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Diez años después, y como profecía autocumplida, las aulas volvieron a rugir porque los techos, literalmente, cayeron en pedazos. Y lo hicieron tras semanas, meses, años de una espera que, por su paciencia, recordaba al protagonista del cuento de Borges ‘La espera’. Con la salvedad de que aquí la carta que no llega no anuncia la muerte de Villari pero sí la muerte de toda esperanza. Pasillos entrecortados, galerías permeables por las que llueve algunas tardes grises; ventisca y rumores del cierzo silbando entre las sillas y un frío delator que acerca la imagen de la longeva Facultad de Filosofía y Letras a la de la ciudad imposible, abarrotada de inmortales que ya no esperan ni la carta de Villari.
Sin embargo, a veces, el azar juega del lado de la justicia poética; y es el propio edificio el que se cansa de esperar. Los propios muros, techos y suelos temblaron hace unos días como respuesta al anuncio del Gobierno socialista de que la carta de reforma todavía tendría que esperar. Y fue la impaciencia impropia de las construcciones centenarias la que se impuso ante el disparate eterno de esta demora. Demora que ya se avecina impredecible pues el tiempo, para los que no tienen que aprender bajo el abrigo de un liceo ruinoso, suele ser más relativo de lo normal. Para todos parecía no ser urgente menos para el viejo edificio horadado que, no queriendo ser hostil, no encontró otra vía para reclamar sus ruegos.
El techo hundido tomó la iniciativa, pero han sido sus huéspedes los que, echando mano de lo que les enseña estas aulas -el poder de la palabra-, van a hacerle justicia. La palabra ha sido la herramienta elegida por alumnos, profesores y demás personal para restaurar la dignidad de este espacio olvidado. Pues la facultad podrá ser obviada y su reforma ninguneada por una y otra fuerza política de gobierno pero éstas no obtendrán como respuesta el silencio. El silencio cómplice no puede exigirse a los que demandan desde el sentido común. Y la academia, haciendo escucha de lo que susurran las grietas de la vieja facultad, ha salido del aula y tomado la escalinata para restaurar la decencia robada.
La demanda es legítima: un lugar digno donde estudiar. Y, frente a ella, cualquier excusa técnica o mecanismo que inste a la paciencia choca con una realidad aplastante: la del tiempo siguiendo su curso sin esperar. Años de abandono no se resarcen de manera sencilla y, probablemente, no haya parche alguno que solvente una indiferencia prolongada. No cabe como respuesta del Gobierno de Aragón volver a esperar. Quizá los muros no lo soporten, el frío se vuelva a colar y el espacio se torne tan adverso que haga caer en el olvido los saberes de sus pasillos, dinteles y aulas, condenando las historias por contar de sus pizarras, las palabras por escribir de sus folios mojados por las goteras. En definitiva, sentenciando el valor inmaterial e incalculable de lo que las letras aportan a nuestra sociedad a yacer bajo escombros de indiferencia.
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