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El Prismático es el blog de opinión de elDiario.es/aragon. 

Las opiniones que aquí se expresan son las de quienes firman los artículos y no responden necesariamente a las de la redacción del diario.

Todos nuestros ayeres

Ángela Labordeta

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Así se titula una de la novelas de la gran escritora italiana Natalia Ginzburg, a la que sus contemporáneos le pusieron la etiqueta de escribir de asuntos menores como la memoria, las emociones o la familia. Ginzburg es, sin duda, una de las grandes escritoras del siglo XX, que tendría que ser lo mismo que decir que es una de “los grandes escritores del siglo XX”, porque ella misma, como muchas otras escritoras, huyó del género para referirse al escritor. El escritor escribe por el hecho de escribir, por ver esa sucesión de palabras encadenarse, por encontrar otra dirección que no sea la del sentido único, porque intuye que el tesoro no está en el mapa de la razón y sobre todo lo hace porque no quiere dormirse sobre unos zapatos convencionales que acaben borrando su vuelo y su mirada.

Pero Ginzburg, para los escritores italianos de su generación, escribía de asuntos menores y de alguna forma, al utilizar la expresión “asuntos menores”, lo que buscaban sus coetáneos era diagnosticar la literatura de la Ginzburg como una literatura escrita por mujeres, una literatura débil, casera, que solo sabe tratar de cuestiones que se amasan tras las paredes familiares donde los silencios, los amores, la memoria, el odio y las emociones lo construyen todo. La Ginzburg no hablaba de grandes reyes, ni construía epopeyas vacías, ella y su “léxico familiar” devoraban una y otra vez la vida, retratándola en su insolencia y dureza casi siempre de forma única.

Un día, un amigo al que le gustaba cruzar el desierto de los Monegros en un globo sin oxígeno y lleno de parches, me trajo un libro que él mismo había traducido de la Ginzburg; se llama Sagitario y los construyen tres novelas breves. “Así fue”, la primera de ella, comienza de esta forma:

“-Dime la verdad –le dije.

-¿Qué verdad? –dijo, mientras dibujaba algo deprisa en su cuaderno y me enseñaba lo que era, un tren muy largo con una gran nube de humo negro y él asomado a la ventanilla y saludando con un pañuelo“.

La Ginzburg, de alguna forma, es mi Ícaro en la literatura, porque no dudaba en acercarse demasiado al sol, aún sabiendo que la cera que sujeta las alas que nos atan a la vida puede derretirse y acabar provocando nuestra caída al vacío. Jamás entenderé como puede decirse que la Ginzburg escribía de cuestiones menores. Ella, que fue capaz de cruzar el mar de los silencios y dispararle entre los ojos; ella, que no quería recordar cuál era el más triste de sus recuerdos. Ella, que en algún momento borró el camino de vuelta. Ella, que era mujer y escribía.

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