos de silencio editorial. Cuando en los primeros años 80, ya criados los hijos, quiso reivindicarse de nuevo con el pliego La torre de Babel y otros asuntos, el molino de la poesía española había movido mucha agua, y el rumbo de los gustos y las modas se había orientado en múltiples direcciones. En el espacio de la poesía femenina, donde antes apenas se contaban nombres como los de Gloria Fuertes, Ángela Figuera, Julia Uceda o Concha Lagos, ahora proliferaban nuevas y novísimas estrellas como Ana Rossetti, Luisa Castro, Blanca Andreu o Mercedes Escolano, las Diosas blancas que Ramón Buenaventura compiló para Hiperión.

Nada de ello impidió, sin embargo, que Pilar Paz continuara luchando por su espacio perdido con nuevos poemarios, desde la antología La alacena hasta libros como Philomena, Sophia o Los niños interiores, ni que probara fortuna en la prosa con Historias balnearias y otras o Historias bélicas, ambas en la colección Calembé. Y aunque a partir de la década del 2000 no pararon de sucederse los reconocimientos (hija adoptiva de Cádiz, premio Meridiana, medalla de honor de las Academias de Andalucía, Autora del Año…), no pudo evitar sentirse un tanto preterida en los ambientes culturales, ni hablar de una soledad “muchas veces amarga”.

“No soy ambiciosa, salvo en que quiero hacer lenguaje con la palabra. Tengo los dolorcillos normales de la lucha, y aunque estoy fuera de la batalla literaria, a veces hay cosas que te duelen”, confesaba a este periodista en 2003. “Lo mismo pasa con los hijos o la familia, ¿verdad? Y ante eso sólo hay un sistema: apartarse, no por arrogancia, sino por necesidad. Ver correr el tiempo y pensar que uno no se ha equivocado con el camino escogido, comprobar que te lleva a donde tú querías”.

Con sus lecturas de cabecera siempre cerca – La dama de la perla, de Tracy Chevalier, Gastón Bachelard y San Agustín–, Pilar Paz Pasamar falleció el pasado 8 de Marzo mientras dormía. Compañeros veteranos y otros jóvenes, bibliotecarios y docentes, libreros y lectores, compartieron el dolor por la pérdida, pero también celebraron que el sinuoso camino poético de Pilar Paz, con sus silencios guadianescos, la hubiera llevado al final a culminar una obra rica y fecunda.

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