El Prismático es el blog de opinión de elDiario.es/aragon.
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Recorrer con la mirada un paisaje conocido y dejar que retumbe lo oído, lo dicho y lo sentido, y saber que el paisaje que un día fue, vuelve casi con la misma y precisa magnitud y dramatismo, casi con la misma verdad, con el mismo engaño, con la misma falta de rigor o con ese rigor con el que cada cual construye el esqueleto de sus pequeñas verdades, que en muchas ocasiones son solo el producto de su pobre vanidad. Me reconozco en ese paisaje y cuando retumba lo dicho y lo oído se vuelve negro, el sentir adquiere ese color rosáceo que precede a las lágrimas y a la humillación, y las verdades se multiplican y hay tantas como actores y entonces cada una de esas verdades se torna cobarde, invisible y desaparece para hacerse persistente en nuestro recuerdo, que mañana será nuestra memoria.
El mundo anda lleno de esas verdades y en estos días leyendo Patria, de Fernando Aramburu, he visto cómo muchas de esas verdades se superponen para describir una verdad que es tan conmovedora como la muerte, aún más escalofriante que la hoja de un cuchillo e igual de dolorosa que la mordedura de una serpiente. Decían los estoicos que las emociones no nos suceden y que solo cada uno de nosotros es responsable de lo que siente. Como si fuera tan fácil; como si el sentir fuera un sentimiento ajeno e impersonal y los daños fueran los mismos vinieran de quien vinieran los insultos, la humillación o el tiro en la nuca.
Es difícil recomponerse tras la muerte de un ser querido, pero lo es mucho más si la vida de esa persona encontró su final en las manos de alguien conocido, incluso querido. De alguien que compartió su mesa y quizá hasta su cama. Al que acurrucó siendo niño. O amó siendo hombre.
Es complejo olvidar la humillación, pero lo es mucho más si esta viene de alguien a quien aprecias, con quien quizá anduviste unos cuantos caminos y algunas vidas, entonces esa humillación duele a diario y alimenta esas verdades que con el paso del tiempo se hacen cobardes, invisibles y desaparecen para hacerse persistentes en nuestro recuerdo, que mañana será nuestra memoria.
El insulto retumba simplemente. Lo hace en el alto de una montaña o en la orilla de cualquier mar; es caliente y barato, se aprovecha neciamente y generalmente se cubre con más insultos y verdades a medias.
Todos somos responsables de esos paisajes que en ocasiones se nos muestran en pequeños actos, que advertimos fácilmente en los otros, pero tanto nos cuesta reconocer en nosotros mismos. Y así dejamos que la vida fluya hiriendo e hiriéndonos, cada vez menos hombres y mujeres, habitados finalmente de silencios que no llegan ni siquiera a besar los bordillos.
(La violencia terrorista, la violencia machista, la violencia política, la violencia vital genera muchas de estas situaciones que nacen de las verdades malentendidas, de los poderes injustificados y de la libertad no respetada)
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