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El caso de Carmen Suárez: un cuarto de siglo a la sombra por el urbanismo salvaje en Marbella

Carmen Suarez, en la azotea de su vivienda

Néstor Cenizo

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“Aquel día, salí con un palo y les dije que como pusieran otro ladrillo les daba en la cabeza. Y entonces me dijo un policía:

-  Señora, que la llevamos a la cárcel.

-  Vale, pero entonces yo salgo con un cartel diciendo por qué: ¡Me habéis construido una casa en lo alto!“.

De todas las tropelías urbanísticas cometidas en Marbella en los años del GIL, probablemente ninguna sea tan famosa como la que aún sufre una mujer a la que le cuesta subir las escaleras a la azotea, pero mantiene el verbo afilado. A Carmen Suárez, que hoy tiene 89 años, le brota rápido la efeméride: este año se cumplen 25, un cuarto de siglo, desde que una promotora, con el visto bueno del Ayuntamiento, colocó delante de su casa, que antes fue la huerta de su suegra, una mole blanquiazul.

Delante significa a 80 centímetros de su azotea: si alarga el brazo, le falta un pelo para agarrar la maceta de su vecino. Pudo ser peor, porque los obreros tuvieron que retirar dos “panzas” de las terrazas más cercanas, que hubiesen acercado el edificio a menos de medio metro. Aquel fue el día en que Carmen subió a la azotea con un palo para espantar obreros.

La mujer aclara que ella violenta no es, pero las cosas tienen un límite y ella tenía que marcarlo: el edificio que levantó Belmonsa (conocido como Torre Marina) invadió zona verde y viario público, y se alza en doce alturas cuando los planes urbanísticos preveían dos. ¿Qué podía hacer ella si el encargado de hacer cumplir la ley no solo no lo hacía, sino que amparaba con descaro al infractor? Intentó defender lo poco que tenía: un mínimo de espacio, algo de luz, un respiro.

Tres pisos y un local para el municipio

El suyo es uno de la decena de los desmanes urbanísticos del urbanismo gilista teóricamente resueltos hace más de una década por sentencias judiciales que declaran la nulidad de la licencia de obras. En el caso Belmonsa, además, hubo sentencia penal en la que se condenó a, entre otros, Julián Muñoz, el exasesor Juan Antonio Roca o el abogado José Luis Sierra, por prevaricación urbanística en la concesión.

A cambio de conceder la licencia, el Ayuntamiento se quedó con tres pisos y un local, que vendió en subasta pública por 261.000 euros en total. Hoy, alguna vivienda del edificio se vende por unos 500.000 euros y no es extraño que las compraventas se dejen sin escriturar, para esquivar las anotaciones registrales. Llegado el caso, de esa forma el comprador puede alegar que es de buena fe, a pesar de que todo el mundo conozca el Caso Belmonsa.

Desde 2007, el Consistorio no ha hecho nada por restablecer la legalidad. Al contrario, ha gastado grandes sumas de dinero en despachos externos que pelean ante los tribunales por mantener las cosas en la ilegalidad en la que están. Ahora, alega que Marbella tendría que compensar a cientos de particulares e iría a la ruina, por lo que es imposible ejecutar esta y otras sentencias similares. En el edificio Torre Marina hay 122 viviendas. Pero el Tribunal Superior de Justicia de Andalucía ya ha impuesto una multa a la alcaldesa Ángeles Muñoz por ignorar una orden de demolición en un caso similar, y ha pedido a Fiscalía que investigue si se está cometiendo un delito de desobediencia.

“A mi marido esto lo mató”

Carmen conserva en la memoria el pasado de su casa, y donde no llega, apunta a una foto en la que se adivina la vieja vivienda de sus suegros, el río que luego embovedaron (tomando una parte del terreno familiar “sin darles ni un papel”) y la vereda por la que bajaban a la playa las “civilas” del cercano cuartel. La vista al mar se la quitó Belmonsa, y hasta sin luz la dejaron. A la mujer se le ensombrece hasta el rostro: “A mediados de septiembre se va el sol y ya no vuelve hasta mayo. Yo veía la playa desde mi ventana...”.

Cuenta la mujer que antes de empezar a construir, la promotora la llamó: diez millones de pesetas, un piso en el nuevo edificio y un alquiler, entretanto, a cambio de su casa. Pero a ella aquel trato no le gustaba. No se fiaba de que la promotora cumpliera su parte. Entonces, Belmonsa construyó sobre lo que antes era una avenida y en zona verde. Doce plantas a menos de un metro de su casa.

