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La Sevilla del XVI resplandece en el barro de 'La Peste'

La Peste, serie de Alberto Rodríguez.

Alejandro Ávila

Pegada al barro. Mirando de reojo a los palacios más suntuosos. Paseando por los lupanares. Es la Sevilla del siglo XVI recreada por el equipo de Alberto Rodríguez y Rafa Cobos en La Peste, la superproducción de Movistar+ que se toma la licencia artística de adelantar medio siglo la epidemia que arrasó con la mitad de la población de Sevilla. ¿El resultado? Aunar el esplendor con la podredumbre, los reflejos del imperio con las miserias de la pandemia provocada por esos insidiosos piojos de las ratas que campaban a sus anchas por la ciudad.

El cineasta sevillano vuelve a hacer historia. En el sentido literal y metafórico. Con 15 Goya a sus espaldas y tras arrasar con La isla mínima hace cuatro años, Movistar ha puesto sobre la mesa de edición de Rodríguez el presupuesto más ambicioso de la historia de la televisión española: 10 millones de euros para seis capítulos, con los que la plataforma trata de seducir a la legión de seriéfilos enganchados a los HBO y Netflix de turno.

En el sentido estricto, vaya si Alberto Rodríguez hace historia. Imposible no emocionarse ante una Sevilla nunca vista. Esa que aparece trazada en cartografías y dibujada en cuadros, pero a la que la magia del cine y los efectos especiales reconstruyen en todo su esplendor. La Sevilla de Alberto Rodríguez tiene la cara manchada de mugre, habita en chozas junto al río Guadalquivir, padece hambre y epidemias, mientras el oro, la plata y los productos exóticos desembarcan en el Puerto de Indias. La cámara baja a las orillas, a los callejones, a los prostíbulos, parece ensuciarse ella misma de todo tipo de inmundicias.

Ese es el escenario donde el cineasta sevillano vuelve a explotar su gran filón: el thriller policíaco de época, con la capital hispalense de telón de fondo. Lo hizo con el postfranquismo de La isla mínima, con la Sevilla pre-Expo 92 de Grupo 7 y ahora vuelve a apuntalar su obra con unos mimbres similares y un escenario con el que, dice, siempre había soñado: la Sevilla de la Inquisición, el oro y, por supuesto, la peste.

Aquí no hay un grupo de policías matones que tratan de 'limpiar' la ciudad de drogas y delincuentes callejeros, como en Grupo 7. Tampoco hay una pareja de investigadores tras la pista de un asesino de chicas adolescentes, como ocurría en La isla mínima. No, en La Peste, el detective está solo y ni siquiera tiene una 'placa' que lo identifique como tal.

Mateo Núñez es un atípico sabueso: un forajido, culto y armado, que tuvo que huir de Sevilla, pero regresa a ella por una promesa fraternal: él se encargaría del hijo bastardo de su compañero de armas si éste moría. La Inquisición no pierde la oportunidad de cazarlo en cuanto pone los pies en la ciudad. El taimado inquisidor Celso de Guevara (al que pone piel el excelente Manolo Solo) no duda explotar las innatas capacidades detectivescas de Núñez para resolver el brutal asesinato de un rico mercader a manos de una colosal bestia humana.

Paco León se pasa al drama

El improvisado detective Núñez está interpretado por Pablo Molinero, un rostro desconocido para la mayoría de los espectadores. Esta es, de hecho, una de las características de La Peste: la armoniosa combinación de actores famosos y nuevas caras. Entre los primeros se encuentra Paco León, que interpreta a Luis de Zúñiga, un rico artista amigo de Núñez, que habita en un imponente palacio (localizado en la sevillana Casa de Pilatos). León se adapta a la perfección a su nuevo rol como actor dramático, con el que dice sentirse más identificado que con sus habituales interpretaciones cómicas, como la de El Luisma de Aída.

Imposible no acordarse de las palabras al respecto de Groucho Marx en su hilarante autobiografía Groucho y yo: “Cuando un actor cómico interpreta un papel serio, siempre me produce una lánguida tristeza ver cómo los críticos arrojan sus sombreros al aire de un modo histérico, bailan por las calles y abruman al actor cómico con toda clase de felicitaciones. Siempre me ha intrigado saber por qué este hecho suscita semejante asombro y entusiasmo a los ojos de los críticos. Difícilmente puede encontrarse un actor cómico vivo que no sea capaz de llevar a cabo un trabajo de primera categoría en un papel dramático. (...) Comparada con ser gracioso, una actuación dramática es como dos semanas de vacaciones en el campo”.

Alberto Rodríguez, siempre fiel a su equipo artístico y técnico, vuelve a poner frente al objetivo de su cámara a sospechosos habituales como el algecireño Manolo Solo (7 Vírgenes, La isla mínima), Estefanía de los Santos (la espectacular Caoba de Grupo 7) o José Manuel Poga (Grupo 7, El hombre de las mil caras). Entre las caras nuevas nos encontramos a Patricia López Arnaiz, que interpreta a Teresa Pinelo, la viuda del amigo de Núñez o el joven Sergio Castellanos, el hijo bastardo.

Factoría andaluza

En el apartado técnico, la factura vuelve a ser impecable. La milimétrica dirección de producción de Manuela Ocón, la bella fotografía de Pau Esteve (de las que ya hizo gala en Caníbal o El autor), el montaje de José Manuel G. Moyano y sobre todo la inquietante música de Julio de la Rosa, premiado con un Goya por la banda sonora de La isla mínima. Las grandes producciones nacionales e internacionales, como Juego de Tronos (en cuya producción han participado muchos técnicos andaluces que también trabajan en esta serie) han terminado consolidando unos equipos de rodaje que hilan muy fino para mirar de tú a tú a las superproducciones en serie de gigantes como Netflix o la propia HBO.

Quienes afinen la vista, podrán reconocer unas localizaciones escogidas con mimo no solo en la provincia de Sevilla, sino de Huelva y Extremadura. Ahí está la Casa de Pilatos, donde Zúñiga ejerce sus dominios, el salón de plenos del Ayuntamiento de Sevilla, las hipnóticas Atarazanas (explotadas también en la séptima temporada de Juego de Tronos), las orillas del Guadalquivir en Coria de Río o los jardines del Real Alcázar de Sevilla, por poner solo algunos ejemplos.

La serie se disfruta con todos los sentidos. El espectador parece sentir el hedor de los cadáveres caídos por la peste, saborear el chocolate que Luis de Zúñiga ofrece a su perplejo amigo Núñez, sentir los paños del deslumbrante vestuario o dejarse hipnotizar por el intenso azul añil que España exportaba en la época a tierras flamencas. Todo ello es posible, porque la película se palpa y el croma se limita a lo justo y necesario, como las panorámicas de la Sevilla del XVI.

En resumen, se trata de una obra coral, llena de personajes misteriosos, donde se resucita el género de la picaresca, hibridándolo con el cine negro de época. La crueldad, el pillaje, la violencia y las paradojas de la época quedan reflejadas en esta serie destinada a marcar un hito en la historia de la televisión española. La Peste volverá a los hogares españoles este viernes 12. Lo hará al completo, con sus seis capítulos, pero esta vez solo diezmará nuestro deseo de irnos a la cama.

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