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Aragonia

Aragonia

Mariano Gistaín

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Aragonia, de Rafael Moneo, tiene buenos torreones negros de Gotham, es el Gotham del sur de Zaragoza, manzana trasatlántico, centro comercial sin gente, maravilla del vacío sostenible: Zaragoza se ha especializado en monumentos huecos, a medio usar o a cero usar: la Torre hueca del Agua; los mamotretos de la Expo, pabellones apodados “cacahuetes”, metáforas populares que clavan las cosas; los caserones infaustos de España y de Aragón, la “cesta” de chapa inútil, como casi todo en estas décadas, el Pabellón Puente, restaurado y resucitado para museo de movilidad; el teleférico que cruzaba el río balanceado por los cierzos, un artilugio superfluo y ya revendido en wallapop; los múltiples artilugios y adefesios, algunos muy bellos, sin uso ni beneficio, ni para pagar su propia luz y mantenimiento sacan estas mastabas, hierros y chapas y cristales delirantes de un omento de euforia y dinero/deudas: el siglo XXI recién obsoletizado.

Por el sur está la manzana prodigiosa de Aragonia con su “A” roja que es el lazo de lujo de esas periferias, Aragonia ha fundado un centro nuevo y eso siempre hace ciudad, y atrae cosas como el teatro de las Esquinas, un hito en el páramo de acero, la ciudad la hace la cultura, que necesita mil comercios vivos para despegar; altos de las Romaredas, la vieja y la próxima, el tranvía, siempre atestado, que sube en tres minutos desde el Pilar; el Auditorio, el seminario reconvertido en Ayuntamiento y el Conservatorio Superior, CSMA, liftados por la Vía Hispanidad, vastas periferias ya centrificadas a ratos y avenidas sin tiendas con colegios y coches que a las ocho de la tarde se quedan desiertas. Suben las nieblas y por encima asoman los torreones gótico mudéjares de Aragonia, sede de la ONU y del Mercadona. 

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