El atropello estaba tan claro que un abogado le dijo que no se preocupara: estaba ganado. “Pero luego se echó atrás”. Y aunque consiguió parar la obra, fueron apenas dos días. “Encima le dijeron a mi hijo que íbamos a pagar los dos días que pararon”. Aquella maquinaria de constructoras, técnicos municipales y políticos estaba bien engrasada a base de mordidas.

Carmen no ha olvidado aquellos días, con su marido ya gravemente enfermo, y la habitación cerrada para que no entrase el polvo y el ruido. “A mi marido esto lo mató. Le dio por pensar, y duró tres meses. Te puedes imaginar: un marido muriendo, y no poder ni ir al patio o la azotea. Yo no me atrevía a salir, porque ni red de seguridad habían puesto”, relata.

Después ha tenido que sufrir a más de un vecino. “Antes echaban el huesecito de las guindas o el bote del yogur, y una vez espurrearon aceite y pipas”, asegura. La última enganchada la tuvo después de la lluvia de barro de la pasada primavera, cuando una empresa especializada limpió la fachada del edificio ilegal poniendo perdida su terraza. Amenazó con denunciar a la Policía, y pronto regresaron a arreglar el estropicio.  

Sin compensación

En estos años, Suárez ha recibido la visita de decenas de periodistas –su caso fue recogido en la serie 'Playa Burbuja' de Datadista–, pero ninguna disculpa de los políticos que autorizaron aquello primero, y lo han tolerado después. El pasado jueves le dijeron que alguien del Ayuntamiento quería verla. Hasta ahora, el Consistorio ha hecho todo lo posible por no compensar a la mujer por el perjuicio del atropello urbanístico que sufrió.

Su única herramienta ha sido el derecho al pataleo. Conserva en un cajón decenas de recortes de prensa dando cuenta de sus denuncias. En un Pleno se coló, y cuando “el señor Gil” dejó de hablar le preguntó si no le daba vergüenza. “Una palmera, a la que pagaba, me mandó a la mierda”. Otra vez llamó a la televisión para replicar en directo a José Luis Sierra, el abogado de Gil, que estaba diciendo que habían aparecido dos papeles: uno demostraría que aquello era suelo urbanizable, y otro que era zona verde. “¿No hay otro que diga que es zona robada?”.

En los tribunales, encontró al fin a una abogada, Inmaculada Gálvez, que sostuvo el pulso durante casi 15 años sin rendirse: a pesar de chocar una y otra vez contra el Consistorio y sus estrategias (el silencio, el intento de “legalización” del PGOU de 2010, decenas de escritos y recursos para demorar la ejecución de las resoluciones) no ha dejado prescribir las sentencias que le dan la razón.

“Ha costado muchas lágrimas”

Cuando se le pregunta, en general, por aquellos tiempos de urbanismo salvaje, la mujer aparta su mirada del edificio que le robó la luz, y gira a la derecha para apuntar a Parquesol. Estaba previsto que fuera una parada de autobús. “Pero dijeron que no había espacio y que iría un jardín. Y al final pusieron el edificio”.

En 2007, se contabilizaron 1.006 licencias “no ajustadas a planeamiento”, con toda la panoplia posible de irregularidades: excesos de edificabilidad, construcción en zonas de uso público, autorización en zonas no urbanizables…. Apenas se ha corregido alguna poco significativa. El resto sigue al margen de la ley, entre ellas una decena de edificios declarados ilegales por sentencia judicial ya firme. Particulares o comunidades de propietarios están pidiendo la demolición o, al menos, una solución alternativa. El Ayuntamiento de Marbella le está diciendo a los tribunales que no pueden cumplir, porque tendría que tirar abajo 600 viviendas y podría generar una “crisis social”.  

Carmen, y todos, saben que el edificio que le plantaron frente a su ventana seguirá ensombreciendo su casa de septiembre a mayo. Pero pide al menos que alguien le reconozca que en 1998 se cometió un atropello y en los 25 años siguientes todos miraron a otro lado. “Yo empecé esto con 64 años y tengo 89. Los juicios ya me dan igual. La madre de mi suegra compró la huerta a una compañía inglesa, y cada alcalde ha ido cogiendo un cachito del huerto. Yo llevo aquí más de 70 años. La casa no se vende. Ya pueden traer lo que traigan, que ha costado muchas lágrimas e irritaciones”.  

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